Carnada humana

Paisaje del río Uruguay, sitio no identificado (Foto ilustrativa)

(Nota: Se ha respetado la grafía del autor)

Hasta medio día no había picado nada. Cuatro líneas tendidas con sus correspondientes alarmas en las estaquitas de álamo, permanecían silenciosas e inmóviles. El Viejo Medrano –afamado pescador del pueblo– esperaba acompañado de su hijo. Pronto algún “llamado” de los peces. En tanto, para abreviar la pausa, resolvieron encender fuego y tomar mate, fiel amigo que invita a la confidencia y allana hasta las más ásperas dificultades. Fue entonces, cuando Medrano rompió el silencio:

– Decime: ¿jue cierto aquello del manguruyú?

– Yo no lo vide, tata; pero Pancho, el pioncito del lechero, me dijo que él estaba el domingo cuando lo sacaron.

– Puede…, pero no ha e’ser del tamaño que cuentan.

– Sin embargo, ricuerde que no hace mucho uste saco ahí mesmo aquel dorao que parecía un gigante. Si no pasaba a los mesmo, nunca se vido…

– Está bien; pero con eso y todo, mira que soy pescador viejo, y lo que es aquí a lo mesmos, nunca se vido bicho de tal tamaño que dicen tenía el manguruyú. ¡Hum! Cincuenta kilos son muchos…-¡Mire, tata! parece que tironea en aquella línea sobre la barranca. Mire ¡otro tirón! – interrumpió Proto.

– ¡No la saques! Tantea primero si güelve a tirar – respondió no del todo convencido Medrano.

Corrieron hacia aquel lugar. Primero llego el hijo, y cuando oprimió la línea, debió esforzarse para no soltarla por el fuerte sacudón que le “quemaba” la mano. Casi de inmediato, un hermoso dorado salto del agua al sentirse enganchado por el anzuelo.

– Venga, tata. Es un dorao machazo. Se me puede dir, apurese…

A tranquitos de zorro porque su edad ya no le permitía correr con derroche de agilidad, Medrano estuvo cerca de Proto. Tomo la línea, dio corrida al dorado; aflojo y repitió por varias veces esta operación, hasta que el bicho se entregó por cansancio y luego de haber luchado vanamente por un rato.

– Vaye, m hijo. Tráigame el bichero que con el apuro no lo truje – afirmo contemplando el hermoso pez.

Ya segura la tan ansiada presa, la colgaron con toda precaución debajo del sauce que estaba en la sombra. En el lomo de un bagre amarillo vivo introdujeron el anzuelo, cuidando no herir de muerte a aquel para que siguiera viviendo en el agua y arrojaron otra vez el doradero. Entonces, el padre volvió a hablar:

– Agarre esa caña m’hijo. Vea de sacar unos cuantos bagrecitos; si sacamos este, no hai de ser el único que ande por acá. Tiene lombrices en ese tarro largo que nos empriestó el linyera. Entretanto, le via revisar las carnadas a las otras liñas, no suceda que se las haigan comio y la piola se esté mojando al ñudo.

– En la bolsa que tenemos en el agua, hay dos o tres boguitas. Si las quiere poner se las alcanzo.

– No, m’hijo; en la liña larga ya tiene un bagre; aquí en el bolsillo, masa. Me gustaría prender una boga que caiga de hambrienta o de curiosa, pa que tu mama nos dé un banquete como gente rica… Que lastima que mi compadre no este! Con la canoa d’el hubiéramos tendió el espinel. De todas maneras, ya p’al asao alcanza vendiendo este bicho.

Transcurrió el resto de la tarde sin haber pescado otra buena presa. Cerrada la oración, Medrano comenzó a limpiar el dorado y concibió casi simultáneamente la idea de regreso. Por su parte, Proto busco un declive de la barranca, mientras su padre recogía en ese momento las últimas líneas, de pronto, un fuerte ruido le llamo la atención. Al cabo, oyó un grito desgarrador del muchacho:

– ¡Tata, tata!

Fue hacia la playa y lo encontró acurrucado sobre el lodo de la orilla, mientras se oprimía la pierna, que sangraba abundantemente.

– ¿Qué tenes, Proto? – fueron sus primeras palabras.

– Me refale, tata. Me caí… las pirañas…, respondió llorando amargamente.

En efecto, el muchacho había caído al agua. Atraídas las pirañas por las carnadas del hilo de la caña, se agruparon y, al hundirse herido por el mismo anzuelo que se le había cavado en el muslo, los peces voraces atacaron. Solo por un milagro pudo salir y tirarse en la costa.

El padre rompió  su propia camisa. Con ella practico  un vendaje, evitando a medias la hemorragia con una torsión más arriba de la herida y comento:

– Bendito sea Dios. Aguante m’hijo; este es el precio que solemos pagar a veces los pescadores, lo que llamamos una “carnada humana”.

Edición: Virginia Civetta y Carlos Ratto. Texto cuento del libro: “De mi Entre Ríos” de José A. Ruiz Moreno

 

 

Mama Ilé, un cuento del pasado

Vista de la ciudad  (Puerto viejo) a principios del siglo XX tomada desde la torre de la Capitanía de Puerto (Foto ilustrativa)

Vamos a charlar de cosas que muchísimos ya ni recuerdan, que otros ni siquiera creerán. Pero vamos a empezar con mojones conocidos, actuales. ¿Le parece bien?

Hoy tenemos varias empresas mortuorias, de pompas fúnebres se decía antes. Una se llama Cevey. Esa misma, hace cincuenta años se llamaba Montiglia; “Montiya” le decíamos.

El “entierro”, cualquier entierro, más los de categoría alta, eran un espectáculo por la pompa, la solemnidad. Los coches en que iba el cuerpo remataban en cúpulas trabajadas y altísimas. De color negro, como las cortinas con rebordes y letras doradas donde se leía el nombre del viajero.

Si el muerto era soltero el coche era blanco, por lo de la pureza, la virginidad, la inocencia. Y las letras, eran plateadas. Alguna vez deberemos dilucidar porqué inocencia y virginidad van juntos en la creencia popular.

La tracción a sangre era más común que la otra y los coches fúnebres llevaban caballos renegridos o blanquísimos, dos, cuatro o seis, según el poder económico en juego.

¿Y quien manejaba semejante coche? No podía ser quien no se metiera entero en su función y solemnidad. Ni quien desentonara en el conjunto apagado y brillante a la vez. Sin luz pero destacado.

El cochero se llamaba Juan Rodríguez. Un negro alto, delgado, elegante, consciente de su importancia.

Casi todos lo llamaban “el negro juan”, pero yo le decía Don juan. ¿Recuerda cómo se vestía para su trabajo? Pantalón y frac negros. Camisa muy blanca, moñito negro. Zapatos del mismo color y sombrero de altísima copa. Guantes blancos.

Cuando el entierro era de muy alto rango, además del cochero iba el acompañante, vestido como él, pero más joven y sin empuñar las riendas en ningún momento. En la mano derecha llevaba una larga fusta que apoyaba en el piso del pescante. Siempre era un hijo de Don juan, pero no siempre el mismo.

El coche de las flores llevaba un cochero igualmente ataviado pero no tan solemne. Ya para el año treinta Don juan tendría unos cuarenta y cinco años y su madre unos setenta. Todavía lavaba ropa ajena y comenzaba a notársele algunas canas, signo de vejez en los negros, que no encanecen a cualquier edad como los otros.

Doña Juana era conversadora y gustaba contar de su infancia y de su juventud. Se había criado en el Palacio San José, según decía y había sido esclava, ésa era su palabra, de una hija del General Urquiza. Claro está, yo le dije muchas veces lo mismo que usted me dice ahora: ¡Pero si la esclavitud desapareció en 1813! Así fue. En los papeles. ¿Pero qué iban a hacer tantos negros analfabetos y sin tierras, sino quedarse donde habían nacido y trabajar para quienes trabajaron sus padres y abuelos?

Ellos sabían que eran libres, que podían irse cuando lo desearan o cuando consiguieran algo mejor, pero mientras tanto allí estaban. Los patrones, a su vez, sabían que ya no eran dueños de la vida de nadie, pero mientras los tenían se olvidaban y disponían de ellos solamente limitados por su conciencia y sentimientos. A veces los regalaban.

Doña Juana comentaba que una hermana de ella dormía a los pies de la cama de la “niña no se cuanto”, he olvidado el nombre. Su deber consistía en atenderla constantemente en lo que pidiera y ordenara. ¡Ah, un detalle! A los pies quería decir donde la cama termina, pero en el suelo. Sin colchón, sin cobijas, como un perro.

En cada habitación había un gran brasero para caldearla en invierno. En sus brasas se calentaban unas planchas de hierro para entibiar las sábanas. Ese trabajo le hacía la negrita antes que su dueña fuera a acostarse. Pero el mal carácter de la joven y su convencimiento de que a ella no debía tocarle ninguna molestia, ni el frío que atacaba a todos, hacía que encontrara mal cuanto hiciera la pobrecilla para darle comodidades.

Una noche muy fría, cuando la “niña” fue a acostarse no encontró las sábanas de su agrado, por lo que retó a la esclava y le mandó calentar bien las planchas, la chica avivó el fuego, las colocó, esperó un rato y planchó la cama.

Pero la otra tiritaba y, ya lo dije, su carácter no era dulce ni comprensivo. Ordenó calentar más las planchas, pero la negrita replicó que se quemarían las sábanas. Entonces la muchacha, envuelta en abrigados vestidos de dormir, avivó el fuego por su propia mano, colocó una plancha hasta que se puso roja y tomándola la aplicó en el pecho de la otra, que apenas tenia un delgado vestido, diciéndole: – ¡Así la quiero! Ahora no te olvidarás de calentar las planchas ni me responderás cuando ordeno algo.

¡Pobre mi hermanal, decía Doña Juana, tuvo toda la vida la marca y un pecho no se le crió.

– ¿Usted conoció, al General Urquiza? – Preguntaba yo.

– ¿Y cómo no lo iba a conocer si vivía en su casa?

– ¡Cuénteme! ¿Cómo era?

– Era enérgico, pero bueno. Si hacía azotar a alguien era con razón. Nunca porque sí.

– ¿A usted la azotaron alguna vez?

– No. Yo me portaba bien.

– ¿Y la quemaron?

– No mi niña. Ya dije que eso pasó solamente con mi hermana que servía a la “niña fulana”.

– Pero si ahora el jefe de policía hace azotar a quien se porta mal, todos diríamos que se abusa. ¿Cómo dice que el General era bueno?

– Eran otros tiempos, mi niña. Así debía ser para que hubiera un poco de orden. Si no se imponía por su severidad para con los infractores seguramente hubiéramos vuelto a las montoneras. Yo no las conocí, pero mi madre y mi abuela contaban cosas terribles.

– ¿Su madre y su abuela vivían en el Palacio, también?

– Mientras el General vivió sí. Después fuimos al barrio negro.

