En 1831 la Sala de Representantes de la provincia de Entre Ríos autorizó la radicación de saladeros en las localidades de Paraná, Concepción del Uruguay, Victoria, Gualeguay y Gualeguaychú. Estableció la normativa sobre el lugar donde los mismos debían construirse respecto a la ciudad: “a una legua de distancia cuando mas”. El trayecto estipulado mantenía cierto margen de protección a los centros poblados, disminuyendo los efectos nocivos provocados por la actividad, a la vez que permitía que la fuente de trabajo estuviese lo suficientemente próximas para facilitar el desplazamiento de la mano de obra urbana.
La exigencia básica para la localización lo constituyó la presencia de un curso fluvial, ya que estos servían como “cloaca para evacuar todos los desperdicios de los saladeros, tiñendo sus aguas de rojo a causa de la sangre de los animales muertos”.
Un saladero emblemático en la costa del Uruguay por la magnitud de la producción involucrada, los constituyó el saladero Santa Cándida, instalado en 1847 por el General Justo José de Urquiza. Comenzó faenando un promedio mensual de 200 cabezas en mayo y 400 en diciembre (época de mayor engorde y aprovechamiento del ganado), en 1848 la cifra registrada en enero y febrero subió a un promedio mensual de l000, para en 1849 registrar 1600 vacunos y yegüerizos.” Producía cueros vacunos secos y salados, sebo, grasa, cerda, lana y tasajo. En su conjunto, el establecimiento demandaba el trabajo de más de un centenar de personas.”
La actividad realizada en los saladeros llamó la atención en particular a los extranjeros, los que dejaron vividas referencias sobre una experiencia impactante. Así lo hizo el francés Martín de Moussy, quien en su obra publicada en 1890 describió las intensas jornadas que principiaban con la aparición del sol y finalizaban hacia el mediodía.
“Al comenzar la matanza el ejecutor tira el lazo que aprisiona los cuernos de la vaca más próxima y anuncia con un grito que se debe sacar a ésta. En efecto la vaca se lleva al instante hacia una plataforma apuntalando instintivamente sus cuernos contra la puerta. Y así se queda inmóvil algunos segundos. El hombre aprovecha este momento para hundir perpendicularmente su cuchillo en la nuca del animal, entre el occipital y la primera vértebra y corta neto y de un solo golpe la médula espinal. La vaca cae como fulminada: la puerta se abre para dejar pasar el carro, arrastrado por dos hombres, e inmediatamente se vuelve a cerrar. El cuerpo del animal es levantado y tendido sobre un piso embaldosado, el carro empujado a un corredor y se enlaza otra vaca. Esta maniobra se hace con extrema rapidez. En cuanto al animal tendido en el piso, y cuya muerte fue instantánea, se lo desangra. La sangre corre por un canal particular y se recoge en una especie de estanque, donde hoy se hace guano artificial. Los desolladores se apoderan entonces del cuerpo exánime y lo desuellan en un abrir y cerrar de ojos; lo despedazan y trozos se llevan a un galpón y se cuelgan en unos ganchos, de manera que no quedan más que los huesos. Las carnes se apilan bajo espesas capas de sal y se hacen pilas que alcanzan hasta cinco metros de altura por otros tanto de diámetro. Durante estas operaciones se aparta una fracción de la grasa, los huesos de los miembros y los esqueletos llevan a grandes tinajas de madera, calentadas por un tubo que conduce vapor de agua de una caldera, para que se desprenda toda la grasa. Cada una de estas tinas contiene hasta veinticinco o treinta esqueletos.
Los cueros se salan y apilan como la carne y una parte de los intestinos se tiran y sirven, como la sangre, para hacer guano; el resto va a la caldera. Se ponen aparte los cuernos, las pezuñas, los recortes de los cueros, las crines, etc. Cuando se sacan los esqueletos de las calderas ha desaparecido casi toda la grasa y no se conserva más que los ligamentos y algunos restos de carne, e separan los huesos gruesos que pueden servir para la marquetería mientras que los otros se tiran al fuego y sirven para calentar las calderas. Las cenizas de huesos se ponen en viejas barricas y se envían a Europa como abono… (…) Tal es en resumen el conjunto de las operaciones de un saladero bien puesto…”
Numerosas fueron las especializaciones de los obreros del saladero: desnucador (introducía el cuchillo en la nuca del animal), desollador (retiraba el cuero del cuerpo), despostador (separaba las partes destinadas a la salazón); lavador de tripas, osamentero , soplador de vejigas (inflaba vejigas destinadas al envasado de grasa), charqueador, descarnador, desgrasador, tonelero (preparaba tinas o toneles para envasar la grasa), etc.
Con el saladero se incrementó el aprovechamiento de la carne vacuna, pero aún con serias dificultades. Inglaterra prohibió en 1864 la comercialización del tasajo como alimento humano, por sus dudosas condiciones de salubridad.
Europa necesitaba carne fresca y Argentina colocar su producción, razones por las que se redoblaron los esfuerzos por salvar el escollo más importante, la conservación. La solución fue posible con la utilización del frigorífico, el que se efectivizó recién el 23 de diciembre de 1876, cuando el vapor “Frigorifique” llegó a Montevideo y se ofreció un almuerzo a bordo consistente en: filetes fríos de 105 días y “chateaubriand” trufado de 53 días, todo eso embarcado en Lisboa.” Cambió a partir de entonces la historia de la producción de uno de los bienes tradicionales de la Argentina.
Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Texto extraído de: Barreto, Ana María, “Vida cotidiana. Aspectos del comer y beber en tiempos de Urquiza (1850-1870)”, Editorial Dunken, 2010
La tradición oral es una fuente de datos que un investigador no puede desechar y que muchas veces sirvió para explicar, desentrañar, comprender algunos aspectos de nuestro pasado.
Es por ello que vamos utilizarla para conocer el origen del sobrenombre que acompañó a Julio Argentino Roca durante toda su vida y del personaje que se lo impuso.
Generación tras generación se ha mantenido oralmente una anécdota que hemos decidido transcribirla para que no se pierda o se deforme.
El General Julio Argentino Roca llegó a la Presidencia de la República en el año 1880 por primera vez y repitió el cargo entre 1898 y 1904, estructurando desde la primera magistratura una régimen que perduró a través del tiempo, convirtiéndose en el Jefe indiscutido de la política argentina hasta su muerte.
