La vida cotidiana en el colegio (1857-1863)

Colegio del Uruguay “Justo José de Urquiza”

La vida en el colegio (1857-1863)

El Dr. Luis Aráoz, oriundo de Tucumán, arribo a nuestra ciudad para estudiar en el Colegio del Uruguay, al que arribó el sábado 7 de junio de 1857 y permaneció por espacio de 6 años. Ya grande, a los 88 años, se decidió a publicar sus memorias de aquellos años, gracias a ello podemos saber de primera mano cómo era la vida en el Colegio de tan solo 8 años de su fundación.

Seguramente a algunos les parecerá muy diferente el colegio que nos muestra Aráoz al que podemos conocer hoy. Lo cierto es que nuestro Colegio paso por dos grandes remodelaciones que le cambiaron total mente su fisonomía interna, una en 1835, en la que se agrega la planta alta frente a plaza Ramírez (Sobre un diseño de Pedro Melitón González y se modifica el ala este del mismo, las obras terminan en 1874. Y otra en 1935 en la que prácticamente todo el colegio, salvo el, frente este y el mirador, es demolido y se reconstruye agregando en este caso el primer piso que da sobre la calle Leguizamón. Fue tal la magnitud de la obra que recién 7 años después, en 1942 el colegio, que durante ese tiempo funcionó en la Escuela Normal, volviera a su propio edificio. Este último es el colegio que hoy conocemos.

Vida doméstica – Menaje

La vida doméstica estaba adaptada a la pobreza e insuficiencia de los muebles y útiles y de más elementos que suministraba el colegio, con la incomodidad y aún la consiguiente falta de higiene, y sin embargo, la salud de los numerosos alumnos aglomerados (más de 500), en tan estrecho local, era inalterable, debido seguramente, al incomparable clima de la zona en que está ubicada la ciudad de Concepción del Uruguay, proverbial por su salud y belleza, como lo ha demostrado la estadística demográfica.

Bastará decir que durante los seis años que fui interno en el colegio, sólo fallecieron dos colegiales, uno, Juan Castellanos, (de Gualeguaychú), enfermó de gripe en el año 1858, y Casacuberta, también de Gualeguaychú, y Reboredo de Buenos Aires, ambos de enfermedad propia.

Pero en el año 1856, uno de los primeros enterrados en el nuevo cementerio inaugurado en dicho año (el actual), fue un joven Marechal o Marchan, a quien Andrade había dedicado unos lindos versos, y el rector Dr. Larroque un conceptuoso discurso, según referían los Colegiales en 1857 cuando yo ingrese.

A Juan Castellanos también dedicó el Dr. Larroque un bello discurso del cual recuerdo algunos párrafos.

Los Muebles

Las camas eran de fierro construidas en la localidad, sin nada de adorno, ni ruedas, ni pintura. Consistían en dos cabezales sencillos a la moda usual, dos laderos de planchuelas encajadas por sus extremidades a las patas para soportar el lecho y unir aquellos con los respectivos tornillos o roscas en sus extremidades y la tuerca que los aseguraba por la parte exterior.

Encima de los laderos, las tablas para el colchón; pero como era frecuente la falta de ellas, algunos muchachos usaban cuerdas entrelazadas de lado a lado que no soportaban horizontalmente el colchón, viniendo a formar como una bolsa o hamaca que, a veces, casi tocaban el suelo. No por eso perdían el sueño para dormir como si tal cosa, pues los feroces madrugones pasaban por alto toda incomodidad

Después, conforme iba aumentando el número de alumnos, las camas se construían de pino blanco por el carpintero del colegio. Todo este menaje ha desaparecido, dado que se suprimió el internado en el colegio, tan completamente que no he vuelto a ver una sola de esas camas, aún en las casas particulares, a pesar de mi empeño en buscarlas, para conservarlas como un objeto de recuerdo de la pobreza y de cuando se fundara el colegio.

La ubicación de las camas en los dormitorios era perpendicular a las murallas, y distanciadas unas de otras, a lo más, unos 50 centímetros, quedando una callejuela o pasillo por el centro del aposento, por el que se paseaban los veladores durante toda la noche, encargados de la vigilancia.

Debajo de cada cama se tenía el baúl con la ropa y una bolsa con la que debía ser lavada.  No había escupideras, de modo que previa permiso del velador, había que salir a medianoche, si era el caso, atravesar el patio, para concurrir a los excusados.

El dormitorio grande, como ya hemos dicho, comprendía toda la cuadra de frente a la plaza Ramírez, y el cuarto de cuadra que hacía ángulo al sud sobre la actual calle por medio con la iglesia. A este cuarto de cuadra lo denominaban “El valle”, no sé por que razón.

A mi me tocó, hacer mi cama sobre una de las mesas de la sala de matemáticas, actualmente parte del salón de actos públicos, sobre la galería, y algunos días después tuve ubicación en “El valle”, al lado de la mocheta del arco del muro interno con la cabecera al Sud. En el año siguiente, pasé al extremo norte del mismo dormitorio, al lado de la ventana norte de lo que es actualmente el Salón de Actos Públicos.

A mi lado tenía a Francisco Viñas, español, compañero de los pocos que, como yo, sobrevivimos actualmente. Enseguida hacia el lado Norte tenían sus camas Cipriano Pons y Pedro José Peña (no recuerdo a otros). En 1859 pasé al dormitorio de Martín Saravia, que lo componía el salón de la media cuadra sobre la actual calle Galarza hasta el ángulo Noroeste (calle Leguizamón). Allí fueron también Pedro José Peña, su hermano Manuel, Mariano Alisedo, José E. Colombre, Lorenzo Escobar, José Colombo, Lisandro Segovia, Nazario Benavidez, etc.

En 1861 pasé a jefe, conjuntamente con Mariano Alisedo y Eusebio Dojortí, del dormitorio del salón que comprendía la media cuadra sobre la calle con frente al Sud, (que antes sirvió de iglesia) desde el zaguán hasta tocar con el cuarto de la esquina Sud Oeste, que ocupaba el vice-rector Don Domingo Ereñú.

De los compañeros en este dormitorio recuerdo a Juan Miguel Clementino Sañudo, Luciano Quesada, Legarreta, Valentín Virasoro, Adolfo Aldao, etc., etc.

Nosotros, los tres jefes, ocupábamos el cuarto situado sobre la calle a la izquierda del zaguán de entrada. Los mismos alumnos debían hacer sus camas bajo penitencia, si no las dejaban bien tendidas o arregladas.

Refiero lo que pasaba en mí porque así sucedía más o menos a todos los alumnos cuya vida interna, como puede verse, era dirigida paternalmente por el Rectorado, con el cuidado y vigilancia de que los colegiales siguieran rumbos según su edad y conservando la intimidad de sus amigos, cultura, y cariño recíproco.

El dormitorio grande contenía como 120 camas y no menos de 50 el precedente. Fuera de los otros que había en el mismo edificio, se alquilaban casas para dar colocación a los que no cabían en la misma casa. Generalmente los de afuera, eran para los alumnos de más edad.

Veladores

Era un privilegio ser nombrado velador, porque se les permitía dormir hasta las 8 de la mañana, y no más a los que les tocaba el turno de pasar mala noche.

Para el dormitorio grande se nombraban, por el mismo Rector 28 veladores, elegidos entre los alumnos más formales, 4 para cada noche de la semana, 2 de ellos para el cuidado de las 4 horas desde las 9 de la noche hasta la 1 de la mañana. Estos despertaban a los otros 2 que les correspondía desde la 1 a las 5 a.m., en la noche del día de la semana de su tumo.

A su cuidado estaba la vigilancia constante en toda la noche para mantener el orden, dar permiso al que tenía que ir a los W.C. o por sí alguno se enfermaba, y dar parte al Rector al día siguiente de las novedades que hubiese.

Se hacía guardia, tomando mate, en el zaguán del segundo orden o piezas al lado de la plaza, actualmente adyacente a la escalera para los altos, y única entrada entonces, para el dormitorio, pues la puerta que da a la plaza, estaba totalmente cerrada, o clavada.

La entrada a los dormitorios durante el día, era totalmente prohibida, solamente con permiso del jefe podía entrarse en casos de urgencia, para cambiar ropa u otra diligencia necesaria.

Los muebles

Eran todos de obra blanca de carpintería, sin el trabajo del obrero de muebles, de tablas de pino Spruce apenas cepilladas, sin nada de barniz ni pintura, tanto las mesas como los bancos o asientos. Solamente los escaparates que guardaban los instrumentos de música y algunos de los del gabinete de física, tenía pintura imitación cedro.

Sillas

Puedo afirmar que no alcanzaban a una docena las que había en el colegio y no todas con asiento de suela o cuero, nada de esterilla ni tapicería, destinadas a los profesores.

Dos había en el estudio de mayores, para Larroque y para el profesor Jorge Clark en el extremo norte del salón; una en el de menores, una en la sala de música (de ñandubay y asiento de suela) como para cura confesor; una en la sala de religión; finalmente otra en la cabecera de la mesa de profesores o del Rector en el comedor.

Todos los demás asientos eran de largos bancos de pinotea y otros de un solo asiento para los colegiales como jefes de mesa que ocupaban la cabecera de ellas en el comedor. Y por consiguiente, nada de respaldos, para apoyarse a descansar.

Mesas

Las de los salones de estudio y de las clases no tenían menos de tres metros de longitud y la escasa anchura de 0,60 centímetros, con seis cajones hacia un solo lado para abrirse hacia arriba, y su cerradura o candado, cada mesa para seis alumnos. Dichos cajones estaban destinados a guardar los libros de estudio y útiles de escritorio de cada colegial.