– ¿Su madre y su abuela vivían en el Palacio, también?

– Mientras el General vivió sí. Después fuimos al barrio negro.

– ¿Es que había un barrio negro aquí?

– Así es. En los alrededores de la Escuela Normal, cuando no había escuela. Ese sitio era un bajo, casi un bañado. Alrededor, tirando para el sur más que para otro lado, estaba el barrio negro. Cuando el General fue asesinado ¡pobrecito!, no enseguida claro, sino un tiempo después, nos instalamos en ese barrio y ya no fui más a San josé.

Entonces, charlemos de ese barrio, ¿quiere? Pero usted y yo. Dejemos a Doña Juana la lavandera, a Doña Marcelina la de los yuyos, y a Doña Justa la famosa cocinera. Vayamos a dos generaciones anteriores a ella: Doña Casimira, Ña Blasinda, Manita Carmen, Mamá Ilé. Cada una con su historia propia y familiar y sus especialidades profesionales.

Doña Casimira, planchadora de aquéllas de pecheras de camisas alforzadas y con entredós llegadas de Brujas, de Venecia, de cualquier parte donde las hadas tejieran; de enaguas almidonadas; de volados enormes, anchos, rebuscados, verdaderos paracaídas, si alguna bella se hubiera atrevido a subirse a la azotea para lanzarse desde ahí.

Vista de la ciudad a principios del siglo XX tomada desde la torre de “La Fraternidad” (Foto ilustrativa)

Ña Blasinda, curandera más de palabras y pases mágicos que de infusiones. La que sabia sacar los parásitos cortando hilos que echaba en una tacita con aceite y ajo, donde los hilos nadaban, se apelotonaban, tenían convulsiones y quedaban rígidos, señal de que en los intestinos los verdaderos también estaban muertos; la de brazos como cuna para pasar en cruz sobre el humo de dos ramas de olivo bendito encendido, al bebé “oleado”; que calmaba el dolor de muelas con sólo saber el nombre del sufriente y los males del aparato digestivo tomando el molde del pie en una hoja ancha de tuna calera (ésa que se ponía a la cal de blanqueo para que se adhiriera más a las paredes).

Mamita Carmen, comadrona práctica que sumaba habilidad para ayudar y ancestrales cánticos de su raza, buenos para anestesiar y dar fuerzas a la vez. Pero la famosa entre famosas, la reina del barrio del candombe, la voz de Dios entre ellos, la consulta obligada para cuantos tenían problemas de ahí y algo más lejos, era Mama Ilé.

De vez en cuando un mandadero de una “casa bien” se aparecía por allí y ella era recibida al oscurecer para no poner en evidencia a los “necesitados”.

Unos dicen que su nombre era Madre Luz, otros me han dicho que ése no es nombre, que fue bautizada María Cruz; pero los recuerdos de los descendientes de aquéllos que en ese barrio habitaron coinciden en llamarla Maha Shu o Nlaahe llú o Mama Ilé o algo parecido a ese sonido. ¿A usted cómo se la nombraron?

En su vivienda, a pedido de alguien muy desesperado o muy poderoso, Mama Ilé hacía aparecer al espíritu del bosque de su pueblo, buen espíritu siempre dispuesto ayudar a quien la negra ordenara.

Dejaba constancia de su presencia, cuando, al retirarse y encender las velas para iluminar la habitación donde se hacia el “llamado”, se veían las huellas de sus pisadas en el piso de tierra: dedos y talón pegados, como si las falanges nacieran en él y estuvieran detrás. Es decir, los dedos mirando para el interior de la pieza en las marcas de las pisadas que salían.

Pero esas sesiones eran temibles, porque al espíritu no le gustaba que lo llamaran a menudo y, si se negaba a venir, en su lugar aparecía el Maligno y la desgracia perseguía al causante, no a Mama llé que era solamente intermediaria.

Hubo una noche, mentada noche entre el negrerío, en que la hechicera fue visitada por un joven deseoso de conseguir fortuna y amor con la ayuda del espíritu de las patas al revés. Le habían fracasado las otras brujerías más suaves. La negra aconsejaba desistir, pues se veía a las claras que no estaba señalado para lo que aspiraba. Pero el hombre era violento y soberbio. No deseaba trabajar e implorar ayuda para que le fuera bien, sino fortuna, gran fortuna, de herencia, hallada en excavación o regalada, pero inmediatamente.

Tampoco entendía el rechazo de que era objeto por la mujer elegida. Si no lo aceptaba la obligaría sumiéndola en un estado psíquico especial por otros medios.

La negra le tenía miedo. Era poderoso en familia y en color. Había amenazado a la negra y al barrio. Se concertó la cita.

Los negros habían sido avisados por Mama Ilé para que se recogieran temprano, rezaran mucho a quien tuvieran fe y no salieran por más tumulto que escucharan.

Las Mallas del Viaje”, libro del cual fue extraída esta historia

Llegó el osado al rancho y pasó a la pieza del “llamado”. Vacía. Con una fogata pequeña en el centro. Mirando al norte la negra; con objetos mágicos en su cuello y manos. Mirando a la negra, fogata por medio, el interesado.

Comenzó el llamado, cantado en el idioma de su tribu (nación le decían), cada vez más alto y con el nombre del llamador intercalado.

De pronto la negra calla. La fogata se agiganta de golpe. Se oye una carcajada feroz y junto al fuego se ve un ser mitad hombre, mitad macho cabrío, mirando fijamente al joven.

La negra, ducha en apariciones, trazó rápidamente un círculo para encerrar el fuego y el recién llegado y colocarse fuera de él.

Lo trazó en el suelo con una vara que para ese menester tenía desde que se inició en la actividad brujeril. Pero el círculo debía ser perfecto y al hacerlo encerró en él al interesado.

Este lanzó un grito que tuvo aterrorizados a los negros durante un año, pues decían oírlo cada vez que cambiaba la luna y cada viernes a la medianoche.

Después de ese alarido atroz salió corriendo del rancho y por mucho tiempo no supieron de él.

Lo encontraron en la costa del Gualeguay. No parecía el mismo. La cara, la ropa, la mirada. Todo distinto. Había perdido la razón.

Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Texto: Mallea, Lorenza y Calivari, Coty, “Las Mallas del Viaje”, Ediciones “El Mirador”, 1982

 

 

 

La familia y la sociedad en los comienzos de la villa

Danza y vestuario de principios del S. XIX (Imagen ilustrativa)

Tres años después de fundada la villa de Concepción de Uruguay, el alcalde Juan del Mármol, en un memorial elevado al gobernador intendente de Buenos Aires, expresaba que, a su juicio, había en esos momentos, más de 200 familias instaladas en el Partido del Arroyo de la China.

Pero, si tenemos en cuenta que en estos recuentos no se incluían a peones y “agregados” (criollos o indígenas), ni tampoco a los esclavos, es lícito concluir que la población total del Partido debía ser considerablemente superior a las cifras consignadas.

La precedente afirmación no es aventurada, puesto que los padrones confeccionados en 1803 por el cura párroco de la Villa, arrojaron un total de 497 familias para el Partido del Arroyo de la China; incluidas, por supuesto, las 244 radicadas en la villa de Concepción del Uruguay. Los datos registrados
en el mencionado censo determinaron, también, la existencia de 4.211 habitantes para el Partido, incluidos los 1987 habitantes de la villa.

La familia

No cabe duda de que la familia fue la célula social, la base y el fundamento de la incipiente comunidad uruguayense. Ella se asentó sobre dos pilares básicos: una fe religiosa profunda y el poder paterno que le imprimió un sello patriarcal.
En el hogar, el padre era dueño y señor, por la ley y por la costumbre. Su autoridad se ponía de manifiesto en todos los actos de la vida diaria. Al respecto, constituye un verdadero símbolo la bendición que, con reverencia y humildad, le pedían diariamente sus familiares y su servidumbre.

La madre ocupaba una condición inferior, pero realzaba su influencia en el hogar, el tener en sus manos el manejo de todas las tareas de la casa, ayudada por sus vástagos mayores. Además, ella era la encargada de dar educación social a sus hijos y, en ocasiones, los rudimentos de las primeras letras.

Por lo común, no había entre el padre y los hijos la intimidad y la ternura que dan al hogar mayor unidad y calidez. Es que el principio de autoridad paterna pesaba demasiado y, muchas veces, ponía una valla en sus relaciones con los demás integrantes, de la familia.

Virtudes y defectos

Si bien muchos hogares se hallaban “bien constituidos”, habiéndose cumplido con los preceptos de la religión católica, no es posible negar la existencia de numerosos casos en que no se registraron tales requisitos. Aún aquellos que poseían una familia regular en la villa, constituida con mujer blanca, no dejaron de tener su semi hogar clandestino con la mestiza, la mulata o la india, en la chacra
o en los puestos de la estancia

Pero, no obstante estas situaciones, propias de la época y del medio, existieron valores éticos que es preciso remarcar. Fueron aquellos que moldearon las costumbres y signaron los rasgos y actitudes de la mayor parte de los
habitantes de Concepción del Uruguay. La hospitalidad, nunca desmentida, ni por el rico ni por el pobre. Aún en el rancho más humilde, en la villa o en la campaña, siempre hubo un rincón para cobijar cansancios y un pedazo de carne para restaurar fuerzas.

La fraternidad, mostrada a cada paso, en la mano tendida siempre dispuesta a dar ayuda en el simple gesto amigo que alienta y reconforta. El desinterés, evidenciado en el desapego por el lujo y las riquezas. La valentía, demostrada en decenas de entreveros.

El amor a la tierra, tal vez heredado del espíritu hispano, que engendró una especie de autonomismo, fertilizado posteriormente en los principios federalistas. Todo un particularismo que, fomentado por el medio geográfico y la falta de una autoridad superior que unificara estructuralmente a la villa con el resto de Entre Ríos, vino a robustecer el sentimiento federalista que caracterizó a sus habitantes.

La sociedad

Durante los primeros años de existencia de la villa de Concepción del Uruguay, no es posible hablaren términos definidos de vida urbana y vida rural. Por razones obvias, una distinción de ese tipo, se me ocurre absolutamente irrelevante.

Sin embargo, en el pueblo se concentraba un núcleo de vecinos, cuya cercanía permitía alguna actividad social. Algunos estancieros tenían también su casa en el pueblo y solían ser los elementos más encumbrados.

En el otro extremo del espectro social estaba el peón. Comúnmente mestizo o mulato, trabajaba casi con exclusividad en las tareas ganaderas, puesto que detestaba la labor agrícola. El caballo, el lazo, el cuchillo y las boleadoras, eran sus inseparables compañeros. El salario del peón era de seis a ocho pesos mensuales y una ración diaria de carne y yerba. Gustaba jugar y beber caña.

