Historias y leyendas de C. del Uruguay: Pedro Melitón González y el perro blanco

Casa de Pedro Melitón González en la esquina sur-este de calles 8 de Junio y Urquiza, en una foto de la década de 1980

Por esa época, muchos orientales cruzaban el Uruguay y se establecían en los pueblos de la costa argentina; Algunos huían por haber pertenecido a fracciones rebeldes y otros para incorporarse a bandas armadas que preparaban el alevoso asesinato. Eran entonces figuras militares de primer piano, y de confianza del general Urquiza, el general don Miguel Galarza, el coronel  Pedro  Melitón González y el teniente coronel don Mariano  Troncoso, quienes habían sido designados por el propio general Urquiza, para que reunieran todos los datos necesarios sobre el estado actual de las fuerzas de las tres armas del Ejército de la Provincia (1870).

Los cuarteles de la guarnición de Uruguay, capital, entonces de Entre Ríos, estaban situados al oeste de la ciudad entre las actuales calles Ambrosio Artusi y Bartolomé Mitre, con frente a la calle Maipú. Existía hasta hace pocos años “el polvorín”, los pozos con grandes piletas bebederos y algunos paredones derruidos del mismo como testigos olvidados de aquellos tiempo difíciles y gloriosos para nuestra ciudad.

El coronel González era una figura de relieve; había ocupado el cargo de Jefe de Policía y el de Intendente Municipal y por ese entonces presidía la Cámara Legislativa de la Provincia. Su  ascendiente sobre las milicias y las gentes de la ciudad y la campaña, era grande por su abnegación y generosidad. Fue asimismo un progresista propulsor de la beneficencia en nuestra ciudad. Su popularidad entre la gente humilde la había adquirido porque sabía llegarse hasta ellos con mano generosa y porque sabía atemperar el rigor de la ley para reprimir los pequeños delitos, producto más de la necesidad y de la incuria de la época, que por designio de delinquir.

En su oportunidad había advertido al general Urquiza su impresión acerca de los emigrados orientales, que todos no venían perseguidos, sino que se pasaban a nuestro, territorio para sumarse a los descontentos. “Exceso de celo, coronel”. Le había contestado el general palmeándole la espalda con su sonrisa franca de viejos camaradas.

Tal vez previendo una alteración del orden  en los cuarteles o acaso una supuesta infiltración sediciosa el coronel aparecía por allí de sorpresa, por la noche. Acostumbraba a hacerlo después de las diez la mayor parte de las veces  le acompañaba el teniente coronel Troncoso, su hermanastro, o el mayor Pascual Calvento. Aquella noche se dirigió a los cuarteles sin acompañantes, tomando por la calle), hoy Bartolomé Mitre, Hasta acá la  parte histórica, verídica. La parte sobrenatural viene a continuación.

El coronel caminaba a paso seguro en la oscuridad por la calzada citada más arriba. Esta calle tenía entonces  veredas y una que otra casita; lo demás eran ranchos con cercados de zarzaparrillas y huevos de gallo. Vestía uniforme y llevaba espada; aunque en otoño, cubierto en su capa negra que estilaba en días invernales. La ciudad dormía. Sólo, de vez en cuando se oía el ladrido de algún perro insomne. Al llegar a la calle Ameghino  apareció ante él, de improviso, un enorme perro blanco y lanudo que, evidentemente, quería interceptarle el paso, ladraba poco; su actitud era más bien de no dejarle  pasar. El coronel quiso avanzar, mas el perro se paró delante suyo sobre las pasas traseras, gruñendo ferozmente. Desenvainó entonces su, espada y le tiró a fondo un puntazo veloz. El perro se lo esquivó fácilmente y así otros varios consecutivos; pero el animal no abandonaba su resuelta actitud de no dejarle avanzar. “Pensé en hacerle un disparo de pistola, pero el temor de causar alarma le contuvo”. Así pasaron varios minutos: a cada puntazo el mastín daba un salto rápido y, a la par que lo esquivaba, llegaba- casi a rozarle el pecho con las patas delanteras.

Diestro en el manejo del acero, ágil a pesar de sus años empleó sus recursos de soldado veterano, pero todo fue en vano.

 El perro parecía intocable y sus saltos rápidos  eran cada vez más amenazantes y fieros. En uno de ellos, alcanzó a  apretar entre sus dientes el ruedo de la capa y tirar fuertemente hacia atrás, como dándole a entender que debía volverse. El coronel clavó su espada en el suelo y apoyó ambas manos sobre la empuñadura y se limitó a  mirarle fijamente. El perro, echado delante suyo, jadeante, daba algún ladrido extraño. Esta, la parte más interesante de la historia. El perrazo blanco, dueño y señor en medio  la calle, deteniendo el paso a un aguerrido soldado con  buenas armas.

-¡Cosa del diablo! Había exclamado  el coronel y optó por volverse a su casa, a pesar de su carácter inflexible, acostumbrado a no desistir de sus decisiones.

No había desandado dos cuadras, cuando vio venir apresuradamente, dos bultos oscuros que al pasar debajo del último farol de kerosene fueron reconocidos; se trataba de dos viejos amigos y parientes don Pascual Calvento y don Manuel Céspedes; Ambos venían apresuradamente de su casa. Habían ido a avisarle que esa noche no fuera a los cuarteles, como lo hacía habitualmente.

El negro Mariano, criado del coronel, había llegado corriendo a su casa para comunicarle que, cuando volvía de los cuarteles, hacía apenas unos minutos, varios emponchados estaban cerca de la esquina de la calle hoy Santa Fe como si aguardasen a alguien, en actitud sospechosa. El coronel, a su vez les refirió lo acontecido, pero al llegar nuevamente a la calle Ameghino, el perro había desaparecido, lo que no dejó de molestarle. Sin novedad llegaron juntos hasta  el cuarteI. Seguramente su encuentro con los dos oficiales despertó sospechas entre los emponchados, que se creyeron descubiertos y, temiendo ser rodeados, optaron por desaparecer del lugar.

¿Aquel misterioso perro le había salvado la vida? Misterioso porque ningún vecino de ese barrio tenía un perrazo semejante.

Al día siguiente, una esquela anónima decía al coronel: “Un amigo de usted, que no puede revelar su nombre, le pone sobreaviso que han planeado asesinarle, como también al general Galarza. Cuídese usted de salir por la noche sin asistentes bien armados”.

La coincidencia era total. El coronel no creía estas cosas y cuando contaba lo acontecido, decía que todo había sido una casualidad.

Relato extraído de: Troncoso Roselli, Gregorio, “Evocaciones a la distancia (recuerdos de Concepción del Uruguay)”, 1957

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