La ubicación de esas mesas en el salón de estudio de los mayores era, como es de suponerse, paralela a las murallas, a una distancia como de 0,50 centímetros y otra mesa adjunta con el frente hacia el centro del salón, de manera que ambas unidas por sus fondos formaban una mesa de 12 cajones para 12 alumnos, 6 con la espalda contra la muralla, y 6 hacia el pasillo del centro del salón, sin ningún respaldo en el banco de una sola tabla sobre tres patas de pino blanco.

Al otro lado del salón las mesas tenían la misma colocación, de modo que apenas quedaba un pasillo, no más de 1 metro de anchura, en el centro del salón sobre el cual daban la espalda la hilera de alumnos en toda la extensión del salón.

Las extremidades de las mesas estaban apartadas como 0,40 centímetros unas de otras, al objeto de que se pudiese pasar para ocupar los asientos con respaldo de la pared. Pero como frecuentemente había alumnos rezagados, para ocupar su asiento tenían, a veces, que hacerlo pasando sobre la mesa.

Cada mesa tenía un jefe. Cuando cesaba las entrada a los salones, el Rector Larroque, decía: “Parte”, para que se lo dieran los jefes de las mesas, en caso que faltase algún alumno.

En el estudio de mayores, la ubicación de las mesas era la siguiente: En el ángulo de dicho salón con el de menores, al centro sobre una tarima, la mesa del Dr. Larroque, con su silla desde donde vigilaba los dos salones, de mayores y el de menores, ambos, como queda dicho, sobre la galería interior Este y Sud.

A la derecha de la tarima una mesa con seis alumnos, y después, siguiendo hacia el Norte el salón, las mesas dobles, a cada lado, de doce alumnos c/u, menos las últimas (al llegar al fondo) hoy zaguán de entrada por la plaza, donde a cada lado de los muros había una mesa simple dejando el espacio al centro para el pizarrón y silla del profesor, de la clase mercantil o de comercio, que era don Jorge Clark.

El salón de menores, más o menos tenía las mismas distribuciones dejando el fondo Oeste hasta el muro del zaguán central Norte-Sud, el espacio para las cátedras de gramática, etc., etc., que desempeñaba el profesor, Dr. Baldomero García Quimo.

 Dormitorio No. Pasando el zaguán y con entrada por el mismo, la pieza con dos ventanas sobre la galería, era dormitorio de legistas; allí estaban: Juan Mantero, Desiderio Rozas, Retamal, Cornejo, y otros.

Sala de Música. Pared por medio siguiendo siempre al Oeste, con dos ventanas también sobre la galería, era la sala de música, con dos mesas de pino de las ya descriptas, paralelas a la pared de las ventanas y cuatro escaparates con los instrumentos de la banda de música, las partituras, y cuadernos, los faroles de los atriles, etc.

A lo largo de la pared del fondo los atriles con bancos a los dos lados para los alumnos de la banda.

En la cabecera un piano horizontal para tomar las lecciones de solfeo cantado, y para acompañar a la orquesta.

El cuarto siguiente, cuadrando las dos hileras de piezas, contenía los roperos (de pino blanco) con el vestuario de los alumnos del batallón “Guardia de Su Excelencia”, blusas azules de paño con vivos o filetes colorados, cinturones y kepis a la moda francesa; y en otros roperos los fusiles del batallón, todos fulminantes, sin bayoneta como 200.

Sobre la galería Oeste, como ya hemos anotado, con puerta en el ángulo y una ventana, vivía el Ecónomo del Colegio, el anciano don Felipe Argento, con su hijo Aureliano. Allí compraban los muchachos, yerba, azúcar, tortas revestidas de azúcar quemada, etc.,

La cocina. Al Norte enseguida del zaguán que da a la calle (hoy Leguizamón) y con dos ventanas sobre la galería, estaba la cocina. Sus útiles eran, una larga y pesada mesa de pinotea, en la que se trituraba la carne, la cual mantenía el olor a pino aún después de cocinada, el asado y también el caldo del puchero; pero que teníamos que devorarlo prescindiendo de su repugnancia.

Contra la pared de los fogones donde se hacía el asado al horno, (detestable), y en grandes tachos de lata el caldo, café con leche, etc. Los cocineros eran tres o cuatro vascos de muy pobre indumentaria, y nada de aseados.

La puerta de entrada era a la izquierda del zaguán central y la de la derecha la del cuarto del legista Medrano, que vivía solo, y encargado de vigilar (según creemos) los toques de la campana que pendía de un palo encajado al lado de la puerta de la galería y como a dos metros de altura. Hasta hace pocos años ese palo todavía estaba colocado. Según creemos el Rector Dr. Tibiletti lo ha hecho sacar.

La campana. Fue regalada al General Roca durante el rectorado del Dr. Honorio Leguizamón. Este me refirió que el general Roca la tenía en su estancia “La Larga” en La Pampa.

Los lavatorios. Ocupaban la sala con dos ventanas, y entrada por el pequeño patio del Oeste, enseguida del cuarto de Medrano. Era una mesa larga, casi del largo del salón, dos tablas forradas de zinc, en dos planos inclinados hacia la línea del centro. Una cabecera más alta que la de la otra extremidad, al objeto de que la diferencia de altura correspondiese a la altura y comodidad de los alumnos, de tan diferentes tamaños.

Al lado de la cabecera alta estaba el depósito de agua en una media pipa. Enseguida de la más baja otra tina igual que recibía las aguas servidas de las palanganas que las volcaban sobre la mesa.

Las palanganas eran de hojalata, fabricación extranjera, en número no menos de veinte. El jabón (negro generalmente) lo llevaba el alumno juntamente con su toalla.

El agua siempre muy fría; era terrible cumplir con el reglamento de lavarse la cabeza una vez por semana, al toque de campana en el invierno, a medianoche.

Los excusados. En el patiecito referido estaban los excusados. Consistían en 3 o 4 cámaras escalonadas hacia el fondo (como de dos metros y medio, y con dos o tres escalones sobre la superficie. Cuando se llenaban, se los desagotaba a la medianoche, generalmente en las vacaciones.

Cuando se sentía por las calles el traqueteo de los carros conductores y la ráfaga del aire alterado se exclamaba: ¡Ahí va el Tigre!

Los orinales eran detestables, consistían en pequeñas piletas, angostas, del ancho de la pieza, contra de las murallas, la mitad bajo el nivel del suelo, y por el fondo se escurría el líquido para juntarse con las cámaras del Tigre.

El agua para tomar. A la izquierda del patiecito estaba una pipa colocada horizontalmente sobre dos bajos caballetes y un agujero en la parte media superior, y al lado de éste una cadena delgada (1 metro de largo) atornillada al lado del agujero , y en la otra extremidad un jarro de lata asegurado por la oreja de la cadena.

El mismo jarro servía para cuantos tenían necesidad de tomar agua, introduciéndolo a la pipa para alzar el agua.

La Enfermería. Sobre el mismo patiecito doblando hacia la derecha, se daba a su izquierda con la puerta de la enfermería, de los excusados, tan solo por la pequeña anchura del mencionado patiecito.

Era (1857), la enfermería atendida por el colegial Fermín Montaña (del Paraná), y en ella, como un privilegio, tenía su dormitorio el alumno N. Videla, de familia pudiente de Chile (Valparaíso) en el referido año. Después vivió, como ya hemos dicho, en la esquina de la calle 25 de Mayo y Rocamora, a la derecha 1 o 2 años después, la enfermería fue trasladada a las piezas que se construyeron en el sitio de media manzana, calle por medio del Colegio, (Leguizamón hoy). Eran una pieza para enfermería, que empezaba como a 15 metros del arco de la calle, y 3 más siguiendo al Oeste para dormitorios, todas de techo de paja. El enfermero era Pedro Balarino, ya de edad, muy buen hombre.

A pesar del crecido número de colegiales y de la vida pobre y antihigiénica que se hacía, nunca la enfermería ha tenido más de cinco enfermos conjuntamente. El médico, único entonces en el Uruguay, era el Dr. Vicente H. Montero, bien conocido por su filantropía y nobleza.

Todo alumno que decía estar enfermo, tenía que ir a la enfermería para ser examinado por el médico, e informar diariamente si realmente estaba enfermo, o para recibir la asistencia necesaria. Por consiguiente, de nada valía una ficción o maña, que era penitenciada si la constataba el informe médico.

Comedores. El salón principal sobre la calle Oeste (Leguizamón) empezaba desde el zaguán de salida de dicha calle hasta la pared, hacia el Norte, que lo separaba de la enfermería de frente de los excusados.

Paralela a dicho salón sobre una tarima cuya extensión era la anchura del salón, estaba colocada la mesa ocupada por el Rector, en la cabecera Oeste, espalda a la calle, y en los bancos a lo largo, algunos legistas o profesores.

A cada lado del salón, las mesas de los colegiales, cada uno con doble fila de largos bancos, una arrimada a la pared, y otra hacia el centro, y cada mesa era ocupada por no menos de 16 alumnos con un jefe a la cabecera sentado en un pequeño banco.

El jefe distribuía la comida de la fuente a los comensales se su mesa. La entrada al comedor, que se concurría desde los salones de estudio, era siempre en formación de dos en dos, y cada colegial tenía su lugar señalado en las mesas.

La entrada, por el zaguán del centro, se hacía ante la vigilancia del rector Larroque, que se paraba en la puerta de entrada. Ya todos adentro y parado cada uno frente de su asiento, en la tarima referida pronunciaba las siguientes palabras de rezo en latín: Benedictio Mensa.  Benedicite. Oremus. Bénedic, Domine, nos, et hactua dona, qua de tua largitáte sumus iump. Tuvi. Per Christum Dóminum nostrum. Amen.