Sin duda que la vida de los habitantes de la campaña era bastante primitiva. Sus costumbres eran generalmente sobrias y el nunca salir de sus males los tornaba un tanto negligentes. Atentos, de maneras corteses, dados a la hospitalidad, eran perspicaces y de mente despejada. En los hogares pudientes, tanto en la villa
como en la campaña, existía cierto número de esclavos, a quienes generalmente se empleaban en trabajos agrícolas y, más comúnmente, en el servicio doméstico.

Podían contraer matrimonio entre sí y obtener una relativa manumisión. Y no era infrecuente que los amos les dieran su propio nombre. A veces, habitaban, con hogar constituido, en ranchos suburbanos.

Costumbres
Las costumbres de la pequeña sociedad uruguayense de los primeros tiempos, al
igual que las de otras villas entrerrianas, fueron, en general, sencillas, honestas y piadosas. Pero esta afirmación no significa desconocer que hubo en ella numerosos vicios, algunos de los cuales se hallaban profundamente arraigados en determinados sectores de la sociedad.

La gente era madrugadora y, generalmente se recogían temprano, no omitían la
siesta reparadora, sobre todo en verano. Por lo común, los trabajos que se realizaban en la zona no eran agotadores. Había cierta sobriedad en el vivir, en el comer y en el vestir. El mate y el tabaco estaban siempre al alcance de la mano. Y la mayoría se conformaba con pocas comodidades y escasas diversiones. En la mesa, los niños escuchaban sin interrumpir la conversación de los mayores. Y, antes de comer, unos y otros elevaban sus oraciones a Dios.

Al atardecer, cuando el calor apretaba, la familia se reunía en el amplio patio o solían sentarse a la puerta de su vivienda, en procura del alivio ofrecido por la fresca brisa del río cercano. Mientras los chicuelos se unían a los de la familia vecina, para corretear libremente y llenar el silencio apacible de la tarde con
sus gritos y sus risas…

Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Texto: Urquiza Almandóz, Oscar, “Hace 200 años. Familia y sociedad” Diario “La Calle” 14 de febrero de 1997. 

Benito Casildo Cook

Hay vidas ejemplares, y sin duda una de esas vidas fue la existencia de un médico nacido en nuestra ciudad, al que “la heroica y pintoresca tierra entrerriana le dio resonancias telúricas…”, ese médico fue: el doctor Benito Casildo Cook (Benito C. Cook)

Desde niño se perfiló la rectitud de su carácter. El amor a sus semejantes, la generosidad y la grandeza de alma. Fue uno de los sobresalientes retoños del Histórico; no fue prócer ni descubridor, pero si sabio en sus disciplinas y en su filosofía.

Brillante alumno, amante hijo, así como lo fue esposo y padre, abnegado en su profesión de médico y catedrático, incursionó en la política, aunque en forma moderada, junto a don Wenceslao Gadea, otro ilustre ciudadano.

Buen ejecutante de música, sobresaliendo en bandolín, piano y guitarra, integró el conjunto estudiantil del Colegio Nacional y “La Fraternidad”, titulado “La Estudiantina del Plata”, célebre en su tiempo por sus serenatas.

También le tocó vivir la época de los “Ejercicios Doctrinales” del Colegio del Uruguay, y por su seriedad y derechura ocupó el cargo de celador en el histórico Instituto.

La misma línea de conducta lo acompaña en sus estudios universitarios, y por sus condiciones, ingresó como practicante interno en el Hospital Rawson de Buenos Aires. Presentó su Tesis de médico, apadrinado por el doctor Telémaco Susini, (Académico Honorario), y su titulo fue refrendado por el doctor Leopoldo Montes de Oca (Decano de la Facultad de Medicina), y el doctor Leopoldo Basavilbaso, Rector de la Universidad de Buenos Aires.

Obtenido su diploma de médico se radicó en esta su ciudad natal, e inmediatamente su nombre y su fama se hicieron populares. Era el médico de todos, no hacia distingos entre pudientes y pobres. En su aviso de facultativo rezaba: “a los pobres gratis”.

Así es como se cuentan infinidad de anécdotas de su labor profesional, todas relatadas por quienes recibieron sus beneficios, pues él jamás hacía referencia a su silenciosa labor humanitaria.

Era de baja estatura física pero de enorme grandeza moral. En una oportunidad, con su sola presencia, su ademán sereno y su palabra rectora, dominó una rebelión de los internos de “La Fraternidad”. Era el doctor Cook el que les pedía cordura…

Durante su existencia conoció el inmenso desgarramiento de perder a su hijita Eloísa de nueve anos de edad, ¡él que había salvado tantos niños! La población entera se asoció a su dolor en ese 24 de setiembre de 1912.

El pueblo no olvida a sus benefactores y así, en vida, le ofrecieron varias demostraciones de cariño, hasta que cumplido su ciclo de médico y docente, lo que no le impidió presidir por dos periodos el Banco Agrícola, y prestar sus servicios médicos gratuitos a diversas instituciones de bien.

Se trasladó a la Capital Federal con su familia. Allí su vida continuó siendo austera, su casa estuvo abierta para todos sus coterráneos que llegaban a recibir sus lecciones de bien, de patriarca.

Cuando se ausento definitivamente, aunque siempre volvía a pasar alguna temporada, todo el pueblo y localidades aledañas le rindieron una cálida y emotiva despedida, poniendo una nota de espiritualidad y arte. Celia Torrá, quien toco su violín desde la dársena del puerto local.

Su pueblo, que lo quiso tanto y al que él tanto quiso, en reconocimiento a sus dotes de ciudadano, le ha rendido su homenaje en el nombre de una calle, en un Cenotafio en el cementerio y el Colegio del Uruguay, su Colegio, ha impuesto su nombre al aula dónde él dictara su cátedra.

En la Capital Federal también fue objeto de agasajos juntamente con los doctores Bordato  y Sagarna, en el Circulo de la Prensa. Actualmente su retrato integra la galería de hijos ilustres de Entre Ríos, en la Asociación Entrerriana “General Urquiza”.

Esta síntesis, es, a grandes rasgos la vida proficua de un hombre que derramó a manos llenas el bien, que restañó heridas, que fue modesto, humilde en su grandeza, ejemplo para sus conciudadanos y para la juventud, por ese en su cenotafio dice: “Por digno, por noble, por bueno”.

Hoy, su nombre y su vida deben ser conocidos, valorados y recordados como paradigma de ciudadanía.

 

Edición: Civetta María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Fuente: Lorenza Mallea, “Benito Casildo Cook”, Primer Congreso Nacional de Historia de Entre Ríos, Resúmenes de trabajos presentados, 1982

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Pronunciamiento en Concepción del Uruguay, según sus actores directos

Plaza “General Ramírez”

El Pronunciamiento fue la culminación pública de los trabajos secretos que se gestaron a través de varios años, el Gobernador Urquiza había pensado efectuar el acto de alzamiento contra la tiranía rosista el 25 de mayo de 1851, en homenaje a la fecha patria que unía a todos los argentinos; y como efemérides que iba a simbolizar simultáneamente el comienzo de la Independencia y el inicio de los trabajos constituyentes.

Pero razones circunstanciales -evitar que los preparativos, conocidos por Rosas, pudieran ser cruzados- modificaron los planes, adelantando en varios días la ceremonia. Sin ocuparme de los precedentes ideológicos y de los jalones que marcaron el proceso, voy a presentar de manera correlativa varios testimonios sobre el acto que tuvo lugar el 1° de mayo, uno de ellos inédito.

A fines del mes de abril de 1851, el joven secretario político del Gral. Urquiza, Dr. Juan F. Seguí -que como tantos otros hombres que rodeaban al mandatario impulsaban a éste a decidirse sin más dilaciones-, según propia declaración fue quien obtuvo el ansiado pronunciamiento público. Cuenta en sus “Memorias” que en aquellos días se vivía un ambiente festivo con motivo de unas carreras de caballos que habían congregado a varios jefes entrerrianos y correntinos, y dice:
“En una de esas noches invité al Gral. Urquiza a seguir la serenata, y dándome el brazo marchamos entre la ciudad a recorrer algunas calles del Uruguay. En cada bocacalle se detenía la música, y una mitad de tiradores hacía una descarga.

Aprovechando aquella oportunidad inicié algunos; vivas diferentes de los acostumbrados en reuniones análogas, y sin mueras, lo que principió a llamar la atención. Poco a poco mis vivas eran más significativos y la población que nos acompañaba se iba enardeciendo y el entusiasmo aumentaba por grados.

¡Mueran los enemigos de la organización nacional!, dije, y todos me rodearon para preguntarme qué había. -¡Muera el traidor al Pacto Federal de 1831, y ya no quedó duda de que el blanco era Rosas. El Gral. Urquiza me dijo en voz baja: –No me comprometa, mire que si Rosas me lo pide tendré que mandárselo.  Comprendí que el General estaba convencido, y para no dejar escapar la ocasión, de regreso ya en la plaza, esforcé mi voz y lancé la exclamación siguiente:
-¡Excomunión eterna a los tiranos! ¡Muera el tirano Juan Manuel de Rosas!
— ¡Sí, contestó el General, muera el tirano Juan Manuel de Rosas! Lo que
sucedió en ese momento no puede describirse. La multitud se lanzó hacia
el General, y levantándolo en peso, exhaló un grito uniforme, sonoro y prolongado: –¡Muera el tirano Rosas! Las lágrimas corrían de todos los ojos. El General, que también lloraba, fue llevado en triunfo hasta la Comandancia y luego a su casa.” (Juan Antonio Solari, “De la Tiranía a la Organización Nacional”, 1951).

Palacio San José, entrada posterior (Foto: Omar Gallay)

Así es como quedó todo dispuesto para que el día 19 de mayo tuviera lugar una solemne ceremonia. Un alumno del flamante Colegio Entrerriano, relató años más tarde: “La víspera del pronunciamiento se notaba en la residencia del Gral. Urquiza (estancia de San José) un movimiento extraordinario. Habían concurrido allí gran parte de los jefes del Ejército de Entre Ríos y muchos orientales y correntinos. A las cuatro de la mañana del 1° de mayo de 1851 se tocaban dianas en el campamento de San José, y momentos después los cuerpos se ponían en marcha con dirección a Concepción del Uruguay, marchando detrás, a pocas cuadras de ellos, el Gral. Urquiza con un numeroso Estado Mayor, compuesto de jefes entrerrianos, correntinos y orientales.

Juan Francisco Seguí

Al coronar una de las altas cuchillas, los rayos de un sol espléndido brillaban en las lanzas de los cuerpos en marcha, alumbrando el rostro de los que muy pronto debían ser vencedores de las tiranías que humillaban los pueblos del Río de la Plata. Era un día espléndido. La Naturaleza parecía
regocijada del acto solemne que iba a tener lugar, anunciando a los pueblos argentinos que pronto iban a romperse las cadenas de una sangrienta y larga tiranía. Poco después de las doce del día, los cuerpos que habían salido del campamento de San José, y un batallón de cívicos, componiendo una división de las tres armas, formaban en la plaza de Concepción del Uruguay. Algunos momentos después, en el centro de la extensa plaza, al pie de la pirámide erigida a la memoria del Gral. José Francisco Ramírez, tenía lugar la proclamación solemne del pronunciamiento contra Rosas, leyendo el Dr. Juan Francisco Seguí, el elocuente vocero de la libertad en aquella memorable cruzada, la declaración solemne del primer acto oficial de la gloriosa revolución.