La Generación del 80, que se conformó y aglutinó a su alrededor, desarrolló un proyecto político de largo alcance, que logró alcanzarlos debido a la presencia y peso de su conductor y líder y de una formación homogénea de sus integrantes, muchos de ellos hijos del Colegio del Uruguay.
Podemos decir que Roca durante cuarenta años manejó la política de nuestro país. Postuló Gobernadores, presionó sobre legisladores y ministros, puso y sacó presidentes, ocupando como vimos, dos veces el sillón que erróneamente llamamos de “Rivadavia”, cuando en realidad deberíamos denominar de “Urquiza”.
¿Cómo pudo mantenerse durante tanto tiempo en la cresta de la ola? El periódico «El Mosquito», de carácter satírico-político, siempre representó en los dibujos a Julio A. Roca como un Zorro. ¿Porqué este sobrenombre? Porque para el común de la gente el zorro es sinónimo de astucia, de picardía, de habilidad, de sagacidad, de engaño, de intriga, de hipocresía y de sutileza. Incluso a todos estos calificativos juntos se les llamo “zorrerías”.
Pero ¿quién le impuso a Roca este apodo? Según una vieja tradición oral que se conserva en el Histórico Colegio del Uruguay, afirma que surgió de la manera que pasamos a contar.
El joven Julio Argentino Roca, tucumano, fue becado por el General Urquiza y alojado en el internado que funcionaba en el establecimiento. A los estudiantes internos se les permitía salir del Colegio a pasear y visitar amigos pero debían indefectiblemente regresar antes de las 21 horas al instituto, ya que hacerlo con posterioridad era motivo de severas sanciones. Una noche, el alumno Roca, regresó después de dicho horario y se encontró con la puerta del establecimiento cerrada.
El tucumano golpeó reiteradamente el gran portal y el Sereno, entreabriendo el mismo, le informó que no lo podía dejar entrar, reprochándole la gravedad que significaba el retardo. Además Roca sabía que debía quedarse a la intemperie toda la noche o molestar a la familia de amigo externo y además, soportar al día siguiente, la severa reprimenda de las autoridades y la posibilidad cierta de perder la beca.
Ante la desesperación sacó de un bolsillo una moneda de oro y mostrándosela al Sereno le dijo que se la entregaría a cambio de que le permitiera el acceso. Andrés Trucco, alias “Vizcacha”, portero-sereno del establecimiento, después de meditar un momento el ofrecimiento, tomó la moneda y lo dejó entrar al Colegio.
Una vez en el interior, el joven Roca tocándose la cabeza, le dice a “Vizcacha” que se había olvidado el “chambergo” (sombrero) sobre uno de los bancos de mármol que antiguamente se encontraban en la vereda, a cada lado de la puerta principal, pidiéndole que se lo alcance.
Cuando el Sereno salió al exterior del establecimiento, Julio Argentino Roca cerró inmediatamente la pesada puerta, exigiéndole para abrirla, la devolución de la moneda que hacía un momento le había entregado, ya que de lo contrario quedaría afuera, debiendo atenerse a la sanción y quizás despedido, por estar en la calle durante el horario de trabajo, habiendo dejado a los alumnos completamente solos por la noche.
“Vizcacha” le devolvió la moneda y Roca le permitió pasar al interior del establecimiento y fue en ese momento que Andrés Trucco lo bautizó, diciéndole “Eres un Zorro”, mote que le quedó para toda la vida.
Pero a manera de epílogo, cuenta la tradición, que este celador, ordenanza y sereno del Colegio del Uruguay llegó a venerar tanto el establecimiento donde trabajó toda una vida, que antes de morir, decidió donar su esqueleto al Colegio.
La transmisión oral sostiene que el esqueleto que se encuentra en la Sala de Ciencias Biológicas, en el primer piso del viejo Instituto, es el de “Vizcacha”, que siguió ofreciendo a miles de jóvenes sus servicios aún después de muerto. Realmente una entrega total y desinteresada hacia el Colegio.
Estos dos hechos, el sobrenombre de “Zorro” a Julio Argentino Roca y el Esqueleto de “Vizcacha” son anécdotas que la tradición oral ha mantenido a través del tiempo.
Edición: Civetta, maría Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Texto extraído de: Argachá, Celomar, “Colegio del Uruguay Justo José de Urquiza”, 2006
En Concepción del Uruguay existe un paraje que lleva el nombre de Salamanca. Se halla ubicado al norte de la ciudad, junto a las altas barrancas pedregosas del límite entre el arroyo Molino y el riacho Itapé, sobre cuyas alturas se encuentran hoy los restos del paseo público llamado Parque “Costanera Norte”. Desde allí, antiguamente, se podía contemplar el riacho Itapé que corre a sus pies y, en frente, dentro de la costa vecina, cuando las aguas del río permanecen normales, se observa una extensa laguna que tiene una única salida al río. De esta abertura de la laguna y de la fama nefasta de las aguas que bordean las orillas de la Salamanca, donde desde tiempo inmemorial registra la memoria año a año un elevado número de personas que desaparecieron misteriosamente entre sus aguas, se refiere la leyenda creada en torno del “U-Porá” fantasma del agua llamado “Mheribé”.
Narra la tradición que por los días precolombinos en que los Minuanes poblaban sus orillas sus orillas, en la cueva que existe aún al borde de las barrancas, vivía solitaria una vieja india que en concubinato con “Añá”, el diablo, había engendrado una hija hermosísima, de radiante belleza, que despertaba la admiración en muchas leguas a la redonda.
En las inmediaciones, moraba la toldería del Cacique Mheribé, joven y gallardo jefe de una tribu de Minuanes, el cual se enamoró perdidamente de la bella joven y esta correspondía a su pasión; pero la madre se opuso a los amores de su hija con el cacique, sin dar el motivo de sus designios.
Enardecido por la oposición materna, el cacique Mheribé propuso huir a su amada, y una noche cálida y serena, en la que la luna bañaba de luz fulgurante la soledad del monte, las aguas mansas del Itapé se agitaron al paso de la piragua que la mano de Mheribé se encaminó a la costa. La luminosidad selvática destacó pronto la silueta semi desnuda de la joven que se internó sin vacilar en la corriente, y cuando se disponía ya a trepar sobre la borda de la embarcación, cuando un grito paralizó sus movimientos. Con el rostro desencajado por la ira, desde lo alto de la barranca, la madre le ordenaba detenerse, en tanto que en la diestra agitaba una gran rama encendida, cuyas ramas violetas y rojas despedían espeso humo azufrado.