Bendición de la Mesa

Nota: Oración que pronunciaba el Rector Dr. Larroque al sentarse a la mesa. (Colegio del Uruguay)

Antes del rezo leía el parte de todos los jefes, sobre las faltas de los alumnos y dictaba la pena a cada uno, generalmente privándolos del pan (lo único bueno que se servía), u ordenando copiar cierto número de veces el verbo aplicado a la falta.

En la mesa no era tan riguroso el silencio. Algo se podía hablar o conversar, pero en voz baja.

Servicio de mesa. Consistía: en una fuente redonda de hojalata, con dos orejas de alambre, de fabricación local, en las que se conducía la comida a la mesa entregándola al jefe de ella para el reparto.

Dos platos de hojalata, hondo uno, plano el otro, para cada comensal, de fabricación extranjera, las cucharas de acero estañado; los tenedores y cuchillos de cabo compuesto de dos chapas de hueso, todo de lo más ordinario y pobre. Una jarra, también de lata y un vaso para cada mesa para tomar agua. Sólo el servicio para el te de mañana era de loza blanca. Todo sobre un mantel y nada de servilletas.

La Comida. De mañana, a las 8, una taza de té con leche, y un pan que los sirvientes repartían conduciéndolo en un canasto con el cuidado de no ser engañado por el colegial para conseguir dos en vez de uno, pues cuando alguno era penado privándosele del pan, procuraba hacerlo equivocar al repartidor, o al compañero de al lado, para entregarle al penitenciado.

El almuerzo. (De 11 a 12). Consistía en caldo de puchero, las carnes del puchero y un guiso detestable.

La comida. (de 7 a 8 de la tarde). Una sopa (fideos o arroz), el consabido guiso, y el asado, algunas veces este acompañado por ensalada de lechuga. La carne, triturada groseramente sobre las mesas de pinotea de la cocina, la mayor parte de las veces venía impregnada con el olor a la madera de la mesa.

Algunas ocasiones, dos o tres veces al mes, servían orejones, pero ¡que orejones, bien orejudos!

Nada de postres, fruta, ni verdura, ni mucho menos vino. Todo esto no hemos conocido en la alimentación, pero nos ha servido de experiencia para aprender a ser pobres, y contrarrestar con indiferencia y altivez la vanidad que enorgullece a los que no han conocido necesidades.

El lavado de la ropa. Se hacía bajo la dirección de alumnos nombrados por Larroque, con la designación de Jefes de Brigada. Cada brigada la constituía un cierto número de colegiales, los cuales debían llevar su ropa a lavar bajo inventario y marcada con su número de matrícula. El jefe confrontaba los apuntes en presencia de las lavanderas, y hacía la entrega del conjunto.

Cuando venían a recoger la ropa, o la devolvían ya lavada, el mismo Dr. Larroque en el estudio o en el comedor, hacia el anuncio en alta voz: “Ha venido la ropa de tal brigada”, expresando el número de ella o avisando el momento en que iba a ser entrega para llevarla.

El Baño. A las cuatro de la mañana, una o dos veces por semana, siempre formados en hilera de dos en fondo, conducidos por el incansable rector Dr. Larroque, iba el colegio al baño, en el río, generalmente al “Puerto de las Piedras”, paseo de los colegiales, actualmente “Puerto Nuevo“; otras veces al “Puerto de los Barcos“, hoy “Puerto Viejo “ y otras al “Puerto Calvento”.

Una vez en la margen del río, ordenaba Larroque sacarse la ropa exterior, y enseguida, el reposo de diez o más minutos, después de los cuales, daba la voz de: ¡al agua!

Era prohibido a los que no sabían nadar, ni a los más pequeños, entrar al agua donde podían perderse. Y a los que sabían nadar les era permitido entrar a lo hondo pero sin pasar el límite señalado, sobre cuya línea se mantenían de guardia dos botes a fin de evitar los peligros y hacer la salvedad.

Esta precaución respondía, según se decía, a que, en uno de los años precedentes (1855-1856), se había ahogado el clérigo Céspedes en momentos en que sostenía enseñándole a nadar al chiquilín Emilio Villafañe. O por otra desgracia igual con otro colegial.

Vida de Estudios

A las cuatro y media en verano, y a las cinco en invierno, se tocaba la campana para levantarse. Era plena noche e intenso frío en invierno. Una hora después ya estábamos todos en los Estudios, a los que se entraba por una sola puerta, la que está en el ángulo Sud-Este de las galerías que lo forman, pasando por el frente y bajo la mirada de inspección del incansable Dr. Larroque quien se fijaba en todos los colegiales que iban entrando para ver si se había lavado y hecho el peinado, y aseo conveniente, lo cual le era fácil verificar por que eran muy pocos; pero muy pocos, los que poseían abrigo sobre el gentil y pobre traje de saco, y no permitía que se cubriesen parte de la cara los ricachos que tenían una capa, pues en aquella época no había llegado, a lo menos al colegio, la moda del sobretodo.

Nos eran muy útiles los papeles de diario. El que consiguiera algún ejemplar del diario “El Uruguay” que allí se publicaba, lo aprovechaba como abrigo colocándoselo entre el chaleco y el saco pues la camiseta era muy escasa. Al menos yo y varios otros no la teníamos.

El toque de campana

Me parece oírlo todavía como resonando después de tan largos años y con todo el fastidio que le teníamos al campanero Lértora, que la tocaba, diremos a la medianoche.

Por recordar esos toques lo escribo con signos musicales, con el compás y valor de sus tiempos, pero sin poder determinar el timbre ni la nota del diapasón.

Terminada la entrada, el Rector, parado sobre su tarima, decía: ¡Parte! a todos los jefes de mesa, por sí faltaba algún alumno o había otra novedad.

En los salones del estudio era absoluto el silencio y ninguno podía levantarse de su asiento sino por urgentes momentos y con permiso del jefe de mesa. Y, de cuando en cuando, el Dr. Larroque recorría el pasillo del centro de los salones, para ver si alguno se dormía o se ocupaba de leer otros libros que los del estudio. Sin embargo, a hurtadillas podía ocupamos de leer novelas o escribir cartas.

Al toque de campana, a las ocho, se salía del estudio, y, en formación, se pasaba al comedor, al desayuno de té con leche y un pan. Inmediatamente después, previo un recreo de menos de media hora, se volvía al Estudio, a donde a cada entrada de los profesores se llamaba a los alumnos respectivos que recibía el profesor en el salón de su clase.

Poco antes de las doce terminaban las clases (después de dos horas). Reunidos de nuevo en el Estudio, se pasaba al almuerzo. Se leían las faltas y penitencias señaladas, según los partes de los profesores y jefes, y poco después se entraba al recreo de 12 a 2 p.m. Todos tenían que estar en el patio o los claustros, sin serles permitido entrar a las habitaciones.

Durante los recreos se jugaba a las bolillas, saltos, a la pelota, etc., etc., y muchos lo pasaban en charlas y paseándose, y los muy estudiosos leyendo o preparando las lecciones.

A las 2 p.m. se entraba otra vez al estudio, para asistir a las clases de la tarde, según fueran llegando los profesores. De tarde el recreo era de 1 hora, después de las clases. A las 6 ya todo el colegio estaba en el Estudio.

De 7 a 8 era la cena, y poco después a dormir. A las 9 todos estábamos en su sueño y en perfecto silencio.

Los jueves no había clases por la tarde, y los domingos solamente la de religión que daba Larroque de 9 a 10. En estos días el mismo Larroque conducía en formación a todo el colegio, al paseo, para regresar a las 4 o 6 según la estación.

Los lugares de paseo eran con más frecuencia al puerto de las Piedras (hoy Puerto Nuevo). Después de estar todos formados, señalaba el Dr. Larroque los límites. Al Este era el río; al Norte por donde pasa actualmente el ferrocarril; al Sud la línea que pasaba por el punto llamado La Bomba. Al Este más o menos la línea de Sud a Norte que corre por el lugar que ocupa actualmente el Hospital de Caridad.

Todo esto desde 2 o 3 cuadras de la plaza Ramírez, como ya lo hemos dicho, era un hermoso campo desierto con su punto culminante o colina, lo que ocupa el hospital, y a media cuadra antes de llegar al río (a donde está el chalet de Bybel más o menos), había un rancho al lado de un alto naranjo, y como media cuadra al Norte una higuera rodeada de un bosque de ñapindás.

Los colegiales se reunían en grupos de cuatro, seis o más, asociados para tomar mate generalmente debajo de los arbustos, espinillos, o en las sinuosidades de la barranca del río.

Allí se pasaba el mate cimarrón por turno preparado por uno de los colegiales del grupo, o el pucho de cigarro que se hacía circular por turno, y con precauciones para no ser descubiertos por Larroque que se ocupaba durante todas las horas del paseo de pegar sus galopes a caballo en vigilancia de los grupos.

Otra localidad para las salidas a paseo era al Norte cerca del arroyo Curro en la dirección de la calle 25 de Mayo más o menos. La hora del paseo terminaba por un llamado a formarse en el centro del campo; se averiguaba si alguno faltaba, y siempre en formación, se regresaba al colegio.

Los profesores y las clases

Empezábamos siguiendo el orden de las horas en que eran desempeñadas.

Clase de música – instrumental y vocal. La dictaba el profesor Doroteo Larrauri, de 7 a 8 de la mañana la vocal, y a las mismas horas por la noche la instrumental. En invierno, como puede deducirse, a las 7 estaba amaneciendo en los meses más rigurosos.

Empezaremos por las clases que desempeñaba el Dr. Larroque, el profesor incomparable, el Rector ideal, que como vamos anotando ofrece una personalidad extraordinaria, por su sabiduría múltiple, su acción incansable, su criterio y energía ecuánime y constante, la dirección en todo hasta el menor detalle en el cuidado de la instrucción, y en la vida doméstica y en el internado de los numerosos alumnos procedentes de todas las provincias y de regiones lejanas, de clase y de índole y de educación diversa, tratando a todos según su condición y con el cuidado paternal que reemplazaba al que cada uno tenía en su hogar.