Terminada la lectura de ese importante documento, se hizo una salva de artillería, a la vez que dos bandas de música tocaban el Himno Nacional. Inmediatamente después se distribuyó una proclama firmada por el Gral. Urquiza dirigida al pueblo y al Ejército. Esa proclama había sido redactada por el mismo Dr. Seguí. (Martín Ruiz Moreno, “La revolución contra la Tiranía y la Organización Nacional”, 1905).

Un error se deslizó en la versión precedente: el Dr. Seguí, de poca salud, si bien redactó el memorable decreto, no lo leyó personalmente, encargándose de esto un joven de distinguida familia, Pascual Calvento, seguramente de voz más potente. Fue este mismo quien en el año 1915, ya anciano, contó aquel momento histórico que le tocó vivir, a un grupo de estudiantes que como todos los años, iban a saludarlo el 1° de mayo, y que uno de ellos difundió después como sigue:

“Entré a la plaza General Ramirez escoltado por un batallón de artillería, a cuya cabeza iban tambores y clarines.

La noticia del pronunciamiento se había difundido por todo el pueblo, que estaba reunido en enorme número en el centro, ahí al lado de la columna. Cuando llegamos allí, frente al Colegio Nacional, los clarines hicieron un toque acompañado de un redoble de tambores. El silencio que precedió era tremendo. El abanderado levantó tan alto como pudo la bandera argentina, y entonces, en medio de un silencio impresionante, empecé a leer el bando. El momento que siguió, yo no lo puedo describir. Hombres y mujeres se abrazaban llorando, vivas atronadores a Urquiza y a su ejército y mueras al Tirano. ¡Qué sé yo!
Aquello parecía una cosa de Dios… ¡Dios mío, qué entusiasmo! El que vio eso ya se podía morir, porque nunca volvería a ver otra cosa parecida.

Era de tardecita y cuando la noche empezó a caer se organizó una serenata, que delirante de entusiasmo recorrió el pueblo, recogiendo las bendiciones de todos, que lloraban de agradecimiento. ¡Qué día aquel!” (Isaac E. Castro en “Caras y Caretas” del 13 de noviembre de 1920, transcripta en Comisión Nacional de Homenaje, Urquiza. El juicio de la posteridad, Buenos Aires, 1921).

Acto seguido de efectuada la ceremonia principal en la plaza, un pregonero muy jovencito se encargó de difundir por toda la villa la trascendental decisión, conforme al documento inédito que sigue a esta reseña.

En cuanto a lo ocurrido al caer la tarde de esa histórica jornada, veamos cómo la pluma de D. Carlos Terrade describió el cierre de los festejos desde el periódico La Regeneración del 4 de mayo: “El viernes a las siete de la noche súbitamente se armó una serenata, compuesta de la población en masa y precedida de las dos elegantes bandas militares de la guarnición.

Justo José de Urquiza

“La columna formada por el pueblo rompió su marcha en la plaza General Ramírez, llevando en su centro, simbolizando el gran corazón de un cuerpo inmenso, invencible, glorioso, predestinado a la obra providencial de la restauración de los principios sociales y cristianos de la República del Plata, al invicto Urquiza. Era de verse la falange tremenda que formaban a su lado los Virasoro, Velázquez, Palavecino, Urdinarrain, Basabilbaso, Almada, Arredondo, Paso, Berón, González. López (Jordán) y otros muchos bravos del Ejército Entrerriano y Correntino reunidos y fraternizando en torno del grande hombre cuya espada por doquier resplandece, y a todos los guerreros como el sol a los astros oscurece. La serenata recorrió las calles principales de la ciudad, parándose en diversos puntos y entonando estrofas del Himno Nacional y del entrerriano a las que se hacía coro con tremendas y simultáneas vivas que surgían del entusiasmo de la convicción de cada uno.

“Fueron momentos solemnes aquellos. (…) asomó al labio, resonó en los aires la inmensa maldición vibrada acumulada, pronunciada por el odio ya rencor de todo un pueblo de hombres libres contra la tiranía y el Tirano; contra el degüello y los degolladores; contra la expoliación y los que engordan con ella; contra el embrutecimiento y la barbarie, con todos sus efectos de prostitución, de degradación y esclavitud. ¡Oh! La tierra, la tierra argentina que pisábamos en esos momentos parecía estremecerse con supremo regocijo al escuchar los gritos de sus hijos, que victoriaban a los hombres y a las cosas proscriptas. (…) Todo eso y mucho más fue elocuentemente expresado en los vivas siguientes, que entre infinitos pronunciados en la serenata recordamos y transcribimos: ¡Viva la Confederación Argentina!, ¡Mueran los enemigos de la Alianza de los pueblos! ¡Viva Urquiza y Virasoro! ¡Abajo el enemigo del Pacto Federal! Una voz: ¡Los pueblos no pueden existir sin leyes, garantías y libertades! ¡Viva el invicto Urquiza que las sostiene, defiende y restaura!, ¡Muera el Tirano! ¡Viva la alianza federal de los pueblos argentinos! ¡Muera el traidor a su confianza! ¡Viva la restauración de los principios en ambas Repúblicas del Plata! ¡Abajo el tirano que los conculca, ataca y destruye!” (Leandro Ruiz Moreno, Centenarios del Pronunciamiento y de Monte Caseros, Paraná, 1952).

La carta que sigue demuestra que el Pronunciamiento no fue un impremeditado arranque de entusiasmo circunstancial, sino que se trató de un proyecto largamente madurado, tal como surge de una entrevista que Vázquez mantuvo con el Gral. Urquiza en 1849. En esta fecha el mandatario entrerriano mostró su ánimo ya predispuesto a la lucha contra la Tiranía.

El autor del testimonio, nacido en Montevideo, se radicó en Entre Ríos, donde con el tiempo ocupó los más altos cargos en la Administración de Justicia de la Provincia. La epístola dirigida al Dr. Ruiz Moreno cuando éste reunía datos para componer la obra citada más arriba –y en cuyo archivo se encuentra-, contiene ligeras variantes de los anteriores relatos, producidas como en esos casos por el transcurso de los años; pero de ella; y del conjunto de las versiones utilizadas, puede tenerse una idea bien completa acerca de lo que ocurrió en aquella fecha.

“Compañero y amigo: Acuso recibo a su apreciable 26 del corriente. Ud. me obliga a hacer gimnasia intelectual al recordar detalles de sucesos ocurridos hace más de medio siglo. He estado meditando por muchas noches sobre aquellos magnos sucesos para coordinar mis ideas, y después de torturar mi memoria apenas puedo ofrecerle los siguientes detalles.

Vista aérea de la ciudad a fines del S. XIX

“Lo grandioso del Pronunciamiento no está en la pobre localidad en que tuvo lugar, pues Ud. sabe lo que era esto hace medio siglo, ni en el aparato de que se le revistió, muy pobre en verdad, sino en la concepción de la idea y en su feliz ejecución; cuando Entre Ríos flanqueado, puede decirse, por Rosas y Oribe, pudo ser arrasado por estos dos malvados sin que los aliados, Montevideo y Brasil, hubieran podido hacer nada por esta tierra generosa. Pero Dios ciega a los que quiere perder, y Oribe no se movió del Cerrito, donde capituló, y Rosas de Caseros.

“El Pronunciamiento tuvo lugar de once a once y media de la mañana del día 1° de mayo: el vecindario se reunió en la Comandancia Militar, y de allí se dirigió a la habitación de D. Francisco de la Torre, esposo de la Sra. Da. Teresa de Urquiza, donde esperaba el Gral. Urquiza, Gobernador entonces de la Provincia. Incorporado el General, la columna popular se puso en marcha, haciendo alto en cada bocacalle, donde se leían los siguientes documentos: Una circular de Rosas a los Gobiernos de todas las Provincias, renunciando la dirección de las relaciones exteriores y los asuntos de paz y guerra para que había sido expresamente autorizado, alegando el mal estado de salud, el cúmulo de trabajo y responsabilidades, más que todo, su abatimiento por la pérdida de su amada Encarnación.
“La Resolución del Gobierno de Entre Ríos aceptando la renuncia de Rosas reasumiendo la arte de soberanía que había sido delegada; y una proclama explicando estos sucesos, incitando al pueblo a poner término a estos hechos vergonzosos, excitándolo a reconquistar por las armas sus libertades comprometidas.

“Después de la lectura de estos documentos se hacía un disparo de cañón con una pequeña pieza que acompañaba la columna popular. Este inolvidable día fue el primero en que en las calles de una ciudad entrerriana se oyeran mueras a Rosas y Oribe con los epítetos más vergonzosos. Al lector de los documentos, entonces un niño, Ud. lo conoce.

“Acompañaban al Gral. Urquiza muchos jefes y oficiales de la Provincia de Corrientes, aliada de Entre Ríos en la heroica empresa, el Gral. Gregorio Aráoz de Lamadrid, los coroneles Galarza, Almada, Palavecino, Basavilbaso, C. Arredondo, J. A. Reyes, M. Caraballo, Barragán, E. Castro, M. Pacheco, y oficiales como Panelo, Posadas, etc.

En esos tiempos publicábase en esta ciudad un periódico titulado “La Regeneración” redactado por D. Carlos Terrada, que fue puede decirse el portavoz de la revolución, donde Ud. encontrara los documentos más importantes de la época. Más tarde, yo reproduje en “El Uruguay”, periódico de nuestro amigo el Gral. Victorica, los principales documentos en forma como para ser cortados y encuadernarlos como libro. A esa ciudad mandábanse muchos ejemplares, pero era en tiempo del Gobierno de la Confederación.

“Este hecho culminante del Pronunciamiento no nació en un día: yo recuerdo que a fines de 1849, recién llegado de Montevideo, pasé por “San Jose” a saludar al General, y éste se interesó en saber los detalles más ínfimos de lo que pasaba en la heroica ciudad; referí todo lo que sabía con el interés del que defendía la causa de sus hermanos.

“El General se rió mucho y disculpó a mis juveniles años todas las inconveniencias que tal vez dije, Y concluyó muy formal diciéndome: -Mire, yo me habría pronunciado ya en defensa de Montevideo si no hubiera allí tantas legiones de extranjeros.

