Relato de Luis Aráoz (1844-1925) en el libro “Del tiempo viejo”, dónde narra diferentes aspectos de su vida, básicamente su traslado desde Tucumán hasta Concepción del Uruguay para estudiar en el histórico colegio, en 1857, hasta su regreso a casa en 1872. Hoy, un Bulevar de la ciudad lo recuerda
El edificio del Colegio
El General Urquiza al ausentarse del Paraná para la campaña de Vences, probablemente en 1847, había resuelto y dado las órdenes necesarias para que se erigiera el edificio del colegio en la ciudad del Paraná, donde funcionaba ya el “Colegio Entrerriano” fundado por él. A su regreso de la campaña encontró que nada se había hecho; que la comisión encargada estaba en desavenencias sobre la ubicación del edificio, a causa de las tendencias interesadas y opuestas de algunos propietarios del terreno.
Fue esta contrariedad que decidió al general Urquiza ordenar la traslación de todos los materiales de construcción que estaban acumulados y preparados, a la ciudad de Concepción del Uruguay. El transporte se verificó en una goleta de un Sr. Costa de Gualeguaychú.
Si en un año o un mes se diera comienzo a la obra del edificio, no lo sabemos, pero se terminó a fines del año 1852, o a principios de 1853. Uno de los ex – alumnos fundadores, el agrimensor de austeridad ejemplar, don Juan B. Martinez, me refirió que una de las balas de cañón arrojada desde el puerto por los buques del malón o invasión del general Juan Madariaga, el 21 de Noviembre de 1852, chocó con un montón de baldosas de techo acumuladas en la azotea, donde rebotó y destruyó un pedazo de la cornisa alta del mirador. Alcance a ver la cornisa destrozada en 1857 y hasta 1864, que la compusieron.
El terreno que está edificado, probablemente ha sido antes cementerio. Lo creímos porque vimos sacar varios restos humanos en la excavación del aljibe o pozo hecho en el ángulo noroeste del patio (1860 a 1861), destinado a desagüe o sangría de los escusados.
El arquitecto fue don Pedro Renón, y seguramente este mismo arquitecto fue el constructor de varios otros edificios, estando a juzgar por el parecido de las fachadas y el estilo de las construcciones, hechas en la misma época que las del colegio.
Se abriga esta sospecha al fijarse en el antiguo edificio de la Aduana, que actualmente ocupan las oficinas de las obras portuarias en la casa del Sr. Latorre, hay sucesión del Sel, en lo que fue el Club Uruguay, ocupado actualmente por el biógrafo. En las casas que fueron del general Urdinarrain (calle Rocamora) y en las que siguen hacía el Oeste en la misma vereda del frente que ocupaba la familia Victorica y después Bergada Basavilbaso; así también es la casa del general Galarza en la calle de su nombre, que tiene un mirador, y la de la familia Chilotegui de la calle San Martín vereda del Sud en la esquina que hace cruz con el edificio del Banco de la Nación.
Todas estas construcciones tienen el parecido de la altura, en los parapetos, cornisas y arquitrabes; en las aberturas, puertas y ventanas, todas del mismo tamaño e igual número de barrotes de fierro de las rejas, que las del Uruguay (del Colegio), y se nota la diferencia con las edificaciones posteriores a la época referida de la construcción del Colegio. Y en cuanto a solidez y buen material, superan a la moderna edificación de las casas del Uruguay.
Concretándonos ahora al edificio del Colegio, es indudable que fue construido con la decisión de hacerle otro piso de altos. Así le oímos opinar al profesor de matemáticas, Luis de Lavergni en una clase en que estaba explicando los órdenes de arquitectura, y el lavado de planos que se nos enseñaba. Para levantar el plano del colegio es más fácil hacerlo en la azotea, siguiendo los arranques de las paredes que seguramente han sido levantadas en el concepto de darle otro piso – nos decía – Efectivamente, esas bases de muros tenían 60 centímetros de altura y las aberturas para las puertas. A ras de la azotea, cada 20 centímetros, más o menos, estaban orificados para dar paso a las aguas de lluvia, pues el plano de la azotea era de muy escaso desnivel, lo cual ha sido causa de las constantes y abundantes goteras que tiene el edificio.
Debido a esto (en 1864 según creemos), fueron cambiados los techos, dándoles la inclinación conveniente, pero, para ello no fue necesario, que el empresario constructor se apropiase de todos los ricos tirantes de ñandubay sustituyéndolos por los de pinotea, tan inferiores en duración, pero así se hizo porque el intermediario gestor tiene influencia ante las autoridades del gobierno nacional.
Lamentable es que en la obra de compostura hayan incluido la supresión de los ángulos de la calle por las ochavas. La Municipalidad, seguramente, no hubiera rehusado la excepción a la ordenanza, que las obliga, para haber conservado intacto el aspecto exterior de esa reliquia.
También modificaron la puerta del centro del frente: era antes cuadrada y ahora es de arco. Estaba cerrada porque daba al dormitorio grande. Las ventanas tenían rejas iguales a las de los otros frentes, pero, arriba, eran de arco como hoy, y cubierto éste por un abanico de tres vidrios.