Larroque está en todas partes, enseñando, vigilando, dirigiendo a los alumnos al paseo, al baño, a misa, al estudio, al comedor, cuidándolos en el recreo, dentro y fuera del colegio; él era el primero en levantarse antes del toque de campana a las cuatro y media o cinco de la mañana; el último en acostarse a las once de la noche.

El cuida los salones de estudio, él llama a las clases cuando vienen los profesores, él anuncia la llegada de la ropa lavada indicando La Brigada; el impone la penitencia de los partes que se reciben, él hace cuidar al alumno enfermo vigilando si es bien atendido; él enseña al alumno el modo de corregir las costumbres defectuosas, en el hablar, vestir y aún en el modo de caminar.

El reemplaza al profesor que no ha asistido, dictando la clase, superándolos a varios de ellos con un empeño admirable para que aprenda y se instruya el alumno.

En fin, qué no hacía este sabio admirable e incansable, como maestro, como pedagogo, como consejero y como Rector, todo encuadrado en la moral y la honradez intachable.

Alumbrado

Toda la iluminación se hacía con velas de cebo, de baño. En los estudios había tres o cuatro candeleros sobre cada mesa y una despaviladera. En los dormitorios y comedores, las velas se colocaban en un pequeño candelero o arandela, de hojalata adaptada en la extremidad de un fierro o largo clavo como de 40 cm., encajado en las paredes, a dos metros y medio de altura, y a las distancias convenientes, pero siempre en la dirección del pequeño espacio (40 o 50) cm., que separaba las camas.

Media hora antes (a las cuatro y media en invierno) del toque de campana para levantarse, entraba al dormitorio grande el sirviente a encender las velas, conduciendo un pequeño banco que arrimaba a la pared por el estrecho espacio entre las camas, para alcanzar a la altura de los candeleros, recibiendo las maldiciones de los colegiales que se despertaban cuando aquel entraba con su banco en medio de las camas. Por esta causa era detestable la ubicación de las camas al lado de las luces, pues el dormir media hora más era de importancia.

El sirviente, se llamaba Domingo Lértora, ya de alguna edad y de buena educación. Tuvimos ocasión de oírle referir que había sido sacristán en una iglesia de Lima, en el Perú.

El Dr. Larroque, trabajaba sobre su mesa, durante las horas del estudio de noche, ante la luz de dos velas de igual clase.

El alumbrado exterior (de igual clase) consistía en cuatro faroles, en forma de tronco de pirámide cuadrangular invertida, colocados en los ángulos de las galerías internas, suspendidos sobre dos fierros encajados en la pared. Hasta hace pocos años los he visto, y cuando fueron sacados, busqué mucho uno de esos faroles para colocarlo como recuerdo en mi casa. Los que me mostraron guardados en el depósito del Mirador, eran distintos (hace seis años). Otro farol había en el único zaguán de entrada del colegio, por la calle Galarza.

En la ciudad no existía alumbrado público, fuera de cuatro faroles (y no estoy seguro), en los ángulos de la reja que rodeaba la pirámide de la plaza Ramírez, demolida (en 1858  o 59) para edificar la existente actualmente, y también en el zaguán de la Policía.

El alumbrado público en Tucumán en aquellos años (1857 y siguientes) con velas de baño de sebo. Todavía no se conocía el Kerosene, introducido por los año 1861-62 (como tuvimos ocasión de ver en el Rosario en dicho año 1862) bajo el nombre de Luz del Plata.

Estudiantes

El estudiante más aventajado como talentoso en el aula de derecho como en las de otras asignaturas, estaba considerado así, Juan A. Mantero, a la vez que al menos contraído a los libros. En el corto tiempo (minutos), que podía leer la lección, la aprendía íntegra, y muchas veces ganaba apuestas, a cambio de un cigarrillo, leyendo una sola vez una larga página de un libro y repitiéndola, sin olvidar una coma. En relación a su gran memoria, estaba su inteligencia, su bondad, su energía y su noble conducta.

El estudiante más preparado y dedicado al derecho canónigo era Aureliano Argento (a) “Largo viaje “, de apodo, porque era alto y delgado.

Estudiaron los preparatorios en el Colegio del Uruguay:

Abogados: Facundo Grané, Antonio Medina, Carlos Jurado, Juan Antonio Casacuberta, Manuel Morón, Cipriano Ruiz, Moreno, Camilo Villagra, Amador Tahier, Leopoldo Tahier, Benjamín F. Zubiaur, Arturo Ortíz, Miguel Coronado, Ramón A. Parera, Emilio Marchini, Ramón Costa, Andrés Gallino, Carlos Elías, Enrique Spangenberg, José N. Díaz, Francisco Barroetaveña.

Médicos: Miguel Fernández, Miguel Clavarino, Santiago C. Díaz, Fortunato Díaz, Eduardo Goñi, Martín Ruiz, Amado Lanza, Manuel O. Vasallo, Enrique Pietranera, Teófilo Pietranera, Reynaldo Villar, Alfredo Méndez Casariego, Pedro I. Coronado, N. Galdoz, N. Savalet.

Ingenieros: Alberto Méndez Casariego, Domingo Sobral, Anselmo Lazo.

Curas: Vicente Martínez, Camilo fue diputado provincial el 1883, y enseguida Vice  Gobernador, luego Diputado Nacional, y por fin el 1890 Vice Gobernador electo, muriendo en seguida. Faltan otros que no recuerdo.

Marzo 25 de 1909.    

Edición: Civetta, María Virgina y Ratto, Carlos Ignacio. Teto extraído de Aráoz, Luis, “Del tiempo viejo”

Prefectura y Aduana de Concepción del Uruguay

Vista del edificio de la Prefectura, sin las galerías.

Estos edificios “gemelos” se encuentran ubicados sobre Avenida Spiro, entre las calles Ambrosio Artusi y Belgrano, en la zona portuaria de Concepción del Uruguay

Desde la época hispánica, las funciones de las hoy Prefectura Naval Argentina y Dirección Nacional de Aduanas estuvieron ligadas por lazos funcionales, debido al común medio en que desarrollan sus actividades, el río, el puerto y la navegación comercial e incluso en algunos momentos de nuestra historia, la Prefectura tuvo a su cargo las funciones eminentemente aduaneras sin ser su misión específica.

En el siglo XlX las funciones de ambas instituciones, bajo la denominación de “Capitanía de Puerto y Comandancia del Resguardo (funciones policiales marítimas y fiscales aduaneras) estaban a cargo de un funcionario con la denominación de “Capitán de Puerto y Comandante del Resguardo”, al retener ambas funciones, estaba en el denominado “Puerto Viejo” en el edificio que se conoce popularmente como la “aduana vieja” en la que posteriormente funcionaron las oficinas de la División Rio Uruguay del MOP y en actualidad la Facultad Tecnológica de Concepción del Uruguay.

Al pasar a la esfera de la nación las Capitanías de Puerto, por decreto de fecha 1 de noviembre de 1862, que con anterioridad habían dependido, primeramente del gobierno de la provincia de Entre Ríos y a partir del 8 de febrero de 1854 del gobierno de la Confederación Argentina, se designa el primer Capitán de Puerto del  (Concepción del) Uruguay de carácter nacional en la persona del Coronel de Marina Mariano Cordero quién recibe el cargo el 9 de febrero de 1863 del Coronel de Guardias Nacionales de Entre Ríos Felipe Quiroga, que continúa a cargo de “Comandante del Resguardo” (funciones fiscales aduaneras) hasta que la nación nombre el correspondiente Administrador de Aduana Nacional.

En estas circunstancias, se produce la separación formal de las funciones de Capitán de Puerto por un lado y la de la Comandancia del Resguardo por el otro, después que estas funciones estuviera en manos de una sola persona, desde el 23 de febrero 1822, cuando se nombra para el mismo al José María Leonardo Urdinarrain siendo el primer jefe de la actual Prefectura Concepción del Uruguay.

La Capitanía de Puerto del Uruguay (denominación de la época) al sancionarse el decreto de fecha 31 de enero de 1882, en que se cambia el nombre de Capitanía General de Puertos por el de Prefectura Marítima (actual Prefectura Naval Argentina) la dependencia de nuestra ciudad pasa a denominarse Subprefectura del Puerto del Uruguay.

Los nuevos edificios

Vista de la Prefectura y Aduana , entre ambos edificios corren las vías del tren que llevan al “Puerto Exterior”

Durante la presidencia del General  Julio Argentino Roca, por decreto de fecha 15 de febrero de 1882, se nombra una comisión con “el objeto de efectuar estudios y preparar el respectivo proyecto para dotar a Concepción del Uruguay de un puerto acorde sus necesidades…”

Efectuado los estudios por una comisión embarcada a bordo de la Cañonera “Pilcomayo” al mando del Teniente de Navío Valentín Feiberg e integrada por Luís lsola, Ramón Lira, Eugenio Geroux y José Rossi, elevan el respectivo informe al Ministerio de Guerra y Marina recomendando que para dotar a Concepción del Uruguay, de un puerto adecuado para la operación de buques de todos los calados “se debía construir un muelle sobre el propio Rio Uruguay el que debía estar unido con tierra firme por un puente muelle, que partiendo desde el puerto de las Piedras cruce el riacho Itapé e islas de las Garzas, empalme con éste…”

El proyecto presentado fue aprobado por Ley N° 1259/1882 de fecha 30 de octubre de ése año, llamándose a licitación pública el 9 de noviembre de 1883, presentándose para la construcción de las obras previstas las empresas José Luzzetti que cotizó la suma de $ 173.666,46 m/n e ldelfondo Casanova que oferto la suma de fi; 14.663,65 m/n por los edificios de la aduana y subprefectura del Uruguay…” y $ 177.4999,30 por las obras del puente y muelle, siéndole adjudicadas por haber presentado las mejores condiciones de financiación y asumir los costos de importación de los materiales por decreto de fecha 17 de abril de 1881.