La joven permaneció inmovilizada por el terror, contemplando atónita a su madre que blandía sin cesar de un lado para otro la antorcha fatídica, mientras pronunciaba palabras ininteligibles. Mheribé se arrojó al agua y en pocas brazadas alcanzó los anegadizos de la isla de enfrente. Se Internó en la maleza y se ocultó entre los carrizales de la laguna que existía allí, bajo la penumbra de un sauce. Entonces la laguna no tenía comunicación con el río. Voló un ñacurutú (especie de búho) y se posó en una rama del sauce que protegía a Mheribé y un indio viejo que próximo a él pescaba anguilas observó horrorizado que una neblina o humo azulado envolvía el cuerpo del cacique dormido y que sus piernas se unían para formar una masa barcina y que los pies tomaban la forma de la cola de un pez. Los brazos, con los dedos de las manos pegados, se transformaron en aletas y los cabellos se convirtieron en escamas. Los párpados se plegaron ocultando sus ojos para siempre y el rostro deforme se alargó. Y aquel monstruo que no era hombre ni pez, se arrastró penosamente por el fango hasta el borde de la laguna y se hundió en sus aguas.
Agrega la leyenda que la bruja india castigó a Mheribé a desear perpetuamente a su hija y a vivir eternamente, dentro de una envoltura incorpórea, invisible a los ojos humanos, para que si alguna vez su hija se encontraba junto a él, ignorase su presencia. Y lo condenó también a permanecer encerrado en aquella laguna; pero Mheribé convertido en fantasma invisible, de tanto aletear sobre el fango en busca de una salida para acercarse a la vivienda de la joven, abrió un boquete que lo ensanchó hasta unirse con el río, tal como lo vemos ahora.
Desde entonces Mheribé, transformado en “U-Porá” (fantasma del agua), ciego, arrastra al fondo del río a los bañistas solitarios que halla a su paso con la esperanza vana de encontrar en alguno de ellos a su amada.
Y cuando en las noches apacibles, en las cercanías de la cueva, un aletazo sacude las aguas del río ye repercute en la quietud del boscaje, se dice que es Mheribé que vaga en busca de su perdido amor…
Tal es la leyenda de la Salamanca; que agrega una pincelada mística al encanto natural del paisaje agreste.
Edición: Civetta, marías Virginia y Ratto, Carlos Ignacio, Texto extraído de Boschetti, Luis (Recopilador), “La leyenda de la Salamanca”, Diario “La calle” 20 de enero de 1985
Don Pablo Schvartzman, en un folleto que hace la Dirección de Cultura local, para el aniversario de la instalación de las oficinas de correo en nuestra ciudad nos cuenta:
“A principios del siglo XVIII (1700), no existía prácticamente ninguna población en toda la costa entrerriana del río Uruguay. Nuestra ciudad, fundada por Don Tomas de Rocamora el 25 de junio de 1783, fue según algunos historiadores, la ciudad más importante de la provincia ya q sobresalía a Paraná en más de quinientos habitantes.
No es de extrañar, entonces, que desde sus comienzos Concepción del Uruguay constituyera un centro postal destacado y notable nudo de comunicaciones de lo que entonces se denominaba “Correo del Uruguay”. Este tuvo su origen en las gestiones de Don Francisco de Albín, comandante militar de Las Víboras, en 1792, en el sentido de continuar la ruta de Colonia Sacramento hasta Paysandú y Concepción del Uruguay, para vincular a estos puntos en forma directa con los pueblos de las Misiones. Bernardo de Garmendia gestiono en 1793 el establecimiento de postas en los tres puntos citados (Colonia, Paysandú y Concepción del Uruguay), proyecto que demoro en ser llevado a la práctica, principalmente por la rivalidad existente entre los administradores de correos de Buenos Aires y Montevideo. Finalmente los directores generales de Madrid resolvieron en 1799 desligar totalmente ambas administraciones y agregar a la de Montevideo todas “las estafetas y postas de la Banda Oriental del Rio de La Plata, así como las establecidas en Entre Ríos, hasta Gualeguay y Yerua, que forman parte de la carrera del Rio Uruguay”.
El 2 de mayo de 1801 se dio comienzo a este servicio con un correo quincenal. Se partía desde Colonia y pasando por Las Víboras, Espinillo, Santo Domingo, Soriano, Mercedes, se llegaba a Paysandú, continuando a Concepción del Uruguay y de aquí a Gualeguaychú y Gualeguay, el recorrido sumaba un total de ciento siete leguas.
Se prolongó luego la carrera hacia el norte, desde Concepción del Uruguay, hasta Salto Chico (Concordia) y desde allí hasta el primer pueblo nombrado Yapeyú en las Misiones. Modificando este primer proyecto, se aprobó el itinerario de 4 de febrero de 1804 y se ubicaron definitivamente la posta con algunas diferencias.
Según un informe de la época, el despacho de correos por la nueva Carrera del Uruguay podía llegar a los pueblos más retirados en solo diez días y con una cortedad y brevedad que se asombrarían hasta en Europa.
Desde 1801 se desempeñaba como administrador de correos en Concepción del Uruguay don José Miguel Díaz Vélez, quien tuvo una marcada influencia en el Cabildo Abierto del 8 de junio de 1810 que resolvió la adhesión de nuestra ciudad a los postulados de la Revolución de Mayo, pasando así a ser la primera del Virreinato en apoyar la gesta porteña.
Las autoridades revolucionarias dispusieron, con fecha 26 de agosto de 1810, que la correspondencia de Buenos Aires se dirigiera ahora a Santa Fe, desde donde se remitiría al comandante militar de Entre Ríos para su debido curso, y se especificaba que la misma debía ir en bolsa de badana, a efectos de evitar su posible deterioro. Hay que recordar que Montevideo continuaba siendo sede de las autoridades realistas, por lo cual esta variación del trayecto tenía su razón de ser.
Con fecha 15 de setiembre de 1810, Díaz Vélez dispone una nueva ruta postal entre Paraná y Concepción del Uruguay, pasando por Gualeguaychú, Gualeguay, Nogoyá y pueblos intermedios.
Conformada la República de Entre Ríos, el general Francisco Ramírez dicto los reglamentos que debían regir la nueva entidad política, estableciendo diversas normas vinculadas con las postas y correos.