El parapeto de la azotea tenía las aberturas (puertas) señaladas pero tapiadas, indicando ser las bases o arranques para los altos proyectados. En la del centro, que es hoy el balcón con la puerta central de los altos estaba colocada una gran plancha de mármol con inscripciones relativas a la fundación del colegio y a su fundador. No recuerdo los términos. Otra placa, parecida, así como las que tenía el templo arriba del peristilo, fueron mandadas sacar por orden del gobierno del Doctor Leónidas Echague, durante su primer período, y su ministro Secundino Zamora. Se decía que por desavenencias o un reclamo de la familia Urquiza el gobierno lo consideraba injusto. Algo sobre contribuciones, pero que nada tenía que ver con las placas según creemos.
El ex-rector del Colegio, Dr. Honorio Leguizamón agotó las investigaciones durante mucho tiempo, en busca de la placa del Colegio, me dijo (en 1888), que no pudo encontrarla ni saber que se había hecho de ella. ¡Qué lástima! de todo es capaz la política pequeña y estrecha. (Texto: Aráoz Luis, “Del tiempo viejo”)
Cuando se escribe sobre el pasado de Concepción del Uruguay, se evoca casi siempre a ese pintoresco tramo de costa del arroyo Itapé (N del E: en realidad, “Molino” o “Del Molino”, por el antiguo Molino Arlettaz), que todos conocemos con el nombre de Salamanca. Es un retazo de paisaje agreste y pintoresco como los que a menudo nos ofrecen las costas del río Uruguay.
Saliendo del centro de la ciudad hacia el norte, pasando las vías del ferrocarril Urquiza, que nacen en el puerto, se comienza bajar por una ancha calle que nos conduce tan querido rincón. Al llegar al arroyo y hacia la izquierda, se presenta una hermosa playa arenosa moteada por parches de un verde encantador: es el puerto Calvento. Allí desemboca un pequeño arroyuelo que tiene su nacimiento en la calle Ugarteche, a la altura de Rocamora, en tiempo normal soto es un zanjón que se insinúa cada vez más profundo a. partir de la calle Bartolomé Mitre. Ha sido necesario construir una alcantarilla donde lo cruzan las vías del citado ferrocarril. Sigue su curso a través de las canteras (N del E: hoy barrio “Cantera 25”) para desembocar, como hemos dicho a la izquierda del citado puerto, a los fondos de la pintoresca chacra de Delor. Aunque este arroyuelo esta marcado en el plano del viejo Uruguay, no se le asigna allí nombre alguno. Una parda descendiente de doña Luciana Vargas, antigua Vecina de ese barrio (su solar estaba situado en Bartolomé Mitre y Supremo Entrerriano) me informo “que los antiguos” le solían llamar el arroyo “Chico” (N del E: Hoy conocido como arroyo “El Gato”, ese último tramo hoy está en proceso de entubamiento por las obras de la Defensa Norte).
El puerto Calvento ha sido y es el preferido por los bañistas. Desde allí se domina el hermoso paisaje que brinda la isla que está al frente y la vista abarca centenares de metros hacia el norte, por el arroyo Molino. Al atardecer este sencillo cuadro, costa, río, isla y, perspectiva, es maravilloso. En verano, al fresco de los atardeceres uruguayenses, provocado por la brisa, se suma el continuo navegar de canoas, botes veleros, lanchas y algún yate que bajan hacia el Puerto Nuevo o suben, para recorrer las tranquilas aguas del Molino o del Curro, bordeados ambos de costas arboladas con paisajes encantadores.
A medida que se avanza desde el puerto Calvento hacia el este, la costa se vuelve más angosta y las barrancas que la respaldan van cobrando altura presentando varias oquedades más o menos pronunciadas que nosotros llamarnos “cuevas”, siguiendo la tradición. La más grande y famosa de estas concavidades la se conoce con el nombre de “cueva de don Dionisio”. Es profunda y de unos 5 o 6 metros de extensión. En un tiempo, cuando la habitaba el viejo solitario era un verdadero refugio y amparo en invierno y un lugar fresco y agradable en verano. Don Dionisio plantaba ahí enredaderas silvestres que casi cubrían su frente. La natural morada era prolijamente atendida por aquel. A un lado el catre, al otro el fogón ¿Para qué más confort? ¿No es suficiente contemplar los amaneceres y los crepúsculos en contacto directo con la belleza incomparable de aquella costa., con una isla frente, con todos los matices del verde, respirar el aire purísimo de las madrugadas, contemplan as barracas con añosos talas y espinillos. Además para el que no está poseído del temor de la noche y más bien se extasía con sus misterios, ¡qué emoción en el cielo estrellado; en los ruidos inexplicables, en el grito de las aves nocturnas que pasan navegando en la oscuridad, en el chasquido que producen los peces grandes al asestar el certero coletazo sobre sus pequeñas víctimas, en los chirridos intermitentes de los grillos, como latidos en el inmenso corazón de la noche
Hace muchos años, en la época que evoco, la Salamanca era más primitiva, más montaraz. Los árboles se han ido secando o los han cortado, tanto los próximos a la costa, como los que moteaban las barrancas. Entonces, al atardecer, se oía el canto de los zorzales, de las calandrias, cardenales y susurro de las palomas monteras. Durante mis vacaciones anuales en Concepción, dedico dos o tres mañanas o tardes a visitar el querido rincón, para avivar gratos redes de vida de estudiante.