Síntesis del Pronunciamiento del 1° de mayo: Setenta y ocho días después, el día 18 de julio, las Divisiones entrerrianas al mando del Gral. Urquiza echaban dianas en Paysandú, y una División de 1.000 orientales al mando del Gral. Servando Gómez se presentaban dispuestos a acompañarlo, y el 8 de octubre, ochenta y dos días más, la paz se firmaba en el Peñarol sin haberse tirado un tiro.
Confórmese con lo dicho hasta aquí y complete sus datos en fuentes más autorizadas. Se repite affmo. Amigo. Juan Vázquez

Edición: Civetta María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Fuente: Juan A. Vázquez, “El Pronunciamiento en Concepción del Uruguay”, Primer Congreso Nacional de Historia de Entre Ríos, Resúmenes de trabajos presentados, 1982

 

 

 

Las Diligencias

Diligencia, obra de Molina campos

Antes de construirse el ferrocarril que atraviesa la Provincia y liga varios pueblos; los viajes de un pueblo a otro, sobre todo para las familias, eran muy penosos y llenos de dificultades.

En los tiempos más remotos, los viajes se hacían a caballo o en galeras y hasta en carretas lo hacían las familias. Las carretas eran tiradas por bueyes, muy rústicas y con ejes de madera, que al rozar con la masa, producían un chirrido que se oía a largas distancias. Los carruajes o galeras eran muy escasos, y sólo los tenían la gente pudiente.

El año 1860, más o menos, se establecieron las diligencias que hacían viajes periódicos entre algunas ciudades y villas. Era para aquellos tiempos una obra de gran progreso, que facilitaba las comunicaciones y hacía más tolerables aquellos viajes.

Fue fundador y empresario de estas diligencias, don Bartolomé Pezzano, italiano y vecino de Gualeguaychú. Empezó por establecer la diligencia de Gualeguaychú a Villaguay, y poco tiempo después a Rosario Tala y a Gualeguay; poniendo un coche de Tala a Calá (hoy Rocamora) para los pasajeros y correspondencia, en combinación con otro coche que venía del Uruguay y que regresaba en el día.

Este servicio duró hasta que se estableció la diligencia que hacia los viajes directos en esa línea. La diligencia entre Gualeguaychú a Uruguay se estableció en la misma época, por el “rengo” Pedro Fernández.

Las diligencias eran coches muy grandes, que podían llevar una docena de pasajeros adentro y dos o tres en el pescante; y eran tan reforzados que podían llevar una gran cantidad de equipajes sobre la capota. Estos grandes carromatos eran tirados comúnmente por ocho caballos, llegando hasta doce, cuando los caminos estaban barrosos

Se cambiaban cada tres o cuatro leguas, en postas que los esperaban con los caballos prontos para el- repuesto. Se marchaba al trote largo y a veces al galope, cuando los caminos estaban buenos. Entonces los caballos eran abundantes y baratos. Cada posta tenía un gran número de caballos nuevos y gordos, destinados sólo a estas tareas. Soberbios pingos, podría decirse; que al principio arrancaban con tanta furia que precisaba buenos puños del mayoral.

El cuartero era siempre un muchachón listo y buen jinete, pues ejercía un puesto peligroso; tenía a su cargo el manejo de tres o cuatro caballos delanteros, y en una rodada, corría el peligro de ser arrastrado por éstos y pisoteado por los de atrás.
Los viajes de Uruguay y de Gualeguaychú a Rosario Tala, se hacían en el día, cuando los caminos estaban buenos y el río Gualeguay estaba bajo. Cuando los caminos estaban barrosos y el río crecido, se hacían también en el día, pero había que salir de madrugada, y asimismo se llegaba de noche.

En los viajes a Paraná se dormía aquí, en Rosario Tala, marchando al día siguiente hasta Nogoyá, donde se pasaba la noche para seguir al otro día hasta Paraná.
Las casas de hospedaje eran completamente pobres; las camas eran muy pocas y malas y sólo tenían dos o tres piezas para ese fin. Ahí se acomodaban los pasajeros, cualquier número que fueran; ocupando una pieza, exclusivamente las familias, donde se avenían como era posible.

El pasaje del río Gualeguay, cuando estaba crecido, era peligroso y lleno de dificultades. Cuando el carruaje podía acercarse a la barranca del rio, se bajaban allí los pasajeros, que chapaleando barro llegaban hasta la balsa o la canoa que los conducía a la otra orilla; pasando en otro viaje de la balsa, la diligencia, y cuando esto no era posible, se conducían los pasajeros y los equipajes en un carro del italiano Ángel Piuma hasta el pueblo.

Ya podrán imaginarse lo penoso que seria, sobre todo para las familias con chicos; cuando este pasaje se verificaba en una noche de invierno fría y lluviosa. Entre estos accidentes molestos y peligrosos, se cuenta una caída de la diligencia al río, por haber fallado las amarras de la balsa; ahogándose tres o cuatro caballos que la tiraban y salvado el mayoral milagrosamente.

Entre los pasajeros venían: Acebal, Piaggio y Vignole, vecinos de Victoria, que no corrieron peligro por estar en tierra con los demás pasajeros.

En aquellos tiempos, los campos eran abiertos y los caminos más rectos y amplios; pudiendo desviarse a uno u otro lado cuantas veces se hacía necesario, lo mismo que en los pasos y fajinas de los arroyos, salvando los malos pasos y acortando las distancias.

Las diligencias llevaban dos asientos laterales de todo el largo de la caja, donde se sentaban los pasajeros frente a frente y formando dos hileras. Esto daba lugar a incidentes desagradables, cuando algún malcriado y atrevido se sentaba enfrente de alguna señora o señorita y la rozaba intencionalmente con sus piernas.

Las mujeres que conocían estos casos, se sentaban frente a los de su familia o de otra señora o chico. Todos iban provistos de fiambres u otros comestibles, que consumían en las paradas que hacían en las postas. Sin embargo, en el trayecto había siempre alguna especie de fondín donde se daba de comer.

En la línea del Uruguay a Tala, en la posta de Gená, estaba la casa de Baucero, donde se servía un ligero pero confortable almuerzo. Entre el Tala y Nogoyá, se hacía lo mismo en la posta de Medrano.

Y en la línea de Nogoyá a Paraná se comía en la posta del “Locro”, llamada así, porque nunca faltó este gran plato de nuestro menú criollo. El dueño de esta posta, que era un paisano simpaticón, de apellido Ferreyra; nos presentaba siempre una mesa muy sencilla pero limpia, y nos servía a más del locro, alguna otra “cosita”, como el decía cuando le preguntaban si había algo más.

En las diligencias iban a veces enfermos, que se lamentaban de aquel bárbaro zarandeo, o mujeres con niños de pecho o más grandecitos, que se cansaban de aquel encierro y nos brindaban un concierto de lloriqueos durante todo el viaje. Pues el pecho de las madres o las raciones de pan a los grandecitos; no eran bastante para acallar aquella música desconcertante y chillona.

Otras veces, entraba algún ebrio que le daba por echarlas de gracioso, lanzando cada grosería y palabrotas verdes; que obligaba a ladear la cara a las pobres mujeres, que les había tocado en suerte ir en aquella “hornada”.

He visto una vez a uno de estos alcoholizados, engullirse un tarro de sardinas y un trozo de salchichón, con una botella de vino carlón. Cuyas substancias heterogéneas; con el movimiento de la galera, se convulsionaron y obligaron al causante de aquel desorden, a lanzarlas por la ventanilla

Don Manuel Grimaux me cuenta, que siendo muy joven, hizo un viaje a Gualeguay en diligencia, llevando enfrente a don Juan Jenaro Maciel, que fue vecino y comerciante en este pueblo. y que en una las grandes sacudidas del coche, su cara chocó con la de aquél, tan bruscamente, que, si no le rompió la nariz, se la hizo sangrar copiosamente; y que éste se enfureció y lo amenazó con los puños cerrados, largándole cuanta injuria registra nuestra jerga criolla.

Muchos otros episodios y malos ratos, se han pasado en estos históricos viajes; particularmente a las señoras, a quienes el pundonor las retenía y obligaba a molestas abstenciones. Largo sería enumerar tan variados casos; y los voy a pasar por alto, para no alargar este relato y porque los lectores se darán buena cuenta de todas esas peripecias.

Los primeros mayorales de estas líneas fueron: Santiago Zunino, Juan Bonetti y Mattelín, italianos los tres. Este último estaba reputado como un Hércules; pues contaban que volteó un potro de una trompada, dejándolo pico menos que muerto.

Si entonces se hubiera conocido el gran deporte del boxeo; Mattelín habría ganado el campeonato mundial. En los últimos tiempos, fue mayoral de la diligencia de Uruguay a Rosario Tala, Berto Pegnasco, hombre honrado y puntual en el desempeño de sus deberes; nunca faltó a sus obligaciones; todo lo atendía y realizaba en seguida por difícil y peligroso que fuera.

Entonces las diligencias eran un medio para el transporte de dinero y otros caudales. Yo fui receptor de rentas en este Departamento, en los años 1876 a 1881; y  muchas veces confié a Berto la conducción a la Contaduría, de los dineros recaudados, sin que faltara un solo centavo. Era moneda metálica: plata y oro, que algunas veces guardaba Berto, en un formidable culero que tenía; con unos bolsillos muy grandes.

Tal era la locomoción en aquellos tiernpos: lerda, rústica e incómoda. ¡Qué diferencia con los medios de transporte que hoy tenemos!
Antes, sólo teníamos una que otra galera, monumental por lo grande y pesada, y carretas, que marchaban al paso del buey. Hoy nos incitan a viajar los ferrocarriles y los automóviles, que no hay estanciero ni colono que no los tengan. Los aeroplanos que se centuplican diariamente, también volarán pronto con pasajeros; rompiendo las nubes y tragando por minuto las grandes distancias.

Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Texto extraído de: Monzón, Julián, “Recuerdos del pasado. Vida y costumbres de Entre Ríos en los tiempos viejos”, 1929

 

La Francesa Seguidora (Explicación a “La mujer sin cabeza”)

La Salamanca a principios del siglo pasado

¿Usted cree en aparecidos? Yo tampoco. Hoy nadie cree nada. Ni en desparecidos, que sería más fácil, porque usted los ha visto, los conoció y de pronto no están más. Pero ni en eso se cree en estos tiempos.

Si uno se pone a pensar ve que los incrédulos no están tan desencaminados, pues de pronto, por casualidad uno levanta una tapa y ahí, donde menos lo esperaba, encuentra al que había dejado de ver; o casi sin querer abre alguna puerta, más por hacer algo que por necesidad de aire y ¿qué ve del otro lado? Ese que ni recordaba ya.

Entonces el que tiene esos encuentros se dice “no se habían esfumado, estaban en otro lado nomás” y deja de creer. También sucede que uno, no yo que no tengo tiempo ni vocación de agricultora, sino uno cualquiera, gusta escarbar la tierra, cultivar su ramito para el cementerio, recoger la lechuguita fresca para el asado dominguero, amontonar perejil en la macetita más soleada y, por supuesto, si tiene un metro cuadrado sin baldosas decide plantar un árbol.