No obstante, le correspondería al gobernador Lucio Mansilla, después de la muerte de Ramírez y la desaparición de la República Entrerriana, el mérito de haber dado una organización mucho más completa a los correos y postas provinciales. El 22 de enero de 1823 se designa administrador de correos a Don Diego de Miranda, quien desempeño sus tareas hasta 1850. Varios historiadores se han ocupado de la figura de Don Diego, al que se menciona como un funcionario “patriarcal” que llenaba su cometido con verdadera abnegación. De él se relatan algunos hechos notables como, por ejemplo, el que destaca que, ante serias dificultades económicas de la provincia, Don Diego ofreció servir al Estado gratuitamente.
Cuando Urquiza se hace cargo del gobierno demuestra también su preocupación por las comunicaciones en el territorio provincial y se logra así una mayor regularidad en los servicios de correos.
A pesar que la provincia se vio envuelta en frecuentes luchas en esa época, el gobierno se mostró respetuoso de la correspondencia, aun de la enviada desde puntos controlados por el enemigo, y en una contestación de 1848, el gobernador declara expresamente que no hay inconveniente alguno en que se admita correspondencia que trajesen los buques procedentes de puertos enemigos y que la revolución del 7 de diciembre de 1847 está destinada únicamente a prohibir el comercio con esos puertos.
Los años pasaron, creció la población y correlativamente la importancia postal, de manera que la creación de las actuales oficinas locales se considera establecida con fecha 22 de abril de 1861.
El relato oral ubica el primer correo en Bulevar Yrigoyen y Maipú. Después de esta ubicación el correo tuvo varios emplazamientos, hasta que en 1890, el gobierno nacional adquiere el edificio que ocupa actualmente, a Dolores Costa de Urquiza. El presidente de nuestro país era Juárez Celman, quien después de una cordial sobremesa con Dolores Costa, convino el negocio. Es interesante este dato, cuando el presidente de la República, Doctor Miguel Juárez Celman visitó nuestra ciudad, con motivo de la inauguración del muelle “Nacional” o “exterior” (1887), se alojo en esta residencia.
Entre los diferentes lugares dónde funcionó el correo, podemos citar la casa de la familia Cousillas (Alberdi, entre 3 de febrero y España), hasta 1899, para esa fecha se traslada a la casa de la familia Balestrini (Conocida luego como la mansión Magasanik, actual Cablevisión), funcionando en calle 3 de Febrero casi Ereño; allí funciona hasta 1902, trasladándose en 1903 a la casa del poeta Victoriano Montes (3 de Febrero y San Martín, esquina suroeste), hasta que en 1919 se traslada definitivamente a la ex-casa de Urquiza.
Fuentes: Schvartzman, Pablo, Folleto aniversario del correo (1991); Rousseaux, Andrés “Mansión Balestrini-Magasanik”, Concepción del Uruguay, Edificios con Historia, Tomo III y Mallea, Lorenza, Recopilación de historia (1983)
Un personaje que existió y acompaño a la ciudad, Concepción del Uruguay, en los años de mucha guerra y revolución en Entre Ríos.
Era un italiano que trabajo en los talleres del Palacio San José, con Cataldi como oficial.
Fue un hombre especial, decidor y bromista, buen comedor y no mal bebedor, fue un gaucho en las partidas de truco o la taba.
Conocido por el Gral. Urquiza, al retirarse de los talleres donde trabajaba, este le obsequia el grado de Capitán de Infantería, sin darle mando de fuerzas y le regala una larga y pesada espada que lo distinguía de todos. Esto lo hizo merecedor del nombre CAPITAN ESPADON.
Sobresalió por su espada que lucía con mucho orgullo, pero era muy difícil manejarla. Tal es la anécdota que quedo. Un día perdió una apuesta pues su espada era tan grande, que no pudo sacarla de la vaina en tres tiempos.
Al pasar por las calles de la ciudad, la gente se burlaba de él, diciéndole:
“Larga como esperanza de pobre”
“¡Virgen y Mártir!”
“La del Capitán Bernardo, ni corta ni pincha”
Pero el Capitán Espadón, solo respondía retorciendo su largo bigote.
“ya verán cuando llegue el momento si sabe cortar y pinchar a los que se pongan a su alcance”
Y dando un “VIVA EL GRAL. URQUIZA”, a quien admiraba, se retiraba del lugar.
Al llegar el 11 de abril de 1870, la muerte de Urquiza, hizo que Entre Ríos se levantó en armas, para defender la autonomía ultrajada por las fuerzas de la Nación.
Fue una lucha desigual, los entrerrianos eran apenas 12000 hombres mal armados y mal vestidos contra el poder nacional.
Por otro lado “los colorados” las fuerzas nacionales dominaban las principales ciudades y los soldados entrerrianos al mando de López Jordán paseaban sus banderas de uno a otro extremo de la provincia.
López Jordán, mando soldados que tomaran las ciudades de Gualeguaychú y Gualeguay y él se dedicó a Concepción del Uruguay, fue el 12 de julio de 1870.
El colegio del Uruguay había sido tomado por Ortiz dos meses antes y fue un punto de defensa de la ciudad y Legislatura. Pero Ortiz herido, los principales oficiales habían muerto, los pocos soldados ya quedaban con pocas fuerzas.
En ese momento aparece sobre uno de los parapetos, el Capitán, cargando un fusil y desafiando a las tropas que atacaban. El defendía lo que Urquiza nos había dejado.
Por cada tiro que tiraba, gritaba “¡Viva el Gral. Urquiza!”.
Si era el Capitán Espadón que se revelaba como héroe en ese momento, pagando la deuda que creía tener con el Gral. Urquiza.
Todas las bromas que había recibido se tornaron en admiración y respeto en ese momento. Y fue ese momento su final, un disparo que llego desde el cantón del Club (Club Social) le dio en el pecho. El Capitán siguió su lucha hasta que recibió otro disparo en la frente. Nunca dejo de gritar ¡Viva el Gral. Urquiza!.
Su cadáver se juntó a los de otros que habían caído y fueron depositados en la fosa común del Cementerio del Uruguay.