Las obras se inician de inmediato, sufriendo en el interín de la construcción, varias modificaciones de los planos originales, a medida que las obras iban avanzando, finalizándose en marzo de 1887, que se efectúan las pruebas de recepción por parte del departamento de ingenieros de la nación siendo aprobadas.

El 5 de diciembre de ése mismo año, el Presidente de la Nación Doctor Miguel Juárez Celman y comitiva, entre los que se encontraba el Prefecto Marítimo D. Carlos Alberto Mansilla, arriba al ” Puerto Nacional de Concepción del Uruguay o muelle exterior sobre el rio Uruguay” a bordo del vapor de Pasajeros “Eolo”, procediendo a la inauguración de las obras, entre las cuales estaban los nuevos edificios para la Subprefectura y Aduana.

La Prefectura Marítima, toma posesión de su nuevo edificio (el actual) el 31 de marzo de 1888, recibiéndola en nombre de la institución el Subprefecto del Uruguay (jefe) Carlos María Cordero (h) haciéndolo entre el ingeniero Alfredo Seurot en representación del Departamento de ingenieros de la Nación.

Estas circunstancias, son comunicadas por el Subprefecto Cordero al Prefecto Marítimo Carlos Alberto Mansilla por nota de fecha 4 de abril del mismo año informándolo que: “…recibido el edificio destinado a la Subprefectura y requiere instrucciones sobre el destino a dar a las oficinas en el Puerto Viejo… (…) “Toca a Ud. resolver si se deben instalar allí las oficinas (se refiere al nuevo edificio recibido) y si el Puerto Viejo debe quedar habilitado a las operaciones…”

El Subprefecto Cordero, recibe la orden de “trasladar las oficinas a su nuevo edificio en el Puerto Nuevo (se refiere al actual) debiendo el Puerto Viejo, quedar inhabilitado a las operaciones comerciales… “ El 18 de junio de 1888, se mudan a sus nuevos edificios (los actuales) la Subprefectura y

Aduana del Uruguay (Concepción del) quedando de esta manera definitivamente inhabilitado a las operaciones comerciales el “Puerto Viejo”

Gestiones posteriores de los comerciantes locales, logran su rehabilitación parcial para las operaciones exclusivas de las embarcaciones denominadas “Isleras” que hacen el tráfico comercial con las islas del río Uruguay, en la explotación del carbón de leña, miel, frutas, paja, madera etc.

 Juicio por la ocupación de terrenos particulares por parte de la Nación

Los edificios de la Subprefectura y Aduana de Concepción del Uruguay, fueron construidos por orden y cuenta de la nación en terrenos de propiedad de Doña Carolina Britos sin mediar expropiación o autorización alguna de su propietaria dando lugar a un voluminoso expediente por usurpación.

El 14 de octubre de 1885, la demandante se presenta ante las autoridades municipales solicitando: “…la indemnización o compensación de los terrenos de su propiedad ubicados a uno y otro costado del bulevar Córdoba (actual Estrada)…“ Puesto el expediente a estudio de la Comisión de Tierras Municipales ésta se expide diciendo que: “…la municipalidad no sería quién debe indemnizar lo que ella no ha tomado (se refería a la Nación) ni tampoco sería la autoridad competente ante la que debería reclamarse…”

Al fallecer Carolina Britos, el administrador de sus bienes Darío Castillo a los efectos de iniciar el juicio sucesorio, reclama a la municipalidad local la propiedad de los referidos terrenos.

Después de un largo trámite burocrático, el Honorable Concejo Deliberante de la ciudad de Concepción del Uruguay, sanciona la Ordenanza N° 59 de fecha 25 de junio de 1901, reconociendo como propiedad de la finada Carolina Britos y sus sucesores la propiedad de 2 ½ manzanas deduciendo de éstas las fracciones de terrenos ocupados por los edificios de la Subprefectura y Aduana y 2.223 m2. correspondiente para la colocación del empalme del ferrocarril y servicios del puerto interior acorde lo solicitado por el Ministerio de Obras Públicas de la Nación.

Por la misma disposición, se compensa a los herederos de Carolina Britos con terrenos municipales, de similar superficie ubicados entre bulevar Córdoba (actual Estrada) al norte y calle Uruguay (actual Artusi) al sur, hacia el oeste los terrenos que poseería originalmente la extinta.

Modificaciones a los edificios originales

En la foto se pueden ver los dos edificios ya con sus galerías y ya se encuentra el nuevo muelle de alto nivel, de madera-

Desde que la Prefectura y Aduana, ocuparon sus respectivos edificios de líneas arquitectónicas similares, en el año 1888, con el correr de los años sufren modificaciones, para ir adecuándolos a las necesidades de cada una de las instituciones que los ocupan.

Entre algunas de las más importantes modificaciones experimentadas por los respectivos edificios, se destacan que, al ser entregados para su ocupación, no estaban revocados en su exterior y no poseían galerías circundantes como se puede observar en la actualidad.

Por Decreto de fecha 31 de octubre de 1905, se autoriza a realizar importantes obras en los edificios de la Subprefectura y Aduana del Puerto de Concepción del Uruguay autorizándose una partida de $ 2.783,55 m/n ampliada posteriormente a $ 10.000 para la realización del “revoque” de ambos edificios, construcción de aljibes para provisión de agua y pozos para WC estando los trabajos a cargo de la reconocida empresa local de Enrique Deloir. La construcción de las “coberturas” (sic) son autorizadas por Decreto de fecha 17 de octubre de 1912, siendo adjudica a la empresa local de José Guggiari en la suma de 4.005,97 pesos m/n.

En el mes de noviembre de 1915, el Ministerio de Obras Públicas de la Nación aprueba el proyecto elaborado conjuntamente con Obras Sanitarias de la Nación para dotar de “aguas corrientes” al puerto de Concepción del Uruguay con un presupuesto de 40.000 pesos m/n, consistente en la instalación de “un tanque elevado de 200.000 litros de capacidad, bombas, cañerías para la red de incendio y la instalación de aguas corrientes en los edificios de la Subprefectura y Aduana…“

El abastecimiento de agua a ambos edificios, hasta ése momento se hacía mediante el uso de aljibes y agua extraída en “pipas o carros aguateros ” del riacho ltapé.

Al procederse al desarme del viaducto al puerto exterior en el año 1917, a los efectos de la construcción del muelle de “alto nivel” y ampliación de la dársena interior se procede a levantar las vías y playa de maniobras del ex ferrocarril Central Entrerriano que existían entre ambos edificios en la actualidad plazoleta jardín.

Los edificios de la Prefectura y Aduana sufrieron los embates de las grandes crecientes del rio Uruguay de los años 1888, 1889, 1941 y 1959; en ésta última las aguas llegaron a + 2,20 sobre el nivel de los terrenos donde se encuentran emplazados los mismos.

En la actualidad los remozados edificios ocupados por la Prefectura y Aduana de Concepción del Uruguay, son partes indivisibles del paisaje de la zona portuaria y de la ciudad, habiendo sido mudos testigos de importantes e históricos hechos acaecidos en nuestro puerto, desde su habilitación, hace ya más de 130 años

Por gestiones realizadas por las autoridades de Prefectura, se obtiene la sanción de la Ordenanza 4161/1996 por la que la Municipalidad de Concepción del Uruguay, le confiere la categoría de “Edificios de interés Histórico Municipal” a los actuales edificios de la Prefectura y Aduana.

 

Edición: Civetta María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio sobre un artículo de Rousseaux, Andrés René, “Edificio del Banco de la Nación Argentina“, Edificios con historia”, Tomo III

 

 

Las calles de la ciudad. Sus nombres históricos y actuales

Calle “Tonelero” o “Del Tonelero”, Actual San Martín. Foto de 1875

De acuerdo a un minucioso trabajo realizado por el Arq. Carlos Canavessi, podemos ver que el nombre más antiguo de una calle de la ciudad que aún se conserva es el de General Urquiza, aunque diferentes arterias de C. del Uruguay han llevado su nombre. 

Es interesante destacar que los primeros nombres a las calles de Concepción del Uruguay se encuentran en el primer plano de 1856 del elaborado por el agrimensor Picont cuando por primera vez se les impone un nombres por orden del comandante militar y político de la ciudad en ese entonces Coronel Ricardo López Jordán. Algunos de los primeros nombres de las calles de ciudad, que figuran en ese plano son: La Concepción (Hoy Lucilo López), Gral. Garzón (Hoy Ing. Henri); Arroyo Grande (Ereño); Buenos Ayres (Sarmiento), Entre Ríos (Alberdi), Tonelero (San Martín), Representación (9 de Julio), Ciencias (Galarza), Comercio (Rocamora), San José (8 de Junio), Calá (Posadas), Las Artes (Mitre), del Mercado (Estrada), Vences (España y Leguizamón), Paraná, América (L. N. Além y Congreso de Tucumán), India Muerta (Rivadavia y Ameghino), Laguna Limpia (Carosini y Rep. de Chile), Independencia (Supremo Entrerriano y Artigas) y Federación Entrerriana (Juan y Eva Perón).