En efecto, la Salamanca está ligada a la vida estudiantil de mi ciudad, como la docta ciudad homónima española lo está a la fama notoria de su universidad. Pero no es por haber sido y ser todavía el lugar preferido por el estudiantado que ha recibido tal nombre. Las “salamancas” se encuentran por decenas en nuestro territorio. Su significado es “brujería, ciencia diabólica”.
La imaginación popular le ha dado valor de cueva o lugar donde residen genios ribereños, huraños y vengativos con quienes usurpan su residencia. Por eso la leyenda explica, a su manera, que tantos jóvenes estudiantes hayan perecido ahogados en ese sitio. Es raro el verano que la Salamanca no deje un saldo doloroso de victimas arrebatando brusca e inexplicablemente a jóvenes bañistas y estrechándolos contra las tocas de su lecho. Los genios se vengan del despojo, dice el pueblo. Los estudios hidrográficos dan los cabales motivos de tanta trágica muerte; más al pueblo le gusta soñar, le agrada apegarse a estas ciencias que parecen tener “prima facie” todo el viso de lo verosímil: posee el sencillo afán de los niños, siempre golosos de consejos.
Texto: Troncoso Roselli, Gregorio, “Evocaciones a la distancia (Recuerdos de Concepción del Uruguay), 1957
Por lo menos una vez a la semana, íbamos con mi madre y hermanitos, acompañados de Polonia, a la casona de los Calvento. Allí vivía, entonces, el escribano Fulgencio López y su esposa, doña Manuela Céspedes, parientes de mi padre, Allí vivía también misia Rosita Céspedes de López, madre de don Fulgencio y del doctor Mariano E. Lopez, ilustre entrerriano.
En ocasiones, cuando llegábamos a la tarde o a la noche, luego de cenar, ya estaban de visita mis tías Etelvina y Dolores. La tertulia se hacía más interesante. Cierro los ojos y veo, con exactitud la disposición de las habitaciones, patios y terraza del histórico caserón. Su aspecto exterior recordaba la casa de la independencia; en Tucumán. Tenía como columnas Salomónicas a ambos lados del zaguán. Entrando por éste, luego de franquear la cancela de hierro que más tarde fue quitada, estaba el primer patio al que daban todas las habitaciones de la familia y la amplia cocina. En un ángulo, a la izquierda, una escalera de azulejos, conducía a la azotea con piso de baldosas rojas. En la pared del este, libre de habitaciones, había una puerta que daba paso al segundo patio. Salvando la cancela, a la izquierda, un viejo jazminero retorcido llegaba, casi, a la altura del techo. Primitivamente, el primer patio tenía, alrededor; galería con arcadas a manera de claustro, el tiempo terminó con ella y no se rehízo jamás. En el centro se encontraba el aljibe cuyo brocal estaba revestido de azulejos, que como los de la escalera, habían sido importados de Sevilla. Refecciones ulteriores imprescindibles cambiaron un tanto, la fisonomía exterior, sin perder, empero, su aspecto colonial. La puerta de la derecha, entrando por el zaguán, comunicaba con la sala.
Cuando la conocí conservaba aún el piso de lajas de mármol blanco y negro, a manera de tablero de ajedrez; adosada al la pared de sud había una consola sostenida por dos columnas de mármol blanco. Sobre la misma se conservaba un viejo candelabro de tres velas y dos floreros de cerámica que habían pertenecido a don Narciso. Casi contra la pared del este, un viejo escritorio, con una hermosa escribanía rallada en bronce con dos tinteros. Según referencias, ella estaba en poder del doctor Mariano G. Calvento, diputado que fue por Entre Ríos. En la misma pared dos cuadros al óleo pintados por Victorica, el de don Mariano Calvento, hijo de don Narciso, y el de Wenceslao López, hermano de don Fulgencio.
De la antigua sala colonial sólo quedaba la consola y algunas sillas y sofás tapizados con brocato rojo, una alfombra también roja raída ya, cubría casi todo el centro del piso. El viejo piano fue llevado a la casa de Pascual Calvento sita en la calle San Martín, junto a la antigua casa Comercial de los Canavesi. Muchos de los valiosos adornos que lucía aquella vieja casona fueron llevados, quizás como recuerdo, por algún descendiente de la familia.
La puerta de la izquierda del zaguán daba a la habitación opuesta y similar a la sala. Allí se levantaba el altar hogareño, frente a la puerta. Era de madera tallada y adosado a la pared del norte. El centro lo ocupaba San Dionisio, vieja escultura de madera adquirida en la entonces capital del Virreinato, traída a su vez, seguramente en Cádiz o en Sevilla. Don Narciso había encargado a Buenos Aires un San Narciso de Gerona; pero quizá por no haber ninguna imagen de este santo le remitieron el citado San Dionisio, de casi un metro y medio de altura. Durante muchísimos años, me refería tía Manuela, había sido venerado equivocadamente. Un Sacerdote, don Gregorio Céspedes, nieto de don Narciso hizo notar la equivocación, pero su abuelo ya había fallecido. A los costados, dos hermosas tallas completaban el altar: el Sagrado Corazón de Jesús y la Virgen del Pilar. Sobre la parte izquierda había “un nacimiento”; el niño Jesús, preciosa, miniatura que ostentaba un topacio sobre el pecho y anillos de oro con brillantes en ambos bracitos a modo de pulseras. La Virgen y san José lo completaban. Este nacimiento lo tuvo muchos años tía Dolores, quien se lo regaló al cura párroco de Concepción del Uruguay, padre Zolezzi.