Entonces toma la pala y suda con alegría pensando en la fresca y florida sombra que le deparará placer en ese mismo sitio, donde se ve mateando y leyendo un diario mientras escucha la radio, porque ese soñador, no lo olvidemos, es un hombre de hoy, múltiple, casi completo, exprimidor al máximo de sus minutos de ocio. No puede simplemente disfrutar del árbol mientras deja vagar el espíritu. Si no hace (o cree hacer) tres o cuatro cosas a la vez se siente mal, desperdiciando tiempo, se angustia porque lo siente correr y él no obtuvo ganancia de esa carrera.

De pronto la pala deja al descubierto algo ni sospechado ni pensado jamás, ni mucho menos, soñado: allí, justo donde debe apoyar e! joven ejemplar que a su lado espera con las raíces envueltas en arpillera húmeda, está aquél que tanto tiempo hacía no encontraba. Por supuesto, no puede averiguarle cómo llegó hasta allí, ni quien lo ayudó a meterse en lugar tan estrecho; pero viendo que todos los que no se habían mudado, están donde estaremos todos (“polvo eres…”), se hace incrédulo también.

Por eso no me extraña que no crea en aparecidos. Yo tampoco creo, ya se lo dije. Pero antes era distinto. Uno veía algo y decía: vi tal cosa. No como ahora que se pone a razonar sobre si lo visto no será una ilusión óptica o sentimental, o si no habrá un olvidado trauma de la niñez capaz de provocar esas visiones. En fin, duda tanto de lo visto que decide no contarlo por si acaso no lo vió. En épocas así los aparecidos no se ven, pueden surgir en cualquier momento y lugar con toda la seguridad que da la duda. Nadie atentará contra ellos.

El puente Tropezón en 1929

Le pregunté si creía porque leyendo el librito del Doctor Troncoso Roselli “Evocaciones a la Distancia”, que memora su niñez entre 1904 y 1909, supe que aquí, en Concepción del Uruguay, según le contaba un viejo, amigo de su familia, en la época de su juventud aparecía una mujer sin cabeza, más o menos desde Onésimo Leguizamón y las calles paralelas y cercanas a las vías, del lado de acá, aunque en ese tiempo tal vez las vías no estuvieran aún; por dichas calles, en dirección al puerto, durante varias cuadras era común verla. En cualquiera de las esquinas podía surgir y ¡qué susto! Intrigada comencé a averiguar sobre el asunto, porque me pareció interesante saber quién era y cómo era que creían esas cosas.

Hablando con gente de edad, ancianos, cada vez mas viejos, unos me mandaban a otros que sabían más, que recordaban mejor, que habían vivido en alguna cuadra vecina al suceso, llegué hasta las afueras de la histórica, más cerca de Caseros que de ella. Me interné en un camino secundario, luego en uno terciario y por fin en un caminito que terminaba en un rancho bajo pequeña arboleda, gallinero pequeño también, perro guardián, pozo con roldana chirriante y baldes hechos con latas de aceite y alambre. Allí todavía lúcido, fuerte para su edad, cuidado por una tataranieta cuya familia vive cerca, encontré a Don Rudecindo Tomba.

No le llamó la atención mi presencia, a sus años sabe que todo puede pasar. Lo alegró si, oir los nombres de quienes me enviaron, pues hacía mucho no los veía ni tenía noticias de ellos. Los recuerdos le venían en tropel y contaba cosas de uno y otros, encantado de tener auditorio nuevo y tan interesado.

La Joven me invitó a matear y el viejo se alegró otra vez cuando respondí, “encantada si es amargo”. Así, entre mate y mate, le pregunté y me contó lo de la mujer sin cabeza.

Sucedió que por esas calles, en ese tiempo, vivía un francés muy trabajador, económico, de poco hablar, llegado a estas tierras alrededor de los treinta años, allá entre 1875 y 1880. El puerto no estaba donde está ahora, sino en el otro extremo del Riacho Itapé, en lo que se llamó Puerto Viejo y ahora es Balneario Municipal. Muchas veces tomaba el francés el camino del puerto de ahora, pero no para llegar al río, sino para detenerse en una casa donde era bien recibido y mejor atendido por la dueña. Pierre tenía una pena, una tristeza en la mirada honda, un secreto recóndito que lo hacía interesante a los ojos femeninos; lo presentían necesitado de ternura, hambriento de cuidados maternales. Era medido en sus gastos, metódico en sus costumbres.

Ese camino lo hacia los sábados solamente. A veces otros hombres también lo hacían, pero Don Rudecindo no sabía si, igualmente iban de visita o si caminaban para estirar las piernas. Cierta vez uno apareció corriendo de vuelta a su casa, apenas diez minutos después de haber salido. Los ojos saltados de asombro, sin aire por la corrida y por el susto. Cuando pudo hablar dijo: se me apareció una mujer sin cabeza. Todos le creyeron y lo repitieron. Unas noches después el mismo hombre salió con un amigo pero no vieron nada. Sin embargo otro que era de ese grupo, relató casi lo mismo unos días después. Y luego otros más. Las personas entendidas comenzaron a comparar fechas, horas, días de la semana de la aparición.

Llegaron a la conclusión que sucedía los miércoles y jueves después de las nueve de la noche y hasta las tres de la madrugada.

Vista desde el sector sur-este de la ciudad

No me supo decir a ciencia cierta si el francés era talabartero o si trabajaba en una talabartería, pero algo de eso había, pues le quedó el recuerdo de ese oficio enredado con la figura de Pierre. Una mañana, en el taller donde éste y otros hacían sus labores, un compañero relataba lo sucedido entre las exclamaciones de asombro de todos y el silencio indiferente del extranjero. Entonces, como para obligarlo a hablar, el que deba las noticias le dice:

– ¿Y Pierre, no has visto todavía a la mujer sin cabeza?

~ ¿Hay un cirgco?

– Es un fantasma.

– ¿Quién puede creerg eso?

– La han visto en el trayecto a la casa de La Lola, que tú conoces.

– Nunca he visto nada.

– Debes cambiar de día, es decir, de noche.

~ ¿Paga qué?

– Para verla. ¿O tienes miedo?

Eso no le gustó. Era hombre de pocas palabras pero de expresiones faciales muy legibles.

– Tergminá el tema. Dijo al compañero. Pero el otro era terco.

– Te juego un peso de plata que no te animas a pasar por allí el miércoles a la noche.

– Aceptado.

– ¿Sabes?, – dijo el otro, – parece que esconde algo en la mano izquierda, pues no le podemos ver donde la tiene, siempre hay un pliegue de la falda que se la tapa. (En aquel tiempo las mujeres vestías de largo y con faldas amplias). Pierre sonrió, tal vez pensando en el peso que ganaría tan fácilmente.

El iba los sábados a hacer sus visitas y como hablaba poco con los vecinos y casi nada con los compañeros de taller, ni los escuchaba, apenas, por estar sumergido continuamente en sus pensamientos, no sabía que la aparición databa de los tiempos de su llegada a ésta o sea varios meses. Menos aún sabía que tenía hora y días precisos. Tal vez si hubiera conocido esos detalles hubiera podido pensar, pero no los conocía. Entonces entró un cliente y sonriendo dijo a los presentes.

– ¿Sabían que la mujer sin cabeza es francesa? Pierre se pone de pie de un salto y con una lezna enfrenta al recién llegado.

– Me buscas. ¡Me encontragás!

Todos se precipitan a contenerlo y desarmarlo sin entender la reacción.

– Pero no hubo alusión. Dice tartamudeando el atacado.

– Repetí lo que se comenta. Como lleva una flor de lis pendiente de una cadena que se sostiene en el cuello…

– i\/váyase! – Vocifera Pierre. Todavía contenido por dos hombrotes.

– ¿Por qué se enoja este hombre? ¿Se creerá el único francés del mundo? ~ Pregunta el cliente.

Los otros le hacen señas para que se retire y tranquilizan al compañero. El miércoles, antes de dejar las tareas, se citaron los apostadores, para las nueve de la noche en la esquina de las hoy Mitre y Carosini, que les quedaba a ambos a medio camino. Desde allí, lentamente, caminaron esperando la aparición, además de tres curiosos que los siguieron a prudente distancia y entre los que iba otro francés llegado hacia unos días, que fuera amigo de Pierre en su patria y a quién éste, sin que el otro entendiera llamó soplón el mismo día del altercado con el cliente, luego de lo cual se negó a hablar más con él. Evidentemente el hombre no quería perder esa amistad, decía haber llegado a Uruguay tras los pasos de Pierre, para continuar una firme amistad de años y ahora quería saber qué sucedía para que lo tratara así. Se veía que la palabra amigo era sagrada para él, aunque dejaba trasuntar una naturaleza dura y hasta cruel. Tenía, como el otro, algo contenido, oculto, pero se lo adivinaba duro.

Dejaron la Mitre y por la Congreso de Tucumán tomaron la hoy Ambrosio Artusi, cuando casi al llegar a 25 de Mayo, a la luz de un farol ven a la mujer como esperando; esbelta, cuerpo joven, falda amplia, clara, busto alto, cadena y joya de oro sobre la negrura de su ajustado talle. Era una bella moda, dice Don Tomba; desde la cintura a la base de los senos se ajustaban con esos corseletes de terciopelo, de color opuesto al vestido; la cintura quedaba chiquita, el talle derechito, el busto y las caderas saltaban a la vista.

– Ahí está. – Dice el compañero del francés. – Sigamos como si no la viéramos. El peluquero Primot dice que pasó delante de ella y cuando miró para atrás no estaba más. Ha de esperar a uno que no encuentra.

Pero el francés no avanzaba, estaba como petrificado mirando la elegante figura.

– i\/amos Pierre! ¿O te gano el peso de plata?

Tal vez lo hubiera pagado y todo quedara en la consiguiente jactancia del otro y el silencio de Pierre. Pero se acercan los curiosos que los seguían y querían ver mejor la aparición, ya que al ser muchos el miedo estaba repartido. Al verlos Pierre endureció el rostro y en silencio siguió hacia la luz. Cuando estaban por enfrentarla, ella, en lugar de esconder su mano izquierda como siempre, giró para mostrar muy bien lo que ahí llevaba: tomada de los cabellos, la cabeza, su propia cabeza, Era un bello rostro que miraba con amor y asombro a Pierre.

– Françoise! Fue su alarido y se tapó los ojos mientras se agachaba hasta sollozar contra la tierra de la calle, como si no tuviera fuerzas para mantenerse erguido.

Alcantarilla de calle Eráusquin, por encima pasan las vías del ferrocarril

Los otros lo rodearon; la luz se apagó; no había farol ahí, era la luz que permitía ver la aparición no más; lo levantaron como pudieron; regresaron espantados. Después, por boca del otro francés, tal vez la conmoción lo hizo hablar, supieron que Pierre había sido el hombre de Françoise. Hombre de temer. Dei bajo fondo. Guapo en serio y a quien jamás vio flaquear nadie. Tenía varios delitos en su haber, pero nunca comprobados, entre ellos el robo en una casa noble de la joya que ella lucía, Pero el último era grave, tan grave que lo llevó a pedir a su amante se declarara culpable, así él buscaba una buena defensa o la ayudaba a escapar. Había una muerte importante de por medio, era difícil tener esperanzas, pero ella hizo todo como el le pidió. Mientras, el se embarcaba para América del Sur y comenzaba una distinta vida de honrado trabajador. A ella la guillotinaron en la madrugada de un jueves y no pudieron sacarle una palabra más que: “Pierre ¿por qué me abandonas? ¿Dónde estás?”. Cuando el sacerdote fue a confesarla obtuvo lo mismo. Todos la creyeron loca. El cura no la pudo absolver de sus pecados, pues ni se arrepintió ni pareció verlo.

