Carnada humana

Paisaje del río Uruguay, sitio no identificado (Foto ilustrativa)

(Nota: Se ha respetado la grafía del autor)

Hasta medio día no había picado nada. Cuatro líneas tendidas con sus correspondientes alarmas en las estaquitas de álamo, permanecían silenciosas e inmóviles. El Viejo Medrano –afamado pescador del pueblo– esperaba acompañado de su hijo. Pronto algún “llamado” de los peces. En tanto, para abreviar la pausa, resolvieron encender fuego y tomar mate, fiel amigo que invita a la confidencia y allana hasta las más ásperas dificultades. Fue entonces, cuando Medrano rompió el silencio:

– Decime: ¿jue cierto aquello del manguruyú?

– Yo no lo vide, tata; pero Pancho, el pioncito del lechero, me dijo que él estaba el domingo cuando lo sacaron.

– Puede…, pero no ha e’ser del tamaño que cuentan.

– Sin embargo, ricuerde que no hace mucho uste saco ahí mesmo aquel dorao que parecía un gigante. Si no pasaba a los mesmo, nunca se vido…

– Está bien; pero con eso y todo, mira que soy pescador viejo, y lo que es aquí a lo mesmos, nunca se vido bicho de tal tamaño que dicen tenía el manguruyú. ¡Hum! Cincuenta kilos son muchos…-¡Mire, tata! parece que tironea en aquella línea sobre la barranca. Mire ¡otro tirón! – interrumpió Proto.

– ¡No la saques! Tantea primero si güelve a tirar – respondió no del todo convencido Medrano.

Corrieron hacia aquel lugar. Primero llego el hijo, y cuando oprimió la línea, debió esforzarse para no soltarla por el fuerte sacudón que le “quemaba” la mano. Casi de inmediato, un hermoso dorado salto del agua al sentirse enganchado por el anzuelo.

– Venga, tata. Es un dorao machazo. Se me puede dir, apurese…

A tranquitos de zorro porque su edad ya no le permitía correr con derroche de agilidad, Medrano estuvo cerca de Proto. Tomo la línea, dio corrida al dorado; aflojo y repitió por varias veces esta operación, hasta que el bicho se entregó por cansancio y luego de haber luchado vanamente por un rato.

– Vaye, m hijo. Tráigame el bichero que con el apuro no lo truje – afirmo contemplando el hermoso pez.

Ya segura la tan ansiada presa, la colgaron con toda precaución debajo del sauce que estaba en la sombra. En el lomo de un bagre amarillo vivo introdujeron el anzuelo, cuidando no herir de muerte a aquel para que siguiera viviendo en el agua y arrojaron otra vez el doradero. Entonces, el padre volvió a hablar:

– Agarre esa caña m’hijo. Vea de sacar unos cuantos bagrecitos; si sacamos este, no hai de ser el único que ande por acá. Tiene lombrices en ese tarro largo que nos empriestó el linyera. Entretanto, le via revisar las carnadas a las otras liñas, no suceda que se las haigan comio y la piola se esté mojando al ñudo.

– En la bolsa que tenemos en el agua, hay dos o tres boguitas. Si las quiere poner se las alcanzo.

– No, m’hijo; en la liña larga ya tiene un bagre; aquí en el bolsillo, masa. Me gustaría prender una boga que caiga de hambrienta o de curiosa, pa que tu mama nos dé un banquete como gente rica… Que lastima que mi compadre no este! Con la canoa d’el hubiéramos tendió el espinel. De todas maneras, ya p’al asao alcanza vendiendo este bicho.

Transcurrió el resto de la tarde sin haber pescado otra buena presa. Cerrada la oración, Medrano comenzó a limpiar el dorado y concibió casi simultáneamente la idea de regreso. Por su parte, Proto busco un declive de la barranca, mientras su padre recogía en ese momento las últimas líneas, de pronto, un fuerte ruido le llamo la atención. Al cabo, oyó un grito desgarrador del muchacho:

– ¡Tata, tata!

Fue hacia la playa y lo encontró acurrucado sobre el lodo de la orilla, mientras se oprimía la pierna, que sangraba abundantemente.

– ¿Qué tenes, Proto? – fueron sus primeras palabras.

– Me refale, tata. Me caí… las pirañas…, respondió llorando amargamente.

En efecto, el muchacho había caído al agua. Atraídas las pirañas por las carnadas del hilo de la caña, se agruparon y, al hundirse herido por el mismo anzuelo que se le había cavado en el muslo, los peces voraces atacaron. Solo por un milagro pudo salir y tirarse en la costa.

El padre rompió  su propia camisa. Con ella practico  un vendaje, evitando a medias la hemorragia con una torsión más arriba de la herida y comento:

– Bendito sea Dios. Aguante m’hijo; este es el precio que solemos pagar a veces los pescadores, lo que llamamos una “carnada humana”.

Edición: Virginia Civetta y Carlos Ratto. Texto cuento del libro: “De mi Entre Ríos” de José A. Ruiz Moreno

 

 

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