Sobre la pared oeste pendía el cuadro al oleo de padre Céspedes, pintado también por Victorica sacado de una pequeña fotografía, uno de cuyos originales conservo. Dicho cuadro se encuentra hoy en la sacristía de nuestra Parroquia. Fue retocado por un profano que le ha quitado el valor que tenía este óleo de este todavía no bien apreciado retratista.
Ei aposento que sigue a la sala sobre la calle Galarza era el de doña Norberta, la novia de Ramirez, que terminó sus días con el doble drama de su pura y rectada vida. Anteriormente había sido la habitación de huéspedes, los que en la casona fueron muchos e ilustres y que figuran en primer piano en la historia nacional. Tales fueron Díaz Vélez, el general Martín Rodríguez, don Manuel Belgrano, de regreso de la campaña del Paraguay, el general Juan Lavalle, don juan Ramón Balcarce, ilustre federal, gobernador de la provincia de Buenos Aires, alternando sus estadas con viajes a la metrópolis. Otras de las glorias de esta ilustre casona es la de haberse discutido, allí, en privado, vale decir en tertulia de vecinos, la difícil y comprometedora actitud de reconocer a la Primera junta como gobierno de la nueva y gloriosa Nación. No habrá sido fácil, ni falta de fervor patriótico el abordamiento de aquella cuestión que oficialmente se aprobó el 8 de junio de 1810.
Digamos, para gloria de nuestra ciudad, que ella fue la primera del interior que reconoció al gobierno patrio surgido de la Revolución del 25 de Mayo.
Don Narciso era español, natural de Córdoba, aunque él se consideraba criollo, como eran españoles los más representativos vecinos de nuestra sociedad.
La actual calle San Martín debía llamarse, pues, 8 de Junio o bien la que pasa por la casona de marras. A esta se la ha denominado Supremo Entrerriano sin ningún asidero histórico, pues la casa de los Calvento nada tiene de relación con el ilustre general Ramírez. El solar de los Ramírez estaba situado frente a nuestra plaza principal, donde estuvo el teatro “Primero de Mayo”. Un aseveramiento infundado, ha dado en llamar a la casa de don Narciso Calvento estreno en el año 1806, “el solar de los Ramírez” y hasta han colocado el busto del ilustre prócer a su mismo frente. Se honra a la verdad, y a la historia que no ha de desfigurarse, la media manzana oeste comprendida entre las calles hoy Supremo Entrerriano, Galarza y Rocamora fue comprada por don Narciso Calvento en los comienzos de la vida de nuestra ciudad. En esa esquina levantó su primera casita que era de adobe. Más tarde, cuando sus medios se lo permitieron (se dedicó a la ganadería y le fueron adjudicados campos apropiados para ello sobre la costa del río Uruguay) hizo construir la casa que hasta hace poco existía en pie, en la esquina de Rocamora y Supremo Entrerriano. Recién en 1806, se terminó de construir la histórica casona. Esto se lo ha oído muchas veces de labios de tía Dolores, como he dicho de prodigiosa memoria, y de la que fue su última dueña doña Manuela Céspedes de López. Esta señora, que creció con las tías abuelas hijas de Don Narciso, sabía todos los pormenores de su historia; ella fue la que ayudó a bien morir a doña Norberta y la vistió para el último viaje con los hábitos de la Virgen del Carmen y no con el traje de novia como se ha dicho, aunque esto último sea más poético y romántico.
Don Benigno Teijeiro Martínez dice en su historia de Entre Ríos que la casa más antigua del Uruguay, de las que se conservan en pie “es la de los López”, Esta cita dicho historiador y la asignación antes dicha está basada en que allí vivió muchísimos años don Fulgencio López, casado con tía Rosa Céspedes, y padre de don Fulgencio y del doctor Mariano. Tía Manuela, heredera de la casa y vivió allí con aquel. De ahí que muchos que no conocían su verdadera historia la llamaran “la casa de los Lopez”.
Volviendo a mi sencilla descripción, la demás habitaciones del primer patio esteban destinadas a dormitorios, comedor y despensa. Al fondo y a La izquierda se encontraba la cocina, en cuyo horno de repostería se hacían exquisitas roscas, palmeritas, alfajores y pastelitos de hojaldre. Los postres que allí se preparaban tenían fama en la ciudad, pero los huevos quimbos o chimbos eran los que más renombre daban a las manos hábiles de las Calvento y aún de tía Manuela.
Contaban mis tías que cada uno de ellos guardaba sus ahorros, no en el banco sino en “entierros” y “escondites” manteniendo estricta reserva sobre el particular. Cuando a más de un siglo, cambiaron los tirantes de palma de la casona, sobre éstos se encontraron infinidad de monedas de oro y de plata, escondidas precipitadamente, bien seguro en vísperas de Caseros o el 21 de noviembre de 1852. Se cuenta que la noche del asesinato del general Urquiza, mucha gente, temerosa que las milicias de López Jordán se entregaran al saqueo de la ciudad, enterraron dinero y alhajas debajo del piso o en el fondo de sus casas. Así lo hicieron mi abuela Gregoria Nieto y mi tía Etelvina Céspedes, pues sus respectivos maridos, teniente coronel Troncoso y coronel don Pedro M. González, eran acérrimos urquicistas. Los Calvento por viejos resentimientos de familia, no lo habían sido nunca.