Fuente: Diario La Calle, agosto de 1974, Resumen de la revista “Fulguraciones y Eclipses” de Manuel Ugarteche
Educación en el recuerdo: Las “escuelas particulares” de principio del S XX
Ya nos hemos referido al Colegio del Uruguay, Justo José de Urquiza, Escuela Normal Mariano Moreno, Escuelas Primarias, Urquiza, Avellaneda, Viamonte, entre las más importantes de la ciudad. Pero en una época no muy lejana existieron en la ciudad otras escuelas, conocidas como “Escuelas particulares”, que ya no están y a las que nos referiremos en este artículo. (Las fotos, son ilustrativas)
“Escuela Escudero”
Estaba ubicada en calle Alberto Carosini 124, (antes calle Santa Fe). Su directora fue la Srta. Justa Escudero y las maestras sus hermanas Felisa y Eufrasia.
El horario era de 7 a 11 y 14 a 18 horas, de lunes a sábado. Muchos alumnos asistían y las aulas se dividían para diferentes grados.
Casi todos los alumnos asistíamos solamente durante las vacaciones, cuenta Gregorio Troncoso Roselli en su libro “Evocaciones a la distancia”, siendo un remedio eficaz para “Sacarnos de la calle” durante esos períodos. Otros niños, rezagados o bien de mala conducta en las escuelas fiscales, eran remitidos allí para confeccionar sus deberes bajo la férreo control de las señoritas Escudero. Cuando un chico tenía problemas, bien de aprendizaje o bien de conducta, se lo solía corregir bajo la amenaza de “¡Te mandaré a la escuela de Escudero!”
La escuelita constaba de una sola sala, con una ventana a la calle, piso de ladrillos cuadrados y techo de paja debajo del zinc exterior. Cada maestra atendía un grupo de alumnos clasificados según el adelanto o capacidad.
Los asientos eran heterogéneos: algunos pupitres viejos pero conservados, con rayaduras e iniciales marcadas con cortaplumas. Además había mesitas largas con sillas paja. El amplio pizarrón solo era empleado en las clases colectivas, que eran pocas. Se trabajaba desde la entrada hasta la salida; según fuera la conducta y aplicación, había uno o dos recreos. A veces estos dependían de la voluntad de la Srta. Felisa, quien estaba a cargo de los alumnos. Las tres maestras usaban punteros de caña de bambú o de varas de mimbre, para señalar el número o la sílaba en el pizarrón o “para descargarlos a totas y a locas sobre nosotros, con los ojos cerrados para ser más justas”.
Las clases se desarrollaban por lo común de la siguiente manera, matemáticas, con varias cuentas surtidas, luego se resolvían problemas por pasos ordenados. Después venía la clase de lectura, alternada con dictado, mientras los más pequeños realizaban una copia o estudiaban las tablas.
Por último se daban las lecciones recitadas de memoria. Las composiciones se incluían en los deberes para la casa. Esto era lo normal, pero a veces por “desatender o por mala conducta nos caían temibles penitencias: Veinticinco divisiones con prueba; repetir cien veces, por escrito oraciones educativas como, “No debo hablar en clase”; “Debo atender a mi maestra”; “debo portarme bien”; esto era el medio didáctico aún en las escuelas fiscales de época, pero la escuelita Escudero tenía también sus ratos amenos, la válvula de escape, para la actividad necesaria a tanta rigidez: los recreos y las salidas esporádicas que conseguíamos para ir al “servicio”, fingiendo suma necesidad”.
El patio para el recreo era todo el solar, con canteros cubiertos de plantas de jardín y árboles frutales, diseminados por el predio sin simetría, había higueras, perales, ciruelos, damascos, durazneros, nísperos y el infaltable granado, “todo un paraíso para nosotros en la época de la fruta”
Aun se recuerdan algunas anécdotas. Los alumnos el 25 de mayo, se presentaban al alba, las aulas se iluminaban con velas, de ahí marchaban a Plaza Ramírez para cantar el Himno a la salida del sol, luego tomaban chocolate caliente y masas en el “Foyer” del magnífico y desaparecido Teatro 1 de Mayo.
Otra: bajo la glorieta del patio de la escuela se ubicaba una gran olla de hierro, los alumnos se ubicaban a su alrededor en los recreos.
Las tres maestras tenían un perro gordo y regalón, que dormía en el corredor camino a las aulas. Los niños debían tener cuidado al pasar por que si lo despertaban era falta para la libreta.
Las señoritas Escudero, enseñaron hasta que les dio la vista y la estabilidad. En sus últimos años vivían de una mezquina pensión oficial por haber enseñado honrada y tenazmente durante más de cuarenta años.
“Escuela de Selay”
Ubicada en calles Alberdi y 21 de Noviembre. La Directora Srta. Selay, que fue maestra consejera y amiga, conservo su salud y cerro las aulas.
Esta escuelita gozaba de renombre en la ciudad, Allí asistían los alumnos del barrio y generalmente los que debían rendir examen de selección para ingresar al Colegio Nacional o a la Escuela Normal o bien los aplazados en los mencionados establecimientos.
En aquel entonces no se hablaba de jubilación, pensión, Reconocimiento de servicio. El maestro se daba a la patria, la familia y la niñez hasta terminar su labor, momento este que pasaba al olvido.
“Escuela Ingresada”
Debemos hacer constar la existencia de la “Escuela de Niñas”, cuyo ingreso a la N°1 (Nicolás Avellaneda), dispuso la autoridad escolar, al establecerla “Mixta”.
Esta escuela funciono en Artigas 182, fue su Directora Aurelia Tibiletti, hermana de ex rector del Colegio del Uruguay Justo José de Urquiza, Dr. Eduardo Tibiletti.
“Escuela Udrizar”
Fundada en 1928, por María Dolores Udrizard, para niñas y mujeres jóvenes. La llamo “Técnica del hogar”.
Ubicada en Congreso de Tucumán y 8 de junio. Se enseñaba hilados, telares, corte y confección, lencería y bordados. Tenía 1º,2º y 3º grado con tres maestras. Desfilaron millares de alumnas por esta escuela.
“Escuela de Lola”
Ubicada en la esquina de Colón (Hoy Eva perón) y 8 de Junio, funcionó otra escuela a que se la llamaba “Escuela de Lola” por el nombre de su maestra, “Lola” Osuna. A esta escuelita concurrían más de 20 chicos de distintos grados, y, “hasta analfabetos”.
Diariamente, al entrar a clases, todos los alumnos debían repetir, al unísono, las tablas de multiplicar desde las del 2 hasta la del 12, “cuando perdíamos el compás, la señorita Lola con golpes isócronos dados con el puntero sobre la mesa, nos hacía retomar el ritmo”.
El patio de recreo de la escuelita era reducido, con piso de ladrillos rodeados de macetas o tarros con plantas.