En consecuencia, la primera mención a una calle con el nombre de Urquiza, data de principios de la década de 1850, ocupando entonces, toda la extensión, desde el norte hasta el sur, ya que todavía la calle 9 de julio no dividía a la ciudad en dos, respecto del nombre de sus calles. Luego en 1880, pasa a denominarse General Urquiza la actual Juan Domingo Perón, antes Londres y Federación Entrerriana, aunque ya para 1897, esa calle paso a llamarse Vicente H. Montero. Luego se denominó Avenida Justo José de Urquiza a la actual Av. Paysandú y desde 1970, pasa a denominarse con ese nombre, hasta la actualidad, la ex calle Centenario del pronunciamiento y ex Coronel González (Por Pedro Melitón González), volviendo luego de más de 100 años a denominarse esa calle con el nombre del máximo caudillo entrerriano.

Luego, aparecen las calles Moreno (Antes: Lima, Libertad y Real del Puerto) y 3 de Febrero (Antes: Roma y General Urquiza), Gral. Galarza (Antes Ciencia o de las Ciencias) y Tomás de Rocamora (Comercio o del Comercio), cuyo nombre se mantiene inmutable desde los primeros años de la década de 1880.

Plano de Concepción del Uruguay de 1897

En antigüedad le siguen, ya apareciendo en el plano de la ciudad de 1897 y manteniendo su nombre hasta hoy, las calles Perú, Rosario, 25 de Mayo (Antes Libertad), Rivadavia (San Juan), Chacabuco, San Lorenzo, Las Piedras, Maipú, Suipacha, Belgrano, Ituzaingó, San Martín (Antes Catamarca y del Tonelero), 9 de Julio (Antes Representación), y Cochabamba.

Para 1909 encontramos una calle denominada Bartolomé Mitre (Antes Las artes, que con alguna interrupción muy breve continua hasta la actualidad. A mediados de la década de 1940 pasa a llamarse Soberanía, pero ya en 1948 recupera su nombre.
Hasta ese momento fines de la década de 1910 sólo 3 calles llevaban nombres de Uruguayenses. General Urquiza, Vicente H. Montero y Coronel González.

Recién para estas fechas se comienzan a colocar nombres locales, todas ligadas con el Colegio del Uruguay, es así que en 1918 encontramos las calles: Dr. Clark (Antes Nogoyá y Tucumán), Larroque (Antes Tucumán), Jordana (Antes Chaco y Gualeguaychú), Eráusquin (Antes Gualeguaychú), Ugarteche (Antes Concordia) y O. Leguizamón (Antes Mendoza) -Ord. 160/11-. 
También encontramos a Almafuerte – Ord. 393/17- (Antes Corrientes), Virrey Vértiz –Ord. 417/18- (Antes Calle 1 del Este Sud ), Santa María de Oro –Ord. 342/16 (Antes Santiago del Estero y Chile), España (Antes México, Mendoza y Vences), L. N. Além –Ord. 160/11- (Antes Florida), Congreso de Tucumán –Ord. 337/16- (Antes Paraná), Ameghino –Ord. 393/17- (Antes San Juan e India Muerta).
De esta manera ya para comienzos de la década de 1920 la ciudad empieza, en lo que al nombre de sus calles se refiere, a tomar una configuración muy parecida a la de hoy en lo que al denominado “Casco Histórico” se refiere. 

Texto: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio

Don Francisco Mortola, empresario y deportista

Primera Sede del Yatch Club. (Foto extraída del libro “Diario de Francisco Mortola)
 
Francisco Bartolomé Mortola, (12/03/1884 – 07/08/1978), fue un inmigrante italiano, nacido en Santa Margarita del Ligures. Su familia era de trabajo, pero cuando tenía doce años le pide permiso a su padre para venir a América, como se decía antes, “Hacer la América”. Sus padres consideran en ese momento, que era muy pequeño y debió esperar dos años más.
El 15 de noviembre del 1900, se embarca en el Piróscafo Sirio, viejo vapor que hacia la línea Génova – Buenos Aires.
Como casi todos nuestros antepasados al partir de su lugar de origen deja con mucha nostalgia familiares y el lugar donde crecieron, y al que prometen volver.
El viaje no fue de lujo, pero la juventud, todo lo soporta y está todo bien. Francisco, viajo a cargo de una familia, de apellido Vaccaro, formada por el matrimonio y cuatro hijos. La niña más pequeña, María, unos diez años más tardes se transformaría en su esposa. 
El día que llegan a Buenos Aires, con gran sorpresa, ve que en “La Boca”, donde se encontraba el puerto de Buenos Aires se hablaba italiano. Claro, si ahí se juntaban los inmigrantes italianos.
Rápidamente llega al encuentro del contacto que traía para trabajar .Por su corta edad y pocos estudios, le asignan la tarea de limpieza. Una vez terminado su trabajo, le asignaban otras tareas, terminando su día laboral a las 23 horas. Los días domingo, los usaba para recorrer la ciudad y conocerla. Le atraía el Riachuelo y el Tigre, los barcos y veleros.
Solo había venido a Argentina por seis meses, pero se fue quedando y superando en su trabajo por su capacidad y voluntad.

Francisco Mortola (Foto extraída del libro “Diario de Francisco Mortola)

Un día recibe noticias de su hermano que trabajaba en la provincia de Corrientes. Este debía viajar a Italia a cumplir con el servicio militar, que en aquel entonces era obligación para el mayor de la familia, si este no se presentaba, debía hacerlo el segundo de los hermanos. Este no era el problema, el problema era, que se dejaba el trabajo lo perdía. Es así que le solicita a su hermano Francisco que lo reemplace, guardándole el lugar. Este hablo con su jefe, quien entendió la situación y le permitió viajar para trabajar por su hermano, guardándole el trabajo.
El viaje a Bella Vista fue duro, al llegar le presentan su nuevo patrón y al otro día, cinco de la mañana ya estaba trabajando en un negocio de ramos generales. Fue muy bien recibido, ya que tenía la experiencia adquirida en Buenos Aires.
En 1903, regresa su hermano, quien recupera su puesto de trabajo. Pero el patrón, ofrece a Francisco, ser el encargado de una sucursal en un pueblo cercano, Caa-Cati. Y para ahí partió. Un pueblo chico, pobre, mucho calor, poca agua, la carne había que secarla para conservarla, se hablaba poco y necesario. Una vida dura.
En conjunto con su hermano habían ahorrado un poco de dinero, y deciden montar un negocio solo: Mortola Hnos. Este negocio fue creciendo día a día, con la ayuda de comerciantes amigos. Francisco, viajo a Buenos Aires, y trajo mercadería que hicieron crecer aún más el negocio. También se casa para entonces y con el nacimiento de su primer hijo, viaja a Italia, a visitar su familia y mostrar su esposa y primer hijo.
Pasan varios meses, disfrutando de la familia y viajando por Italia y Europa. En 1910, regresan a Argentina acompañados por su padre, quien regreso a Italia a los tres meses.
En 1921, regresa a Italia nuevamente, vivían cerca del mar y tenían dos botes, usados por los hijos para paseos. Así nació el amor al mar y las embarcaciones. Crearon el Yatch Club Golfo Tibullio, con aficionados al deporte a velas, en Santa Margarita.
Así transcurría la vida de trabajo y práctica del deporte a vela. Europa entraba en momentos políticos muy peligrosos, deciden regresar a Argentina, era el año 1930.

Vista del negocio de Mortola en nuestra ciudad. (Foto extraída del libro “Diario de Francisco Mortola)

Deciden afincarse en alguna ciudad del Uruguay, más precisamente Paysandú. Ahí desarrollan su negocio, acompañado por sus hijos y siguen su práctica del deporte favorito, la vela. Como la plaza de Paysandú no era muy importante, deciden trasladarse a Concepción del Uruguay, Entre Ríos, fundando el comercio al que llamaron “Francisco Mortola e Hijos”. En esta radicación tuvo mucha injerencia el Pbro. Zaninetti, a la sazón Cónsul de Italia, quien realizó importantes recomendaciones para que Francisco pudiera afincarse en nuestra ciudad. Con el tiempo este comercio se convirtió en uno de los grande mayoristas de la ciudad, incorporando, además una importante fábrica de fideos
Para 1950 Don Francisco retorna a Italia, dónde permanecerá hasta principios de la década de 1970, dónde vuelve con su señora a C. del Uruguay, dónde fallece el 7 de agosto de 1978 a la edad de 94 años.

Yacht Club Entrerriano y la primera regata
Se hacen socios del Club Regatas, que no practicaban navegación a vela, solo canotaje.
Los Mortola tenían un velero, el Delfhis (Fabricado en Paysandú), al que por supuesto llevaron al club. Este velero hizo que muchos se interesaran por el deporte, y los Mortola fueron haciéndose importantes en el club. Hasta don Francisco presidio la sub-comisión de canotaje y vela.
Fueron tomando importancia y relacionándose con gente de Prefectura. Tal es así, que proponen hacer una regata al principio de la temporada veraniega, que rindiera homenaje a todos los caídos en el mar. Llevándose a cabo todos los años.
Es así, que la primera, reunió varias embarcaciones, que precedidas por una de Prefectura, navegaron hasta Balneario Itapé. Al llegar al lugar se dispusieron en círculo, uno de los marinos dijo unas palabras conmemorando el Combate del Arroyo de La China y se tiro al agua una corona de laureles, con vivas a los caídos en dicho combate.