En enero de 1829, en un documento que poseo detalla la votación nominal de los vecinos más caracterizados de la ciudad, en la que don Mariano Calvento, hijo de don Narciso, aventajó en votos al propio general Urquiza. La elección fue para electores al H. Congreso y el resultado fue el siguiente: Mariano Calvento, 100 votos; José Joaquín Sagastume, 81; Juan José Irigoyen, 48; Justo José de Urquiza, 45; siguen, entre otros, don Ricardo López Jordán, con 21 votos.
Una de las Calvento, doña Domitila, había enterrado sus monedas y onzas en una caja de latón, al pie de un naranjo; sólo cuando sintió llegado el supremo trance reveló el secreto. Don Marcelino,’ el último de los hijos de don Narciso, que vivió hasta fines del siglo pasado (Siglo XIX), jamás quiso manifestar el lugar preciso donde había escondido su pequeña fortuna. Él había heredado todos los bienes de sus hermanos solteros; Hizo promesa de heredar a tía Manuela y así lo hizo. En sus últimos momentos quiso hablar sobre el particular, pero no pudo; su mano ya sin fuerzas, señalaba insistentemente hacia la pared del norte. Seguramente se refería al entierro de su efectivo debajo de algún árbol frutal. Inútilmente fue removida la tierra junto a varios naranjos y linderos.
Famosas fueron las tertulias en la sala o en el patio de la casona. En tiempo de la colonia se reunía allí lo más distinguido de la sociedad de la villa. No es necesario tener detalles de aquellas reuniones para darse cuenta cabal de las mismas, pocas debieron diferenciarse de las que conocemos por crónicas y estampas de la Buenos Aires Colonial. Los atavíos de las damas, como el acicalado de los jóvenes o el sobrio de los hombres maduros, eran los mismos que se estilaban en la cabeza del Virreinato. Las comunicaciones con esta eran frecuentes. Los veleros arribaban a los puertos del litoral a dejar mercadería, encargadas muchas veces a la misma España y a cargar los productos de estas regiones cueros, maderas y lana. No puede explicarse de otra manera la celeridad con que se supieron en nuestra ciudad los hechos acaecidos durante la Revolución de mayo y el nombramiento de la Junta. Aquí cabe preguntarse ¿un velero inglés fue el portador del oficio de aquella al H. Cabildo de nuestra Villa, pidiendo su reconocimiento? ¿Fue acaso un marinero criollo que trajo subrepticiamente el documento? ¿Llegó por medio de un chasqui que pasó por Bajada Grande, atravesando la provincia?
Tía Dolores me describía, con detalles, el traje azul con botones de plata que había usado don Narciso, su abuelo, así como los zapatos con hebillas del mismo metal que estilaban los cabildantes. No sé cuál fue el final de estas y otras reliquias y objetos de arte que la familia había atesorado. Conocí los candelabros del altar hogareño, donde los cirios ardieron constantemente, consumiendo la cera en holocausto de aquellas veneradas imágenes, devoción de la familia Calvento, piadosa y caritativa.
Texto extraído de: Troncoso Roselli, Gregorio “Evocaciones a la Distancia (Recuerdos de Concepción del Uruguay)”
Otra de las historias (mitad historia, mitad leyenda) que oí repetidas veces, es la del “Poncho Verde”. Se ha incorporado al acervo tradicional de nuestra ciudad, pero completamente desfigurada. La han hecho coincidir con un acontecimiento histórico completamente ajeno a este episodio particular y aislado, de carácter puramente policial. La he oído después de labios del tío Dolores, de prodigiosa memoria y de tía Manuela Céspedes de López que creció junto a sus tías abuelas en la casona de los Calvento y también de labios de mi padre.
Pocas familias como éstas que entroncaban tres generaciones anteriores con don Narciso Calvento, han guardado con cariñoso celo las tradiciones de familias y los hechos más salientes de nuestra ciudad.
Poncho Verde era un «gaucho bueno, caído en , desgracia. Su mote lo debía al color del poncho que usaba comúnmente. En cierta ocasión fue provocado por un pendenciero en una pulpería. Pelearon y el provocador cayó mortalmente herido de una puñalada en el corazón.
El gaucho se había visto en la necesidad de matar y huyó temeroso de la Policía porque esta era implacable y rigurosa para castigar los delitos. Así de un gaucho tranquilo que trabajaba de tropero, se vio de la mañana a la noche convertido en un perseguido. Después muchos delitos se le inculparon gratuitamente, por meras sospechas, y hubo delincuentes que se presentaron ante autoridad para denunciar al pobre gaucho como autor material de hechos delictuosos que ellos mismos habían cometido. La policía puso a precio su cabeza.
Un día fue sorprendido por dos soldados, mientras descansaba a la orilla de un callejón que conducía al arroyo Curro. Fue llevado a la Comandancia, donde tenía asiento la autoridad policial. Montaba un caballo de poca alzada, no precisamente para huir de la justicia. Despojado de su facón, siguió delante de los policías, en resignada sumisión. Así llegaron a la esquina de las calles Vicente H. Montero y 9 de Julio donde estaba instalada la Comandancia, según he dicho anteriormente. Uno de los soldados penetró en ella; el otro quedó cuidándolo.