La señorita Lola era morocha, alta con leves huellas de viruela en su rostro. Sus cabellos eran, todavía, negros y su rostro expresaba una serena bondad. Gozaba de fama de buena maestra y “nunca faltaban una veintena de alumnos que colmaban la pequeña sala de clase”
“Escuela de Rodríguez Cortés”
Otra escuela reconocida era la de las señoritas Rodríguez Cortés, en la esquina de 25 de Mayo y Artusi (en ese entonces Uruguay) La casa tenía techo a dos aguas y daba a la calle, “en lejanos tiempos funcionó allí la escuelita de Urquijo, según oí mencionar”.
Todas las señoritas Rodríguez Cortés eran maestras diplomadas. “La señorita Antonia, ya jubilada, ejerce sus tareas en una escuela hogar, hasta hace unos años las señoritas Mercedes y María desempeñaban cargos docentes en escuelas de la ciudad y, la Srta. Ana, que no ejercía la educación oficial era la encargada de la escuelita privada”.
La enseñanza era metódica y racional como las que impartían las maestras normales. Los alumnos eran agrupados por grado o capacidad y las clases eran simultáneas, dentro de lo posible. Ahí la disciplina no era ni rígida ni forzada, todos “nos portábamos bien”. En esta escuela, a la que concurrían alumnos de ambos sexos, no se usaban ni puntero ni caña ni palmetas.
El patio de recreo era fresco y sombreado y estaba rodeado de plantas, como casi todos los de la época. En el otro patio se encontraban árboles frutales, la señorita Ana solía obsequiar a sus alumnos con damascos, duraznos y ciruelas extraídos de esa quinta.
“En mis viajes a Uruguay, cuenta el autor, suelo verlas sentadas en el porche de la moderna casa que sustituyó a la anterior y me pregunto a veces ¿Por qué no me he acercado a estrecharles la mano o a besárselas cumplidamente ya que ellas merecen tal actitud?”
Bibliografía: Abescat, Francisco, “La Ciudad de Nuestra Señora de la Concepción del Uruguay” y Troncoso Roselli, Gregorio, “Evocaciones a la distancia, recuerdos de Concepción del Uruguay”
EN MEDIO DEL RIO (1839)
En el libro “Doce argentinos”, publicado en 1945, cuenta Octavio R. Amadeo que después de la batalla de Cagancha, que tuvo lugar el 29 de diciembre de 1839 con la derrota de las fuerzas entrerrianas, para cruzar el rio Uruguay de regreso a nuestra provincia Urquiza – que no sabía nadar- se arrojó a las aguas con su caballo por el paso de Paysandú pero las turbulencias del Uruguay hizo que perdiera su cabalgadura. Al ver esa situación, González va en su ayuda exclamando “Compañeros, salvar a nuestro general o perecer con él!”. El general fue metido por “su compadre Góngora”, alias de Miguel Gerónimo González, en una pelota de cuero, atada a una cuerda que mordía el nadador y así fue salvado.
Dice Amadeo que ya en el medio del río, Góngora – que seguramente se permitía algunas familiaridades que Urquiza no le toleraba a cualquiera – le dijo:
– Aura enójate, vos que sos tan malo…
Urquiza fue llevado por González hasta la isla Almirón y luego fue lleva a la costa entrerriana en una canoa de los isleños
Tiempo después, el gobierno de la provincia otorgo al ya capitán Miguel Gerónimo González una medalla de oro “recompensando su heroísmo al salvar la vida del Gral. Urquiza después de Cagancha” y una pensión vitalicia de seiscientos pesos anuales, de la que gozó hasta su muerte en 1869.
Texto extraído del libro de Schvartzman, Pablo “Entre Ríos en anécdotas”, tercera serie, 1997.
Pelota de cuero: elemento usado por los naturales para cruzar el rio. La fabricaban con un cuero de vaca, la que se tomaba por las cuatro puntas, y en el lugar que queda en medio se pone el recado de montar y luego la persona, sentado sobre sus pies. De una de las esquinas de la pelota prenden una cuerda, y un mozo se echa a nadar con suavidad, tirando de la embarcación mediante aquella cuerda que prendió con los dientes.
El cuadro: En la sala del villar del Palacio San José, se encuentra el retrato de Miguel Gerónimo González, que realizara Juan Manuel Blanes, después que fuera condecorado por la provincia de Entre Ríos.
¿Quién fue Miguel Gerónimo González?
Fue uno de los vecinos del Arroyo de la Leche que entre julio y septiembre de 1857 condujo a los inmigrantes alpinos desembarcados en la calera Espiro, y los bártulos que trajeron de Europa hasta las concesiones trazadas por el ingeniero Carlos Sourigues en la Estancia Perucho Berna. Miguel G. González a quien todos llamaban Góngora nació en momentos de convulsión revolucionaria, en los días del inicio de la Patria, el 29 de septiembre de 1811, en el hogar formado en el Arroyo de la China por Gregorio González y Feliciana Martínez.
Fue bautizado por el antiguo cura y resuelto patriota del Arroyo de la China, capellán del Oratorio San Josef del Arroyo Urquiza, Padre Josef Basilio López (cuñado de Agustín Urdinarrain e Ignacio Sagastume).
Se afincó hacia 1825 en la zona del Arroyo de la Leche. Formó su familia con Rufina Giménez con la tuvo dos hijos varones y cuatro mujeres. Eustaquio en 1827, soldado, Clotilde, en 1830, Petrona, en 1836, Victoria, en el año 1842 y Justa González en 1847 (seguramente en homenaje y reconocimiento a don Justo Urquiza), y en 1837, don Dalmiro. Este fue el hijo que la familia envió a la Escuela y por eso, ya adulto, veló por los intereses comunes cuando debieron defender la heredad del arroyo de la Leche, o hacer asentar el fallecimiento de la madre, viuda de Góngora, en el Registro Civil de Colón.
Dalmiro concurrió a la llamada Escuela del Pelado, que desde la década de 1840 funcionó en el sur del actual departamento Colón bajo la dirección de distintos preceptores, entre los que se destacó el hermano del autor de El Temple Argentino, Marcos Sastre, el maestro don Mateo Sastre. Esa escuela, construida con maderas de las islas cercanas en 1848, con la fiscalización del Capitán Juan Ylario Benítez, comenzó a funcionar 15 años antes que cualquier otra de la Colonia y Colón, claro está. Y eso que no es la más antigua del actual departamento.