Primera Sede del Yatch Club. (Foto extraída del libro “Diario de Francisco Mortola)

Se regresó al puerto y se realizó la primera regata que fue dar tres vueltas a la isla. El primer premio fue para el velero, Delphis, tripulado por Antonio y Marcos Mortola (hijos de Francisco), segundo lugar, el Felicia, de Paysandú y tercero de Gualeguaychú, el Golondrina.
La sub-comisión de vela del club, siguió trabajando y creciendo, tan es así, que, Francisco Mortola propone formar un nuevo club náutico, dedicado fundamentalmente a los barcos a vela. Inmediatamente se pensó en un lugar contiguo al club para radicarse. La primera reunión se hace en el Centro Comercial, quedando formada la comisión de esta manera:
Comodoro: Francisco Mortola, Vice-comodoro: José Rivero, Capitán: Arturo Bernal, Secretario: Agustín Artusi y Tesoreros: Antonio Mortola y Enrique Toscani
Elijen el lugar en La Salamanca que era propiedad del ferrocarril y bautizaron el nuevo club náutico con el nombre Yatch Club Entrerriano. Al poco tiempo el ferrocarril responde afirmativamente cediendo un pedazo de terreno de 200 metros. Su primera sede fue una casita prefabricada de una sola pieza. A los cinco años de fundado el club Don Francisco debió trasladarse a Italia nuevamente, y, la Comisión Directiva nombro a José Alonso Rivero como nuevo Comodoro.
Dieron inicio a un lugar de reunión de familias y amantes del deporte a vela.
Hoy es un lugar muy importante, contando con innumerables embarcaciones, que surjan diariamente el Arroyo del Molino, Riacho Itapé y Río Uruguay.

Edición: Virginia Civetta/Carlos Ratto. Fuente: Bernal, Gabriela, “Diario de Francisco Mortola”, 2015

Las viñetas de “Tito” Bonus

Ex-calle 1 del Sur que desde ahora pasará a llamarse “Tito” Bonus (Foto diario “La Calle”

“Tito” Bonus, fue un importante periodista de nuestra ciudad que desarrolló su tarea en diferentes medios de Concepción del Uruguay. Incursiono en la radiofonía como relator y formo parte del equipo deportivo de la naciente “LT11”. Sus escritos fueron publicados en diferentes medios locales, entre ellas en La Calle, “LT11”, Provincia y en la ya desaparecida revista “El Hogar”, donde publicara sus recordadas viñetas.
Tito Bonus nació el 23 de octubre de 1909, falleció el 15 de noviembre de 1965, a los 56 años de edad. Su nombre era Justo José.

A modo de homenaje y para que no se olvide una de sus facetas, a continuación, trascribimos una serie de sus recordadas viñetas “Divagaciones de un loco suelto”: La Tienda, 

1. La Tienda
La tienda, es el cese de las novedades, las novedades, son esos artículos que hace dos meses están en las vidrieras, la vidriera es precisamente donde nos entusiasmamos con esa compra que después nos resulta un clavo, el clavo, es móvil de la rebaja, la rebaja es un recurso para vendernos caro convenciéndonos de una pichincha, pichincha es la excuse de una compra innecesaria.
La tienda es la debilidad de la mujer, la mujer admira le extravagancia, extravagancia es la ostentación en ridículo, ridículo es confundir el maniquí con un dependiente y el dependiente es la amabilidad a sueldo.
La tienda, es el negocio por metros, el metro es el arma del tendero y consiste en una medida que a lo sumo tendrá noventa centímetros, la medida es la falla del traje de confección, el traje de confección es una prenda hecha de pálpito, el pálpito, es le tentación del lance, lance es lo que se tira el tendero con la oferta reclama cuando quiere salir de un clavo… 
La tienda es donde la mujer satisface su curiosidad, la curiosidad le hace revolver todo el negocio pare elegir ese género que una vez en.la casa ya no le gusta, el género enuncia la cuenta de la costurera, le costurera es una mujer llena de hilachas, la hilacha es la viruta de la costura y la costura es por donde revienta el vestido cuando la mujer engorda.-
Liquidación de retazos, es una venta de sobras, sobras son esos recortes de géneros que idearon el primer vestido combinado, el vestido combinado es una redoblona de colores, redoblona es lo que se le dio a ese vestido que por quedar chico pasó e le hermanita menor y así, se recorrió toda le familia. 
La tiende es el lugar donde le mujer hace turismo, turismo, se le llama el viajar sin necesidad, la necesidad es un pretexto para el pechazo y el pechazo es un requisito que cumple le mujer antes de salir para las tiendas-
El precio fijo, es una prevención contra el regateo, el regateo es le última vuelta de la clienta, vueltas son las que dan para encontrar el modelo, el modelo es lo que se elije porque le queda bien al maniquí, el maniquí es un estorbo de las tiendas, estorbos resultan esos paquetes con que la mujer viaje en colectivo, el colectivo es lo que nos hace llegar tarde e una citas….
Cuando las tiendas liquidan es porque las polillas comenzaron e comerse le mercadería a pesar de la naftalina, naftalina es el perfume de las tiendas…

Tito Bonus

Población Charrúa en Entre Ríos y Concepción Del Uruguay

Cerro de “La Matanza” en Victoria, sitio de la última batalla de los Charrúas en 1749

Al referirnos a los Charrúas, tenemos que tener en cuenta que este grupo étnico comprendía: A los Charrúas propiamente dichos, los Guenoas, los Minuanes, los Bohanes y los Yaros. Fueron mencionados en las crónicas que se conservan, en el Siglo XVI y hasta mediados del Siglo XIX.

Diversos autores coinciden en ubicar a los Charrúas para el Siglo XVIII, entre los  ríos Paraná y Uruguay, es decir en lo que actualmente es la provincia de Entre Ríos.

El patrimonio cultural se lo divide en dos: desde el Siglo XVI a primera mitad del Siglo XVIII y el segundo hasta Siglo XIX, en que desaparecen como entidad cultural, aunque quedaron sobrevivientes que establecieron acuerdos con vecinos hispano-criollos. La diferencia de estas etapas culturales estuvo dada por que en la segunda usaron caballos.

Con respecto a los vocablos, existen nombres que no son guaraníes de dudoso origen: Ej.: Calá, Gená, Cupalen, Clé, Dol, Nogoyá y Pos Pos.

“hay un informe de 1684, según el cual un arroyo que podría ser el Arroyo Grande o uno cercano, en Departamento Colón, se denominaba “De  Quai  Pot  Pot”, que significaba “Arroyo de los Porongos”, tal como lo tradujo un baqueano charrúa que iba de acompañante del Piloto que en ese momento realizaba la mensura de las tierras. Es posible que ese nombre abreviado hoy sea “Pos Pos.”

La llegada del español a nuestra provincia y las diferentes quejas de los vecinos de Santa Fe que eran atacados por los Charrúas, hicieron que se decidiera atacar el territorio entrerriano, con el objetivo de exterminar a los Charrúas.

En 1749, el gobernador de Buenos Aires, José de Andonaegui ordeno la campaña. Actuaron desde Montevideo, Santa Fe, Santo Domingo Soriano y las Misiones Jesuíticas, las tropas estaban al mando de Vera y Mujica.

El primer acto que fue el 23 de noviembre de1749, en proximidades de Nogoyá abajo (entre Nogoyá y Victoria). Aquellos indígenas que se salvaron fueron llevados a Santa Fe que en las proximidades de Cayasta, se fundó la reducción de la Purísima Concepción de los Charrúas.

El lugar del extermino, un cerro panorámico, fue denominado “De la Matanza”, en recuerdo a esta luctuoso hecho. En torno a este cerro se fueron afincando pobladores desde comienzos del año 1800. Primero eran inmigrantes vascos a los que más tarde se le sumaron italianos (en su mayoría Genoveses), dando origen así a la ciudad de “La Matanza”. En 1829 un decreto del gobernador de Entre Ríos, Juan León Solá, cambiaría el nombre original de La Matanza por el de Victoria, tal como conocemos hoy a la ciudad.

Pero cuando se afincan las primeras familias venidas de Gualeguaychú, León Almirón, Juez Comisionado del Arroyo de la China, da cuenta que el vecindario estaba compuesto por una treintena de familias españolas y otras tantas naturales. Años más tarde el Tte. Coronel Tomas de Rocamora en su informe al Virrey, de lo contabilizados en Nogoya, Gualeguay Grande, Gualeguaychu y Arroyo de la China, dice que además de las casas de blancos se hallan cientos que pertenecen a naturales y mulatos.

No se puede identificar con certeza quienes eran “indios” o “naturales”. Y es muy escasa la información que dan los libros parroquiales.

Posiblemente descendientes de aquellos exterminados en 1749 y eran contratados para servicio de servidumbres.

Algunos bautizados en Concepción del Uruguay:

Aguirre, María del Rosario – “China adulta Minuana” – 1797

Casas, María – “Párvula como de 3 años de nación Charrúa” – 1796

Peña, Miguel- “Indio Charrúa” – 1801

Ximenex, María de la Asunción – “China Charrúa” – 1797

Lorenza Mallea en su libro “Las Mallas del Viaje”, hace referencia a la existencia de tolderías en la zona sur oeste de la ciudad (Barrio del Cerrito) y en las cercanías a Concepción del Uruguay, a  mediados de los años 1800, aunque sin determinar a qué grupo étnico pertenecían.

 

Edición: Civetta, Virginia / Ratto Carlos. Texto extraído de Harman, Ángel, “Los Rostros Invisibles de Nuestra Historia”, 2010

 

Hotel de París, un solar con historia

El Hotel París en sus tres etapas, al centro la original de 1890, a la derecha la segunda, de 1910 y a la izquierda la final, de 1930 aproximadamente (Foto extraída de una publicidad del año 1940)

Aún hoy, a casi 40 años de haber cerrado sus puertas definitivamente, el edificio principal del hotel París, continúa mostrando su figura frente a la plaza principal de Concepción del Uruguay, denominada Francisco Ramírez, en honor a uno de los primeros caudillos que defendió la causa federal en nuestro país.

El Hotel París ocupó el solar (porción de tierra cuya superficie equivalía a un cuarto de manzana) dónde según algunos autores nació el 13 de marzo de 1786 el caudillo entrerriano, tal como la acredita una placa colocada en su fachada en el año 1971, al ser aceptado públicamente este hecho avalado por Comisión Nacional de Monumentos y Lugares Históricos (filial C. del Uruguay).