Según testimonio de mirones Poncho Verde hizo girar su caballo quién sabe con que intención. El soldado que le custodiaba, sugestionado acaso por la fama de bravo que se le atribuía al preso, interpretó seguramente, el movimiento como intención de huir y le asestó un golpe con el corvo con tal mala suerte, para nuestro gaucho que el filo le seccionó una vena del cuello. Sintiéndose herido y presa de natural indignación, taloneó el caballo y huyó a la carrera atravesando la plaza y tomando por la calle 25 de Mayo hacia el norte. Mucha gente pudo presenciar el cuadro sangriento: un hombre apretándose con una mano el cuello herido y el viejo poncho verdoso que volaba al viento corno una bandera. Salieron soldados para darle alcance, mas no fue necesario. Al llegar a la esquina de la calle Ituzaingó, junto a un viejo ñandubay, cayó desangrado y espiró. Así, cara al sol, bajo el más fuerte y entrerriano de los árboles murió aquél gaucho víctima de la fatalidad.
El árbol, que aún existe, seco como un esqueleto, gracias al Doctor Delio Panizza, nuestro ilustre poeta, tan cariñoso de las tradiciones nuestras, dio motivo a una especie de culto de la gente humilde y sencilla de toda la ciudad. Junto a su tronco había caído un inocente. Las persecuciones como las muertes injustas fueron siempre repudiadas por todos, principalmente por aquella gente humilde, fácil de caer víctima del índice acusador, cuando así convenía al juez, al comandante o al prestigio policial.
Manos piadosas colocaron junto al árbol una cruz de madera, que se conservó durante muchísimos años, de ahí que se lo conociera con el nombre del “Árbol de la Cruz”. Muchas mujeres de los alrededores encendían velas los días lunes y nunca faltaban flores en recuerdo del desventurado Poncho Verde. Así se fue creando un culto especial en torno de su “anima”, Había gente que pedía si intercesión pata alanzar tal o cual pequeñez.
Recuerdo que cuando me permitían salir, ya entrada la noche, iba con algunos amiguitos hasta la “casilla 25 de Mayo” para observar, desde allí el aspecto que presentaba el árbol iluminado por la luz amarillenta de las velas de sebo, algunas colocadas en el suelo; otras, sobre las horquetas del mismo. Estas nos parecían suspendidas misteriosamente y nos daban tema para tejer fantásticas conjeturas. Mientras un amiguito afirmaba que el había visto subir y bajar una luz por el tronco, otro aseguraba que las velas se movían de acá para allá y yo, confieso que veía que algunos cirios eran sostenidos en lo alto por las manos de espectros vestidos de negro.
Alguien aseguraba que un viejo vecino de la cantera oía quejidos lastimeros, cuando de noche de vuelta a su casa; pasaba cerca de ese lugar. Martincito Caffa, que la muerte nos arrebató a los doce años, contaba que la lavandera de su familia, cuando regresaba por la noche, por esa calle había visto a un hombre emponchado que salía del árbol y tomaba para el centro a todo escape.
Nosotros, ni tonos ni cortos, asegurábamos que era el alma de Poncho Verde que se dirigía hacia la jefatura para reclamar justicia, a peras del tiempo transcurrido.
La “casilla de calle 25 de Mayo” era una especie de tingado de cinc colocada junto a la vía del ferrocarril, en el costado este de la calle del mismo nombre, servía de apeadero cuando engrandes solemnidades, viajeros o huéspedes de honor de la ciudad descendían allí para dirigirse por aquella calle, la principal, entonces a la plaza Ramírez o al Colegio Nacional.
Cuando me decido a publicar estas mal hilvanadas memorias, la “casilla” ya no existe, pero el “Árbol de la cruz”, reseco es todavía recordado, aunque las leyendas se hayan desvanecido a la luz deslumbrante de las lamparillas eléctricas.
Relato extraído de: Troncoso Roselli, Gregorio, “Evocaciones a la distancia (recuerdos de Concepción del Uruguay)”, 1957
Esta historia, más allá de su misterio, muestra un poco el drama de la Invasión de Madariaga en sitios aún reconocibles de la ciudad, dónde hubo muerte y crueldad, que cuando se cuenta este hacho no se lo menciona, es más se lo cuenta como una película dónde solo hay héroes y no los dramas lamentables de las guerras que debe haber entristecido mucho a nuestra ciudad.
La historia
En la heroica defensa del Uruguay invadida sorpresivamente por fuerzas del general Madariaga, a las órdenes del centralismo porteño, varios jóvenes perdieron la vida en la encarnizada lucha. Uno de ellos, acantonado en la esquina noreste de la hoy plaza de la Constitución (de la columna, como le llaman), haciendo cruz con el asilo, recibió un balazo en el pecho, no obstante, descendió de la azota con la mano puesta sobre la herida. Ya en la calle, descargó su fusil sobre el invasor y luego, en un esfuerzo sobre humano, asestó con la culata del mismo, un golpe mortal sobre la cabeza del primer enemigo que oso atacarlo Luego cayó moribundo. Fue recogido y a poco expiro como un valiente. No recuerdo que hubiese mencionado el nombre este valiente. De todos modos, es un héroe, como tantos, en el anonimato.