– Ya ve, señora, agregó Don Rudecindo Tomba, la francesa buscaba a su hombre, a quien sin duda amaba, para saber por qué la había abandonado o para que la viera y le comenzaran los remordimientos. Sólo ella sabría a que venía.

Unos meses, después, cuando se repuso de la impresión, Pierre se marcho de Uruguay y la mujer sin cabeza no se vio más.

Por eso tuvimos mucho tiempo el dicho: “más seguidora que la francesa”.

Edición: Virginia Civetta y Carlos Ratto. Texto extraído de Lorenza Mallea y Coty Calivari, “Las mallas del viaje”

 

 

Las palomas de las casas de Urquiza

Casas de Urquiza en el año 1983, foto: Mario Soria

Cuando la gente que ahora tiene más de ochenta y cinco años se pone a contar los sucedidos de sus tiempos de niños, los que tienen entre sesenta y la edad mencionada, dicen “están chocheando”, “antes creían cualquier cosa”, “no le hagan caso al viejo”. Los que tienen menos de sesenta pero más de cuarenta ven ancianos a los que le siguen pero a los muy mayores los consideran reliquias.

Entonces la comunicación se establece saltando una generación. Escuchan atentamente y saben lo que sus padres no tomaron en cuenta. Después, cuando salen para atender sus asuntos personales, al ver un cartel indicador o al contemplar una verja trabajada, los asalta el recuerdo de lo oído al abuelo y la ciudad se les amplía. Porque esa esquina es la del comercio actual, pero es también la de la aparición; la verja adorna el hogar de una joven familia, pero es la que enredó las flores con las que se hizo el ramo de novia de esa bella de destino trágico.

Así la ciudad crece en el tiempo, en profundidad y ya no es la misma de antes de escuchar a los muy añosos, pero aún lúcidos y memoriosos. Ahora la ciudad tiene misterio, tiene poesía.

Las tareas que Ramón realizaba le hacían llegar a su casa a la noche. Un poco porque no eran ocho horas diarias, como ahora, y otro poco porque cansado debía atravesar la ciudad en todo su largo. Tenía sus ocupaciones en una chacra, allá en la altura anterior al monte de eucaliptos y aromos. Vivía cerca del cementerio viejo, casi sobre el Arroyo de la China.

Había un camino bastante derecho desde su trabajo a su rancho pasando por la iglesia, donde diariamente pedía a Dios su ayuda para esa jornada. Pero no entraba. Al llegar al primer límite del templo comenzaba a persignarse y a orar mentalmente. A llegar al otro límite estaba terminando su pedido. Cuando regresaba agradecía, siempre desde el camino, y pedía protección para la noche. Así se lo había inculcado su madre, muy creyente, aunque creyentes eran todos los que habitaban la pequeña ciudad.

La fe lo ayudaba a vivir, a confiar, a no temer. Aunque, motivos de temor no había muchos, como no fueran imaginarios, porque en todo lo que llevaba recorrido ese trayecto jamás encontró nada que pudiera sugerir la veracidad de la leyenda que circulaba desde hacía treinta años. Alguna vez, de haber sido ciertos lo dichos, tendría que haberse encontrado con el fantasma de la joven novia inconsolable, que partiendo de la esquina sur-este de La Placita atravesaba ésta y seguía hacia el cementerio con la bella faz entristecida y un ramo de flores blancas en la mano; flores que, según decían los más detallistas, tomaba siempre frescas de las enredaderas del barrio.

Ahora, con la llegada cada vez más numerosa de gringos y tanos, los rumores eran variados, los “dicen que vio” y los “me contaron” no tenían fin.

Se estaba construyendo un puente para que la gente llegara en tren hasta el mismo río Uruguay, porque decían que el puerto debía hacerse allí, que el del Riacho Itapé no era bueno, que era bajo, que las crecientes, que el progreso. Querían cambiar todo.

Según el parecer de Ramón, los europeos eran “jodidos”. Muy valientes para ir a la guerra pero sin ánimos para caminar de noche, como él, por temor a los fantasmas. ¿Y qué me puede hacer un fantasma si yo no me meto con él? – Pensaba. – Pero por lo que se escucha, estos han visto en sus tierras fantasmas vengativos, peleadores. También andan diciendo que van a terminar con las costumbres bárbaras que tenemos, de velar los angelitos y hacer baile. ¿Pero no dicen que todos son creyentes? ¿No van a la iglesia todos los domingos? ¿Entonces cómo no van a saber, por más que entiendan poco el idioma, que las almas inocentes van al cielo? ¿Cómo no les iban a enseñar en sus tierras, que tienen más curas que nosotros, que debemos alegrarnos por el llamado de Dios? Para mi hay dos cosas: o no es cierto que son de nuestra religión y mintieron para venir y que los tratemos bien, o son la resaca de por allá, cobardes que los echaron de sus tierras y llegaron asustados a éstas. ¡Pero mire que ver mal los velorios de los angelitos! ¿Y qué dirían entonces si viera lo que yo veo en los árboles del camino cuando salgo de la chacra o en los árboles de los alrededores, durante el día mientras trabajo?

Porque, por lo menos nosotros los cristianos, enterramos los muertos, angelitos o mayores; pero esos que son cristianos a medias, porque los abuelos son indios y conservan otras costumbres, ponen los angelitos en los árboles para que el almita vuele en forma de palomita blanca y los pájaros se hagan cargo del cuerpito. ¡Serían capaces de asustarse de los gurises muertos esos gringos!

El pensamiento le causa gracia y una sonrisa le entreabre los labios; distraído, se sorprende cuando a su lado oye la voz de Bienvenido, su amigo que día a día, mejor dicho noche a noche, se le junta en la esquina de Comercio y Tres de Febrero, pues trabaja en la quinta de Márquez y entre la hora que deja el trabajo y el encuentro con Ramón, que vive en un rancho al lado del suyo, visita una muchacha en la calle Nogoyá, casi Comercio, pero no es negra, como podría creerse por la dirección. Se llama Micaela. Es hija de una mulata y un español, la piel entre canela y té con leche clarito, según sea verano o invierno. Los ojos renegridos y brillantes. Tiene buen carácter y Bienvenido le ha comentado al amigo su decisión de traerla pronto al rancho, pero no sabe si casarse, lo que quizás implique gastos o amigarse y tratar de ver qué sale.

– ¿Cómo te ha sido el día, Ramón? – Es su saludo.

Ramón pega un respingo hacia atrás.

~ ¡Me asustaste, carajo! – Dice riendo. – Menos mal que hay luna y sé quién sos.

– ¿En qué venías pensando?

– En los gringos y tanos que siguen llegando y son llenos de miedos y cuentos y en lo que van a decir cuando vean un angelito en un árbol.

– ¿Y cuando oigan las palomas de las casas de Urquiza?

– Las oigan y las vean, porque si se asoman por las ventanas, sin salir de sus casas las van a ver pasar. Aunque en Europa debe haber palomas, también.

– Si, pero no han de salir cuando las otras duermen. Tata es de allá y hasta él ha quedado pensativo con esta parejita de los martes y viernes.

– Si pero tu tata es español y esos son como nosotros.

– Ha de ser un anuncio para la familia Páez. Después de todo en su techo se posan y se arrullan.

– Las palomas blancas son la imagen del Espíritu de Dios, decía mi mama. Ha de ser un buen anuncio.

– ¡Dios quiera! Porque el barrio está alarmado. Hasta la medianoche, que callan y regresan a sus nidos, casi nadie duerme y las mujeres aprovechan para hacerse obedecer de los niños, con la amenaza de que se los van a llevar las palomas si se portan mal.

Siguen caminando en silencio hasta que, al oir el arrullo, se dicen al mismo tiempo: hoy es viernes. Y apuran el paso.

Pero al ver salir de su casa, como sonámbulo, un niño conocido, se vuelven lentos para observar mejor. El niño camina un trecho, mira hacia donde se oye a las avecillas y empinándose se transforma en paloma y se eleva, se eleva, hasta quedar entre las dos que callaron y vienen a su encuentro, perdiéndose todas en el cielo estrellado.

Ramón y Bienvenido se han detenido y están mirando a lo alto. Luego se miran sin hablar y no se dan cuenta de esa inmovilidad hasta que los sacude el grito de la madre del chico, mujer trabajadora, llena de hilos, vecina de esa misma calle que da a los fondos de la familia Páez y donde se aloja un extranjero llegado hace poco, alquilando una piecita de dos por tres.

– ¡Hijo, hijo querido! ¡Ha muerto mi hijito!

Los amigos prosiguen su camino. ¿Será cierto lo que dicen los indios sobre los niños? – piensa Ramón – ¿Será malo enterrarlos?

– ¿Harán brujerías los gringos, como dice Micaela? – piensa Bienvenido. – ¿Cambiará esto tanto que pronto no lo conoceremos, como dice tata?

Después de dos cuadras Bienvenido rompe el silencio.

– ¿Vos viste un chico, Ramón?

– Si, por eso nos paramos, vos también lo viste.

– ¿Y lo otro?

– Lo otro también.- Hasta ese momento yo no creía en fantasmas. Aunque eso no era un fantasma.

– ¿Qué habrá sido?

– No sé. Lo seguro es que están pasando cosas raras, tal vez porque quieren cambiar todo, dicen que hasta van ahondar el zanjón que une el Uruguay con el Molino.

– Le preguntaré a Micaela qué pudo ser, las mujeres saben más de estas cosas.

– Dile también que rece por el alma del angelito, porque se de seguro tengo la corazonada, esta madre no hará baile como las de nuestro barrio.

Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Texto extraído de: Mallea, Lorenza y Calivari, Coty, “Las Mallas del Viaje”, Ediciones “El Mirador”, 1982

 

 

La colonia Caseros y la logia Jorge Washington de Concepción del Uruguay

Sellos de la Logia “Jorge Washington” de C. del Uruguay y de la Colonia Caseros

No hace mucho “La Calle” informaba sobre la realización de trámites previos para crear una Municipalidad de segunda categoría en Villa San Justo. Estos estudios tienen antecedentes que se remontan a más de una centuria.

Como es sabido San Justo fue el centro de la colonia Caseros fundada en 1874 por Doña Dolores Costa de Urquiza. En los primeros días de setiembre la primera familia de colonos “tomó posesión de su lote de terreno” según informes del Director de la colonia Don Rodolfo Siegrist y esa sería la fecha considerada como de su fundación.