Miguel Gerónimo González comenzó la carrera militar como Alférez en las campañas a la Banda Oriental, ascendió Teniente en los bañados correntinos y llegó a Capitán. Siempre en la División de la Caballería Entrerriana a las inmediatas órdenes del General Urquiza.
La Estancia en la que vivía se extendía desde la zona de la Escuela Agrotécnica Capitán General Urquiza de Colón hasta el Arroyo de la Leche y con los años vino a ser propiedad de la Municipalidad de Colón.
Eran los vecinos desde los 1830 por el norte el griego Jorge Espiro, por el Este el viejo Capitán Juan Ylario Benítez y el coronel Pedro Torres. Por el oeste Romualdo Alpuy y Máximo Molina. Por el Sur Máximo Molina y Victorio Fernández. En los censos “Góngora” era empadronado como labrador y propietario, contando con dos marcas de ganado. Contaba en la finca con ganado vacuno, yeguarizo, ovino, aves de corral, hortalizas y realizaba algunas siembras.
En 1857 realizó noventa viajes a lo largo del mes de agosto con las dos carretas de su propiedad para instalar a los 530 que habían venido a trabajar la tierra al norte del arroyo de la Leche en la Estancia del General Urquiza, Perucho Berna, bajo la dirección del entonces Comandante Benicio González. El padre de don Lucilo González, que después en la rebelión jordanista, tres lustros más tarde llegó al grado de coronel, coordinó los trabajos de Góngora, Romualdo Alpuy y los otros propietarios criollos que trabajaron en esa tarea fundacional. Se abonaban cuatro reales por viaje.
Miguel González falleció el 30 de noviembre de 1869 y la viuda lo sobrevivió en el campo del Arroyo de la Leche hasta el 30 de agosto de 1878, cuando contaba 70 años de edad, puesto que había nacido en 1808.
Bibliografía: Schvartzman, Pablo, Entre Ríos en anécdotas; Macchi, Manuel, Guía del Palacio San José; www.elentrerios.com y www.cnba.org.ar
Había sucedido en una noche oscura y nebulosa de otoño. Don Esteban en compañía de otro marinero, se encaminaba a tomar la guardia en la Subprefectura; Caminaban por el terraplén de la vía que conduce al puerto y al pasar frente al último farol de kerosene del alumbrado público, sito en la esquina de las calles Córdoba (hoy Estrada) y Ugarteche; vieron debajo del mismo, en el estrechos círculo de sombra, a una mujer con ropas claras, en actitud de espera. Mozos aun, al fin y al cabo, resolvieron saber el motivo de la presencia de aquella mujer a hora intempestiva y vistiendo ropas claras.
-Vamos a ver quién es – le dijo a don Ignacio Suáres, su acompañante, cordobés por más señas.
-Puede ser alguna ánima o “la viuda” que ande apareciendo por este barrio. Mejor es que sigamos, le contesto don Ignacio.
– Yo quiero saber si es cosa de este o del otro mundo.
Me encaminé al farol, seguido de mi compañero, para decirle algún requiebro. ¡Santo Dios! Más vale no lo hubiera hecho. La mujer no tenia cabeza. Parecía que se la habían cortado de un hachazo y le alcance a ver patente el color rojo de la herida. Me quedé helado y se me pusieron los pelos de punta. Cuando di vuelta. Ya don Ignacio estaba como a veinte metros, y seguía alejándose a tranco largo.
-Espéreme, compañero, le grité.
-Confieso que me dejó pasmado la visión a mi también.
-¡Vio don Ignacio; es cosa de no creer!
-No le dije, compañero, que andan saliendo cosas malas por este lugar.
No habíamos caminado tres cuadras cuando la divisamos otra vez, delante de nosotros, al costado de la vía. Pasamos a paso largo y de reojo pude comprobar que era la misma mujer sin cabeza. Don Ignacio se llevó un susto muy grande. El hombre se impresionó muchísimo y eso que no es flojo… Al llegar a la Subprefectura le un soponcio que solía darle cuando era joven y tuvimos que animarlo con agua de azahar.
En boca de don Esteban este episodio adquiría singular interés, porque él sabía modular la voz, imitando la atiplada de don Ignacio y su acento cordobés, ejecutando toda la mímica necesaria. Cruzaba delante nuestro como lo había hecho ante la mujer decapitada y luego de mirar fijamente un punto durante un instante, daba un salto atrás, dándonos así, la cabal impresión de la inexplicable aparición.
También don Esteban solía referirnos “El caso de la viuda” que salía junto al aromo que entonces había entre las calles Posadas y 8 de Junio, en la de Santa Fe. Una noche que debía ir a visitar a un amigo que vivía por esas inmediaciones al pasar delante del árbol, se oyó un ruido extraño, como el crujido de la hojarasca reseca cuando se la pisa. Él, que le habían dicho de esa aparición, apretó el paso, pero el extraño ruido lo seguía de cerquita. Alivianado por el susto, echó a correr, pero el ruido se le acercaba más, hasta que sintió patente que le arañaban la espalda. Me di vuelta, decía y pude ver que una mujer vestida de negro, alta como un fantasma, me llevaba pisando los talones. Así, sin darme tregua, rasguñándome la espalda, me siguió como dos cuadras. Puedo asegurar que corrí como una gama y cuando me dejó en paz, no podía casi, respirar. ¡Dios libre y guarde!
-¿Porque no le hizo frente? Le preguntaba yo.
-No hay que hacer frente a las cosas misteriosas. Si hubiesen sido no digo una, sino dos o tres personas de este mundo, de esos que salen por las noches a asustar a asustar a los nocheriegos, mal la hubiesen pasado. Yo nunca fui flojo, bien se sabe.
Texto extraído de: Troncoso Roselli, Gregorio, “Evocaciones a la distancia (recuerdos de Concepción del Uruguay)”, 1957
Hace algunos años, le pedí al popular QUELO, que seguramente lo recordaran que me escribiera la historia de su murga. Esa línea de hombres que salían a la tardecita a recorrer el barrio Puerto Viejo y la Concepción, acompañados por su familia y alegraban su pasar por las calles del barrio. Hoy encontré ese escrito que hace años hizo para mí. Y rendimos homenaje, a este gran personaje que alegro por muchos años esos carnavales en Plaza Ramírez.
– “Historia y reseña de la Agrupación Murguista más veterana de Concepción del Uruguay”
“Este conjunto se fundó el 18 de febrero de 1960, por un pequeño grupo de muchachos decididos a seguir con la murga, que con el tiempo ha llegado a ser la más veterana y popular.