Aquella enconada resistencia puso a nuestra ciudad a la par de la de Buenos Aires, por su heroísmo, para desalojar al invasor. Nadie daba tregua al enemigo. Cada casa era un centro de hostilidad; cada habitante, un héroe, cada mujer, un acicate; cada niño, un pequeño miliciano. Si se acababan las balas, se cargaba a la bayoneta, con lanzas improvisadas o bien con palos o cañas a los que se aseguraba un cuchillo en la punta. Las mujeres, del Puerto Viejo se llegaban al lugar de la lucha para alcanzar armas a sus maridos o a sus hijos y recoger, solícitamente a los heridos.
El ataque fue detenido a precio de coraje. Madariaga comprendió que Uruguay no era ciudad de tornar sin arriesgarse por entero y después de cuatro horas de lucha ordenó la retirada, que fue un desbande general, con episodios angustiosos. Para alcanzar las naves fondeadas frente a Santa Cándida, muchos soldados perecieron ahogados o fueron masacrados por las ruedas del buque “Mercedes” que había puesto en marcha sus motores.
Aquel joven muerto en la gloriosa jornada de 21 de noviembre tenía novia y estaba próximo a casarse. Su madre encontró consuelo. Su hijo había dado su vida defendiendo el terruño, pero su novia no encontró consuelo. Todos los días iba al cementerio, a la tumba del finado para llevarle flores y se pasaba horas enteras hablando sola como una privada de juicio. Una tarde, como de costumbre, salió con las flores para su muerto y ya de noche seguramente, en vez de volver a su casa; salió por la puerta del fondo del camposanto y enderezó para el río. Esquivando matas de paja y de talitas, llego hasta la costa y se arrojó al río. La pobre murió ahogada. A la mañana siguiente uno vecino la vio flotando sobre las aguas como una flor de camalote, pobrecita. Hubo mucha gente en el entierro y recuerdo que tenía una parva de flores en la sepultura.
Evidentemente, nosotros no podíamos disimular la congoja. Yo imaginaba el cuadro macabro. Al poco tiempo muchos vecinos que volvían del centro, hacia el puerto (viejo), ya avanzada la noche, empezaron a observar un hecho extraño. Una joven vestida de blanco atravesaba a paso lento, la manzana de la plaza de la Columna y se dirigía al cementerio. Algunos mozos que la habían visto de cerca, aseguraban que tenía la cara cubierta por un velo y llevaba un ramito de flores entre sus manos. La gente decía que era el espectro de la infeliz novia que se dirigía hacia el cementerio con las flores como lo hacía en vida. Más de un joven corajudo la había seguido hasta cerquita del camposanto. La “visión” entraba allí y desaparecía entre las sepulturas. Pero, en claro nadie, ni aun acompañados, había osado entrar tras ella para saber quien era o ver si era de este o del otro mundo.
Una noche tres mozos decidieron develar el misterio. Cuando la joven cruzó el baldío, ia siguieron a cierta distancia. Ella continuaba la marcha, impasible, a paso lento como si nada le importara de sus perseguidores.
Cuando llegaron a la última esquina alumbrada con farol de kerosene, la joven se paro debajo del círculo de sombra que aquel marcaba sobre la calle. Los mozos pasaron, para verla de cerca, sin dirigirle una palabra. La muchacha permanecía inmóvil, con el velo sobre la cara y las flores apretadas contra el pecho. El susto fue grande; sin embargo, se detuvieron en la esquina siguiente, debajo de un corpulento tala. Resolvieron seguirle hasta donde fuera y entrar tras ella en el cementerio. Al rato el espectro retomó su camino habitual y se dirigió resueltamente, seguida de los mozos a distancia prudencial. A poco de andar entre las sepulturas y siempre seguida por los tres muchachos, desapareció de pronto, misteriosamente.
Mucha gente vio aquel espectro y yo mismo lo vi una noche; eso sí, a distancia con tres mozos amigos que ya son finados. Sus ropas blancas resplandecían como la luz de las luciérnagas.
Relato extraído de: Troncoso Roselli, Gregorio, “Evocaciones a la distancia (recuerdos de Concepción del Uruguay)”, 1957
Por esa época, muchos orientales cruzaban el Uruguay y se establecían en los pueblos de la costa argentina; Algunos huían por haber pertenecido a fracciones rebeldes y otros para incorporarse a bandas armadas que preparaban el alevoso asesinato. Eran entonces figuras militares de primer piano, y de confianza del general Urquiza, el general don Miguel Galarza, el coronel Pedro Melitón González y el teniente coronel don Mariano Troncoso, quienes habían sido designados por el propio general Urquiza, para que reunieran todos los datos necesarios sobre el estado actual de las fuerzas de las tres armas del Ejército de la Provincia (1870).
Los cuarteles de la guarnición de Uruguay, capital, entonces de Entre Ríos, estaban situados al oeste de la ciudad entre las actuales calles Ambrosio Artusi y Bartolomé Mitre, con frente a la calle Maipú. Existía hasta hace pocos años “el polvorín”, los pozos con grandes piletas bebederos y algunos paredones derruidos del mismo como testigos olvidados de aquellos tiempo difíciles y gloriosos para nuestra ciudad.
