Tres años después de fundada la villa de Concepción de Uruguay, el alcalde Juan del Mármol, en un memorial elevado al gobernador intendente de Buenos Aires, expresaba que, a su juicio, había en esos momentos, más de 200 familias instaladas en el Partido del Arroyo de la China.
Pero, si tenemos en cuenta que en estos recuentos no se incluían a peones y “agregados” (criollos o indígenas), ni tampoco a los esclavos, es lícito concluir que la población total del Partido debía ser considerablemente superior a las cifras consignadas.
La precedente afirmación no es aventurada, puesto que los padrones confeccionados en 1803 por el cura párroco de la Villa, arrojaron un total de 497 familias para el Partido del Arroyo de la China; incluidas, por supuesto, las 244 radicadas en la villa de Concepción del Uruguay. Los datos registrados
en el mencionado censo determinaron, también, la existencia de 4.211 habitantes para el Partido, incluidos los 1987 habitantes de la villa.
La familia
No cabe duda de que la familia fue la célula social, la base y el fundamento de la incipiente comunidad uruguayense. Ella se asentó sobre dos pilares básicos: una fe religiosa profunda y el poder paterno que le imprimió un sello patriarcal.
En el hogar, el padre era dueño y señor, por la ley y por la costumbre. Su autoridad se ponía de manifiesto en todos los actos de la vida diaria. Al respecto, constituye un verdadero símbolo la bendición que, con reverencia y humildad, le pedían diariamente sus familiares y su servidumbre.
La madre ocupaba una condición inferior, pero realzaba su influencia en el hogar, el tener en sus manos el manejo de todas las tareas de la casa, ayudada por sus vástagos mayores. Además, ella era la encargada de dar educación social a sus hijos y, en ocasiones, los rudimentos de las primeras letras.
Por lo común, no había entre el padre y los hijos la intimidad y la ternura que dan al hogar mayor unidad y calidez. Es que el principio de autoridad paterna pesaba demasiado y, muchas veces, ponía una valla en sus relaciones con los demás integrantes, de la familia.
Virtudes y defectos
Si bien muchos hogares se hallaban “bien constituidos”, habiéndose cumplido con los preceptos de la religión católica, no es posible negar la existencia de numerosos casos en que no se registraron tales requisitos. Aún aquellos que poseían una familia regular en la villa, constituida con mujer blanca, no dejaron de tener su semi hogar clandestino con la mestiza, la mulata o la india, en la chacra
o en los puestos de la estancia
Pero, no obstante estas situaciones, propias de la época y del medio, existieron valores éticos que es preciso remarcar. Fueron aquellos que moldearon las costumbres y signaron los rasgos y actitudes de la mayor parte de los
habitantes de Concepción del Uruguay. La hospitalidad, nunca desmentida, ni por el rico ni por el pobre. Aún en el rancho más humilde, en la villa o en la campaña, siempre hubo un rincón para cobijar cansancios y un pedazo de carne para restaurar fuerzas.
La fraternidad, mostrada a cada paso, en la mano tendida siempre dispuesta a dar ayuda en el simple gesto amigo que alienta y reconforta. El desinterés, evidenciado en el desapego por el lujo y las riquezas. La valentía, demostrada en decenas de entreveros.
El amor a la tierra, tal vez heredado del espíritu hispano, que engendró una especie de autonomismo, fertilizado posteriormente en los principios federalistas. Todo un particularismo que, fomentado por el medio geográfico y la falta de una autoridad superior que unificara estructuralmente a la villa con el resto de Entre Ríos, vino a robustecer el sentimiento federalista que caracterizó a sus habitantes.
La sociedad
Durante los primeros años de existencia de la villa de Concepción del Uruguay, no es posible hablaren términos definidos de vida urbana y vida rural. Por razones obvias, una distinción de ese tipo, se me ocurre absolutamente irrelevante.
Sin embargo, en el pueblo se concentraba un núcleo de vecinos, cuya cercanía permitía alguna actividad social. Algunos estancieros tenían también su casa en el pueblo y solían ser los elementos más encumbrados.
En el otro extremo del espectro social estaba el peón. Comúnmente mestizo o mulato, trabajaba casi con exclusividad en las tareas ganaderas, puesto que detestaba la labor agrícola. El caballo, el lazo, el cuchillo y las boleadoras, eran sus inseparables compañeros. El salario del peón era de seis a ocho pesos mensuales y una ración diaria de carne y yerba. Gustaba jugar y beber caña.
Sin duda que la vida de los habitantes de la campaña era bastante primitiva. Sus costumbres eran generalmente sobrias y el nunca salir de sus males los tornaba un tanto negligentes. Atentos, de maneras corteses, dados a la hospitalidad, eran perspicaces y de mente despejada. En los hogares pudientes, tanto en la villa
como en la campaña, existía cierto número de esclavos, a quienes generalmente se empleaban en trabajos agrícolas y, más comúnmente, en el servicio doméstico.
Podían contraer matrimonio entre sí y obtener una relativa manumisión. Y no era infrecuente que los amos les dieran su propio nombre. A veces, habitaban, con hogar constituido, en ranchos suburbanos.
Costumbres
Las costumbres de la pequeña sociedad uruguayense de los primeros tiempos, al
igual que las de otras villas entrerrianas, fueron, en general, sencillas, honestas y piadosas. Pero esta afirmación no significa desconocer que hubo en ella numerosos vicios, algunos de los cuales se hallaban profundamente arraigados en determinados sectores de la sociedad.
La gente era madrugadora y, generalmente se recogían temprano, no omitían la
siesta reparadora, sobre todo en verano. Por lo común, los trabajos que se realizaban en la zona no eran agotadores. Había cierta sobriedad en el vivir, en el comer y en el vestir. El mate y el tabaco estaban siempre al alcance de la mano. Y la mayoría se conformaba con pocas comodidades y escasas diversiones. En la mesa, los niños escuchaban sin interrumpir la conversación de los mayores. Y, antes de comer, unos y otros elevaban sus oraciones a Dios.
Al atardecer, cuando el calor apretaba, la familia se reunía en el amplio patio o solían sentarse a la puerta de su vivienda, en procura del alivio ofrecido por la fresca brisa del río cercano. Mientras los chicuelos se unían a los de la familia vecina, para corretear libremente y llenar el silencio apacible de la tarde con
sus gritos y sus risas…
Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Texto: Urquiza Almandóz, Oscar, “Hace 200 años. Familia y sociedad” Diario “La Calle” 14 de febrero de 1997.