Se inició como todas las murgas, con poco y nada y luchando contra el tiempo. Solamente en ocho días estábamos en los corsos con “Los Negros Atrás de la Puerta”.
Sin ninguna ayuda oficial, pero si con la cooperación de la gente, que se prestaba para que los corsos resurgieran y por muchos años eso se logró. Y teníamos el mejor corso de la provincia, con ocho a diez murgas y la misma cantidad en el rubro carrozas. Como también la gran cantidad de disfraces como ser los famosos cabezones etc., etc., pero volviendo a lo nuestro en el 60, obtuvimos y festejamos un segundo premio, que nos sirvió de base para seguir con lo que tanto queremos, que es que la gente se divierta y lo pase lo mejor posible.
Como lo dice uno de nuestros versos “llevaremos alegría a los enfermos y reclusos de la cárcel local. Vamos a brindarle nuestro sincero mensaje en nombre del pueblo de Uruguay”.
Que bien nos sentíamos después de haber actuado, no solo lo hacíamos en la cárcel, sino en el Hospital de Ancianos municipal y en el Hogar San Vicente. O donde nos llamaran, allí estábamos con nuestro mensaje de alegría.
Quizás algún día podamos volver a tener, lo que se llamó LA FIESTA DEL PUEBLO, con las mismas ganas que ponían todos tanto los organizadores como los participantes. Todos eran uno, pero volviendo al tema murgas, ya que eran el numero principal debo recordarles también a viejos Directores como Sr. Pedro Rodríguez, El Negro Macamba, El Negro Tareco, Domingo Estremero, Toco Perejil López y muchos más que escapan a mi memoria.
Estos señores tenían grandes dotes de murgueros por eso nuestra trayectoria se hizo popular.
Ninguna murga hasta la fecha ha logrado superar nuestro récord que es de 26 primeros premios y 3 segundos, más uno en la ciudad de Gualeguay, doce corsos de barrios, dos en R.O.U., uno en Colon, uno en Gualeguaychú. Quiero destacar que nuestra Glosa de presentación desde nuestros inicios hasta la fecha fue siempre la misma y era nuestra cábala, mucha gente de la década del 60 o 70 hasta la fecha lo recordara, cuando decíamos:
“Señores es carnaval ya lo anuncia la matraca / estas caras que se tapan
Son caretas de verdad / la nuestra por lo general / mezcla de cal y cemento
Jamás le pusimos un cuento / por querer al disfrazar / ahora los voy a impresionar
Con esta cara que tengo / y con mis murgueros vengo / porque queremos alegrar
A este público les pido / y a todos en general / un fuerte abrazo, si estamos bien
Perdonen si estamos mal”
Lamentablemente este conjunto murguero no vuelva a estar, no quisiéramos retirarnos así, pero si no hay apoyo monetario no se puede. Formar un conjunto acorde al pedido de los últimos Organizadores. Si nos ayudan continuaremos, de lo contrario les dejamos un adiós al carnaval y por ultimo le preguntamos a la gente: ¿ no les gustaría probar de nuevo como eran los corsos de antes? Los verdaderos donde gozaba, reía y bailaba, toda la familia. La palabra la tienen quienes sean los próximos organizadores, pero para conseguirlo hay que empezar con tiempo, no ha último momento.”
De esta manera transcribiendo, el pensamiento del popular QUELO, del Barrio La Concepción, rendimos nuestro homenaje.
Fuente: Manuscrito de Quelo, entregado a Virginia Civetta.
11 de Abril de 1897 – Hoy se cumplen 40 años que me separé, por primera vez de mis padres para ir al Colegio del Uruguay.
(…)
El Rosario y el Colegio del Uruguay
Por aquellos años, 1854 a 1857, se comentaba con marcado interés, en los círculos comerciales de Tucumán, el rápido progreso de la ciudad de Rosario, y entre los padres de familia el comentario versaba con el deseo de conseguir una beca en el Colegio del Uruguay.
En cuanto al progreso del Rosario, era verdaderamente asombroso, pues surgía de la libre navegación de los ríos, decretada por el vencedor de Caseros y a causa de la separación de Buenos Aires, que vino a convertirlo en el puerto principal para el comercio del interior.
(…)
Por lo que respecta al Colegio del Uruguay, su fama se difundía cada día más, pues se trataba de un instituto de internado y educación, todo gratuito: casa, alimentos, asistencia médica, ropa a los que no podían proporcionársela, libros y demás útiles de enseñanza, bajo la dirección del Rector, de tipo ideal e incomparable, Dr. Alberto Larroque, secundado por varios profesores de los sabios franceses emigrados o expulsados con motivo del golpe de Estado de Napoleón III y con un cuidado a los alumnos verdaderamente paternal.
Los padres de familia no tenían que preocuparse sino de sufragar los gastos de viaje, y en cuanto a las becas, las solicitaban al fundador del colegio, general Justo José de Urquiza, que nunca las negaba.
Hacía ya 1 o 2 años que pasaban por Tucumán, en tránsito desde Salta y Jujuy, con destino al Colegio, algunos jóvenes, entre ellos Ventura y Rafael Ruiz de los Llanos, Martín Saravia, Ibarguren, Alvarado, Manuel Escobar y otros.
Cuando yo ingresé al Colegio, en junio de 1857, no había más que dos estudiantes tucumanos: Sandalio González y Julio Argentino Roca, que pertenecía como cadete a la oficialidad de los cuerpos de línea acampados en San José, y estaba cursando los estudios preparatorios y principalmente los de su carrera en la escuela militar adscripta al Colegio.
Este éxodo, esta afluencia de jóvenes hacia el Colegio del Uruguay procedía de todas las provincias, como que fuera de Córdoba ninguna tenía una casa de educación bien organizada para estudios secundarios. El Tucumán, que siempre ha sido de las más adelantadas, no tenía ni siquiera la escuela para la instrucción primaria completa.
Fuente: “Del Tiempo Viejo”, Memorias del Dr. Luis Felipe Aráoz, editado en Tucumán por su sobrina-nieta Carmen del Valle Aráoz de Ezcurra; noviembre 2003, pags. 17, 24, 25 y 26.
Agradecemos al Centro Cultural Urquiza, el la figura de su presidente Hugo Barreto, por ceder para su publicación este texto, elaborado por el Arq. Carlos Canavessi