El coronel González era una figura de relieve; había ocupado el cargo de Jefe de Policía y el de Intendente Municipal y por ese entonces presidía la Cámara Legislativa de la Provincia. Su ascendiente sobre las milicias y las gentes de la ciudad y la campaña, era grande por su abnegación y generosidad. Fue asimismo un progresista propulsor de la beneficencia en nuestra ciudad. Su popularidad entre la gente humilde la había adquirido porque sabía llegarse hasta ellos con mano generosa y porque sabía atemperar el rigor de la ley para reprimir los pequeños delitos, producto más de la necesidad y de la incuria de la época, que por designio de delinquir.
En su oportunidad había advertido al general Urquiza su impresión acerca de los emigrados orientales, que todos no venían perseguidos, sino que se pasaban a nuestro, territorio para sumarse a los descontentos. “Exceso de celo, coronel”. Le había contestado el general palmeándole la espalda con su sonrisa franca de viejos camaradas.
Tal vez previendo una alteración del orden en los cuarteles o acaso una supuesta infiltración sediciosa el coronel aparecía por allí de sorpresa, por la noche. Acostumbraba a hacerlo después de las diez la mayor parte de las veces le acompañaba el teniente coronel Troncoso, su hermanastro, o el mayor Pascual Calvento. Aquella noche se dirigió a los cuarteles sin acompañantes, tomando por la calle), hoy Bartolomé Mitre, Hasta acá la parte histórica, verídica. La parte sobrenatural viene a continuación.
El coronel caminaba a paso seguro en la oscuridad por la calzada citada más arriba. Esta calle tenía entonces veredas y una que otra casita; lo demás eran ranchos con cercados de zarzaparrillas y huevos de gallo. Vestía uniforme y llevaba espada; aunque en otoño, cubierto en su capa negra que estilaba en días invernales. La ciudad dormía. Sólo, de vez en cuando se oía el ladrido de algún perro insomne. Al llegar a la calle Ameghino apareció ante él, de improviso, un enorme perro blanco y lanudo que, evidentemente, quería interceptarle el paso, ladraba poco; su actitud era más bien de no dejarle pasar. El coronel quiso avanzar, mas el perro se paró delante suyo sobre las pasas traseras, gruñendo ferozmente. Desenvainó entonces su, espada y le tiró a fondo un puntazo veloz. El perro se lo esquivó fácilmente y así otros varios consecutivos; pero el animal no abandonaba su resuelta actitud de no dejarle avanzar. “Pensé en hacerle un disparo de pistola, pero el temor de causar alarma le contuvo”. Así pasaron varios minutos: a cada puntazo el mastín daba un salto rápido y, a la par que lo esquivaba, llegaba- casi a rozarle el pecho con las patas delanteras.
Diestro en el manejo del acero, ágil a pesar de sus años empleó sus recursos de soldado veterano, pero todo fue en vano.
El perro parecía intocable y sus saltos rápidos eran cada vez más amenazantes y fieros. En uno de ellos, alcanzó a apretar entre sus dientes el ruedo de la capa y tirar fuertemente hacia atrás, como dándole a entender que debía volverse. El coronel clavó su espada en el suelo y apoyó ambas manos sobre la empuñadura y se limitó a mirarle fijamente. El perro, echado delante suyo, jadeante, daba algún ladrido extraño. Esta, la parte más interesante de la historia. El perrazo blanco, dueño y señor en medio la calle, deteniendo el paso a un aguerrido soldado con buenas armas.
-¡Cosa del diablo! Había exclamado el coronel y optó por volverse a su casa, a pesar de su carácter inflexible, acostumbrado a no desistir de sus decisiones.
No había desandado dos cuadras, cuando vio venir apresuradamente, dos bultos oscuros que al pasar debajo del último farol de kerosene fueron reconocidos; se trataba de dos viejos amigos y parientes don Pascual Calvento y don Manuel Céspedes; Ambos venían apresuradamente de su casa. Habían ido a avisarle que esa noche no fuera a los cuarteles, como lo hacía habitualmente.
El negro Mariano, criado del coronel, había llegado corriendo a su casa para comunicarle que, cuando volvía de los cuarteles, hacía apenas unos minutos, varios emponchados estaban cerca de la esquina de la calle hoy Santa Fe como si aguardasen a alguien, en actitud sospechosa. El coronel, a su vez les refirió lo acontecido, pero al llegar nuevamente a la calle Ameghino, el perro había desaparecido, lo que no dejó de molestarle. Sin novedad llegaron juntos hasta el cuarteI. Seguramente su encuentro con los dos oficiales despertó sospechas entre los emponchados, que se creyeron descubiertos y, temiendo ser rodeados, optaron por desaparecer del lugar.
¿Aquel misterioso perro le había salvado la vida? Misterioso porque ningún vecino de ese barrio tenía un perrazo semejante.
Al día siguiente, una esquela anónima decía al coronel: “Un amigo de usted, que no puede revelar su nombre, le pone sobreaviso que han planeado asesinarle, como también al general Galarza. Cuídese usted de salir por la noche sin asistentes bien armados”.
La coincidencia era total. El coronel no creía estas cosas y cuando contaba lo acontecido, decía que todo había sido una casualidad.
Relato extraído de: Troncoso Roselli, Gregorio, “Evocaciones a la distancia (recuerdos de Concepción del Uruguay)”, 1957