Parroquia de San Justo

El camino real que unía el Palacio San José con Concepción del Uruguay dividía a la colonia en dos. Esta prosperó y con el correr del tiempo dio origen, a ambos lados, a dos poblaciones: San Justo -el centro de la colonia como dijimos- y Caseros que creció a la vera del ferrocarril.

La escuela se fundó en 1876 y la iglesia festejó su primer centenario en 1993.

A los doce años de fundada, la colonia contaba con 1.000 habitantes. Se pensó entonces, como ahora, en crear una Municipalidad. Se encargó al Dr. Esteban M. Moreno para que redactara la solicitud considerando que el gobierno municipal es un poderoso elemento de desarrollo y teniendo en cuenta que las únicas autoridades eran un juez de paz y una autoridad policial subalterna. De acuerdo al artículo 59 de la ley del 20 de junio de 1884 sobre Creación de Municipalidades, la colonia estaba en condiciones de tener su municipalidad ya que tenía más de 1.000 habitantes asentados en una superficie menor a cuatro leguas. En 1889 Doña Dolores Costa de Urquiza reiteró el pedido reclamando la Municipalidad para el pueblo de San Justo, cuya plaza utilizaban los pobladores a manera de foro para debatir asuntos de interés común conjuntamente con los representantes de la empresa colonizadora.

En cierta forma también tuvo su escudo, para el caso el sello de la Administración reproducido en “Historia de una colonia, Caseros, en Entre Ríos”, y cuyo original se conserva en el Palacio San José.

Se trata de un singular simbolismo: una colmena con abejas revoloteando en su torno.

 

La logia Jorge Washington

La logia Jorge Washington, al parecer fue la más antigua de la provincia de Entre Ríos, según afirma el historiador de las logias masónicas en la Argentina, de cuya obra hemos tomado la información registrada en esta nota.

Después de sufrir diversas alternativas ocasionadas por persecuciones o por las rebeliones jordanistas vio decaer su actividad para resurgir con nuevos bríos a partir de 1875.

En el período que nos interesa, entre 1857 y 1873 dependió de la Gran Logia de la Masonería del Uruguay y a partir de 1875 pasó a jurisdicción de la Gran Logia Argentina. Muchos de sus miembros provinieron de las logias de Paysandú, como la llamada Cristóbal Colón N° 5.

Templo Masónico de C. del Uruguay

Conspicuos vecinos de ambas márgenes se incorporaron a la misma al igual que numerosos extranjeros que, en número creciente se sumaron a la vida de la ciudad de Concepción del Uruguay. Justo José de Urquiza y algunos familiares integraron sus filas así como destacados vecinos, según Lappas: Onésimo Leguizamón, Porfirio G. Tenreyro, Amador Tahier, Mariano Cordero, José Romualdo Baltoré, Julio Victorica, José Joaquín Sagastume, Pedro Busquets, Juan Fossati, Luis Scappatura, Benito G. Cook, Carlos T. Souriges, Juan Leo, Dámaso Salvatierra, Martín Ruiz Moreno, Alejo Peyret, Benjamín Victorica, Jaime Masramón, Santiago, José y Octavio Cometta, Antonio López Piñón, José Scelzi, Francisco Ratto, Pablo Doutre, Carlos Gatti, Zacarías Piloni, Alfonso Grianta, Benito Pérez Colman, Juan Andrés Vázquez. Juan Mardon, Rodolfo Siegrist, Pedro Riva, Rafael Paradelo, Benigno Teijeiro Martínez, Juan M. Seró y muchísimos más imposibles de nombrar.

Por iniciativa de algunos de sus miembros surgieron por aquella época instituciones señeras en la ciudad: la Sociedad El Porvenir, administradora de la biblioteca Popular, la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos, La Fraternidad.

Resulta imposible reseñar, ni aún brevemente, la actividad desplegada por cada uno de sus miembros pero, sin dudas, sus nombres suenan en las tradiciones uruguayenses.

Hemos señalado algunos integrantes de la logia Jorge Washington que actuaron en los tiempos de la fundación de la colonia Caseros porque varios de ellos como Benjamín Victorica, Alejo Peyret o Rodolfo Siegrist tuvieron influencia en la fundación y organización de la misma: Victorica se ocupó de la testamentaria del General Urquiza y fue consejero de su viuda; Alejo Peyret fue contratado para seleccionar inmigrantes en Bueno Aires, mientras que Rodolfo Siegrist fue el director de la nueva colonia y con anterioridad había actuado como secretario de Peyret en la administración de la colonia San José.

La logia Jorge Washington tenía un sello que Lappas reproduce en su trabajo. Para quienes tienen en cuenta el valor de los símbolos, sólo varían las inscripciones.

¿Coincidencias?

Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Fuente: Bruchez, Sara Elena; “La colonia Caseros y la logia Jorge  Washington de Concepción del Uruguay”,  Diario “La Calle”, 12 de enero de 1994.

 

 

 

La Capilla Almirón, ¿Cuál era su ubicación?

Capilla “La Concepción, erigida en el lugar dónde se encontraba la capilla de “Almirón” (Foto: Mario Soria)

Su ubicación según la tradición y la que surge del  de interpretación de un documento y una mensura para construir una capilla, en campo de su propiedad, destinada a cubrir sustento espiritual a más de 30 familias españolas y otro tanto de naturales que profesan la Religión Católica Apostólica y Romana; dichas familias debían esperar la visita del cura de la capilla de Gualeguaychú para recibir dicho sustento o recorrer más de 20 leguas para encontrar un sacerdote que les administrara los sacramentos.

En el círculo, la ubicación estimada (La Concepción), según la tradición

La tradición ubica el lugar de la erección de la capilla fundadora en el barrio de. “La Concepción”, tradición que se acrecienta con la lectura de lo que opinan los historiadores al respecto; muchos de ellos repiten la opinión (opinión tan solo, no aseveración) del historiador, por excelencia, de la provincia de Entre Ríos, Dr. César Blas Pérez Colman, quien, en la página 16 del tomo II de su documentada “Historia de Entre Ríos, Época Colonial”, expresa: “…Respecto al lugar que ocupó la capilla, se ha perdido todo antecedente, hasta los de índole tradicional. Sin embargo creo haber llegado a determinar el sitio preciso en que Almirón edificó el pequeño templo, que a justo título puede ser considerado como el progenitor de la actual ciudad de Concepción del Uruguay (…) En cuanto al sitio preciso que sirvió de asiento al templo, considero que estaba situado dentro de la actual planta urbana de Concepción del Uruguay, a unas cuadras al Nord-Este del arroyo de la China”. Lamentablemente, el Dr. Pérez Colman no tuvo en cuenta dos valiosas pruebas documentales que el mismo incluye en su obra “Historia de Entre Ríos”, estos documentos que indican fehacientemente donde se encontraba la capilla de Almirón, esta pruebas son: Oficio de Tomás de Rocamora al Virrey Vértiz de fecha de 1 25 de junio de 1783, y el plano de mensura del “Potrero de San Lorenzo”, mensura que fuera dispuesta por Ángel Mariano Roque De Elía, quien, ya la muerte de su padre Dn. José Ignacio De Elía, había heredado ese inmenso latifundio; dicho plano de mensura corrió agregado a una nota elevada al Rey ofreciendo entregar parte de las tierras que De Elia ocupaba, con el fin de dar término a una serie de pleitos y entredichos con ocupantes de parte del Potrero que aducían tener títulos de propiedad otorgados por el Cabildo de Sarita Fe. La Revolución de Mayo de 1810 benefició a De Elía y no tuvo necesidad de dar cumplimiento a la oferta hecha a la Corona Española.

Pasemos a considerar el contenido del primer documento, El -oficio de Rocamora al Virrey Vértiz. Cuando Rocamora llega al partido del Arroyo de la China con el propósito de reubicar a las familias desplazadas por los Zúñiga (de sus campos al occidente de Gualeguaychú), en una villa a fundar al norte del Arroyo de la China, lugar donde ya existían otros pobladores asentados en las cercanías de la capilla levantada mediante el peculio de Dn. León Almirón, hacendado titular de tierras al sur del arroyo “Curro”, propiedad que llegaba hasta el río Uruguay; al consultar a los pobladores sobre el lugar donde convenía fundar la villa, se puso en evidencia la disparidad de criterios, unos querían que fuera fundada en el lugar donde se encontraba la Capilla erigida por León Almirón en su estancia y otro grupo aconsejado por Dn. Julián Colman, prefería el lugar donde se encontraba dicho puerto de Echarrandieta, puerto que, según Pérez Colman., se hallaba sobre la margen derecha del Arroyo de la China y en la desembocadura de dicho arroyo en el río Uruguay. Escuchando esto, Rocamora decidió efectuar una apreciación personal de las condiciones que ofrecían los dos sitios mencionados, para el asentamiento de la nueva población; de su visita sacó la conclusión que ninguno de los dos parajes visitados reunía condiciones para la habitabilidad humana.

En el círculo, la ubicación estimada, según las indicaciones de Rocamora

En su oficio al Virrey, Rocamora expresa al referirse al lugar donde se levantará la Villa “No en el puerto de Echarrandieta (sic) que solicitaba este vecindario, y sobre el lugar de la capilla pleiteada que se desechó por ser una cuchilla alta; larga y muy estrecha con barranca a un lado y cañada a otro, más propia para ermita de campo que para parroquia de una población formal”; “distará (la nueva población) de este paraje (el de la capilla de Almirón) como media legua sureste.

En éste párrafo del Oficio de Rocamora nos dice donde se encuentra la capilla de Almirón. Si el fundador, desde la capilla de Almirón se encontraba al Noroeste del terreno elegido para asistente de la población. Otra prueba sobre la ubicación de la capilla de Almirón la encontramos en el plano de mensura del “Potrero de San Lorenzo”. Este plano se encontraba en el archivo de la provincia de Entre Ríos y fue sacado a la luz por Blas Pérez Colman, el mismo historiador que en el III tomo de su obra (página 286) destaca la importancia de las referencias gráficas que contiene, especialmente, las referentes a la ubicación de las tierras de León Almirón y las de su hijo, la ubicación de la capilla (indicada con una cruz sobre la representación del edificio); hemos trazado una línea de puntos sobre el plano para resaltar la ubicación de la capilla con respecto a la de C. del Uruguay. En este documento gráfico que creo único, hasta ahora, la capilla de Almirón fue erigida al N.O. de la actual ciudad de Concepción del Uruguay y en terreno propiedad de su altruista protector, Dn. León Almirón. Una pregunta cabe: ¿Por qué el  tuvo en cuenta estos  y  emitió, erróneamente, su opinión sobre la ubicación de la capilla de Almirón? ¿Pudo, tal vez más, el peso de la tradición?

Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Fuente: Revista panorama (1939) y Álvarez, Eduardo Víctor, “La Capilla Almirón”, Diario la Calle, 25 de junio de 1990