La historia comienza con la distribución de tierras inmediatamente después de fundar la ciudad, el 25 de junio de 1783, y con la asignación del solar Nº 1 a la madre de Francisco Ramírez, doña Tadea Jordán -y no a Gregorio Ramírez su padre- por ser esta descendiente del Virrey Juan José de Vértiz y Salcedo.

Posteriormente, ya en el año 1867 se comienza a edificar en este sitio el teatro 1º de mayo, asistiendo a la inauguración del mismo, el 21 de noviembre de 1868, uno de sus impulsores, el general Justo José de Urquiza.

El teatro 1º de Mayo

Hotel parís, a la izquierda puede verse el teatro Primero de mayo

La historia nos indica que en este solar funcionó el Teatro 1º de Mayo, primer edificio dedicado al arte de este tipo en Concepción del Uruguay.

En el año 1867 en que se constituyó la Asociación Promotora del Progreso de Concepción del Uruguay, quienes se proponen entre otros fines el de dotar a la ciudad de un teatro.

Finalmente, el 21 de noviembre de 1868, se produjo la inauguración del Teatro 1º de Mayo, con la actuación de una compañía dramática española. Para dar una idea de la magnitud de la obra, cabe consignar que para esa fecha la población de C. del Uruguay (capital de la provincia de Entre Ríos)  era de 6.513 habitantes

El teatro tenía capacidad para 450 personas distribuidas en plateas, palcos altos y bajos y un paraíso con 120 asientos. La decoración estuvo a cargo del pintor Bernardo C. Victorica, quien pintó el interior del teatro y los adornos del cielorraso, en el que se destacaba un ángel cubierto por una túnica transparente. Victorica, después de abandonar C. del Uruguay realizó su obra cumbre, la ejecución del telón de boca del antiguo teatro Colón de Buenos Aires. Este pintor, Bernardo Cornelio, era hermano de Benjamín Victorica, secretario del general Urquiza y marido de Ana Urquiza, hija del general.

En el año 1926 el teatro estaba clausurado por el municipio por razones de seguridad y la comisión directiva juzgó que el costo era demasiado alto para los recursos de la Asociación, y eso sumado a que ese año vencía el plazo de vigencia legal de la misma que había sido conformada por 25 años. En base a estas razones se resolvió la disolución de la Asociación Promotora del Progreso y proceder al remate del edificio del teatro.

El ganador de la puja resultó el señor Inocencio Suilar. El día 24 de mayo de 1928, seis meses después del remate se procede al traspaso de la propiedad al Sr. Suilar, y en ese mismo acto el teatro es vendido a la señora Ambrosia Serafina Delaloye de Barral. Cabe señalar que la señora de Barral era ya propietaria del Hotel París, establecimiento que funcionaba lindero al límite sur del teatro.

El fin de la señora de Barral era conservarlo y remodelarlo conjuntamente con la expansión del hotel. El proyecto planeaba dotar al nuevo teatro de 535 butacas, con la platea en declive, un hall 40 metros cuadrados, espacio para orquesta, tertulia, 17 camarines con baño, etc. el costo del proyecto era de 206.000 pesos, suma elevada para la época y la crisis del ’30, hizo imposible conseguir la financiación.

Finalmente, ya muy deteriorado nuevamente clausurado por la municipalidad la señora Barral debió desistir de su obra y el histórico edificio fue demolido en el año 1930.

El Hotel París

En el centro el nuevo Hotel París

Tomando como base el Club Casino Uruguay, edificio construido en el año 1870, en el año 1890 comenzó a funcionar el Hotel París, por iniciativa del joven matrimonio compuesto por Pedro José Barral y Serafina Delaloye de Barral, quienes en el año 1898 compran el cuarto de manzana con esquina en E. Perón y 9 de Julio, terrenos que fueran oportunamente del Dr. Benito Cook y los hermanos Julio y Bernardo Victorica. En ese momento de realizan refacciones al viejo edificio del Dr. Cook y se amplía hasta la calle 9 de Julio, dando así origen a la antigua fisonomía del hotel París. 

En 1905 se decide ampliar el edificio en el terreno ubicado frente a calle 9 de julio, en razón de la demanda de alojamiento existente, mientras tanto se debe alquilar una casa ubicada en calle Juan Perón (Vicente H. Montero) 10. Finalmente, en 1909 se inauguran las primeras obras consistentes en la nueva cocina y comedor, mientras que las 50 nuevas habitaciones con baño y agua corriente se inaugurarán al servicio a fines de 1910.

Don Pedro Barral fallece el 28 de febrero de 1928 quedando al frente de la empresa su señora Serafina Delaloye, hasta el año 1955, 11 de agosto, fecha en que fallece.

El 1º de enero de 1928 se inauguran en la ciudad las obras de alumbrado, cloacas y aguas corrientes, debiendo ser los edificios de uso público (como los hoteles y restaurantes) los primeros en tener que ajustarse a las nuevas normas.

 Carlos Gardel

Numerosas figuras del arte y la política pasaron por el Hotel París, entre ellos Florencio Sánchez, el Barón Hirsch y Benjamín Victorica, pero, entre sus visitantes, se destaca la figura del gran Carlos Gardel, en el año 1933, en ocasión de actuar en el Teatro Avenida (actualmente supermercado Gran Rex). La significación de esta visita radica en que éste fue el último punto de Argentina en que actuó y pernoctó Carlos Gardel antes de emprender- vía una lancha que lo trasladó a Paysandú (ROU)- la gira que lo llevara a la muerte en el año 1934 en la lejana Colombia.

Gardel arribó a C. del Uruguay en ferrocarril y se alojó, como mencionamos en el Hotel París, donde además desarrolló una intensa actividad social. Durante su estadía, Gardel no salió mucho de su habitación, ya que gran aficionado a las carreras de caballos se la pasó palpitando alguna fija para el hipódromo de Palermo. 

El final

En el año 1956, los descendientes de la familia Barral vendieron el establecimiento, aunque en esta operación no se incluyó el nuevo hotel (hoy rectorado de la UNER). En el año 1964 el Concejo Deliberante sancionó una Ordenanza –la Nº 2187/64- que prohibía “demoler ninguna finca en la zona céntrica…”, hecho que permitiría la preservación de la fachada de este simbólico edificio.

Finalmente, este edificio es vendido en el año 1984 y fue destinado a oficinas y negocios comerciales, función que aún se sigue desarrollando en ese histórico sitio. Por su parte, el nuevo hotel es vendido a la Universidad nacional de Entre Ríos en la década de 1980.

 

Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Fuentes: Oscar F. Urquiza Almandoz, Historia de Concepción del Uruguay Tomo I y II, Abril de 1983, Municipalidad de Concepción del Uruguay. María del C. Miloslavich de Alvarez, “Acerca del lugar de nacimiento del general don Francisco Ramírez”, Diario La Calle,  13 de marzo de 1981. “Cuando el Zorzal cantó en Uruguay”, Diario la Calle, junio de 1987.. Revista “Panorama”. Andrés Rousseaux, Edificios con historia,  año 1999. “Hotel parís, entre la nostalgia y la realidad“, Diario La Calle, 15 de diciembre de 1987. Agradecimiento especial al señor Pedro Barral por permitirnos acceder a sus archivos.

 

 

Sucesos del barrio de “Las latas”

Nuevo edificio de la Escuela Normal, habilitado en 1914. Puede verse lo despoblado del lugar.

Después de construida la Escuela Norma! el barrio cambió. De a poco, pero cambió. Las ranchadas se corrieron por lo menos hasta la calle Ereño; antes esa calle fue San Luis y antes no sé.

Como las casas pobres se remiendan con lo que se tiene a mano, el lugar tomó el nombre de Barrio de las Latas. Entre él y la cárcel había un gran naranjal.

A principios de este siglo, más o menos por donde la actual calle Lucilo B. López se juntaba con el naranjal, había un almacén. Primeramente fue de adobe. Luego de ladrillos. Después lo revocaron y le pusieron rejas. Era grande. Bien surtido en bebidas y comestibles. Hacía buen negocio el dueño, pues estaba a un paso del Barrio de las Latas y en el final de la ronda del naranjal, que hacían los agentes de la cárcel noche a noche.

Es sabido que donde el menudeo es más menudo, los precios son mejores para el vendedor, el capital rinde más. Así fue, en ese naranjal, en tiempos de Don Pedro Benítez como alcaide de la cárcel, allá por 1912 o 1913, donde se decía aparecía el lobizón, que sin duda sería Don Giácomo, vecino del barrio y séptimo hijo varón de la familia. Los convecinos estaban asustados y no salían sin buena luz natural.

El almacenero estaba alarmado por la merma de las ventas. Pidió ayuda a Don Benítez, quien, por supuesto no creía en aparecidos, pero los agentes sí.

Don Pedro decidió tranquilizar a todos mandando un hombre a pasearse por el exacto lugar donde el animal surgía. Nadie quería ir, pero las órdenes del jefe son irrechazables.

El señalado fue Facundo Tape, de aspecto fiero debido a un machetazo que le partió la nariz a lo largo. Con desgano, al paso de una tortuga observadora y tranquila, se encaminó al naranjal. Un poco porque le gustaba y un poco para darse coraje, tomó varias copas en el nombrado negocio, conversó, salió a dar una vueltita “para reconocer el lugar”, dijo y entró a tornar otra vez.

Cuando la hora fatal se acercaba no tuvo más remedio que cumplir, pues las expectativas generales se centraban en su persona.

Ya se sabe que las noticias vuelan solas y, aunque cuando entró por la primera caña no había otro parroquiano, los curiosos fueron llegando. Para el tiempo de su segunda entrada, el saloncito estaba lleno. Todos querían conocer al valiente futuro salvador del lugar.

Salió, esta vez con paso más largo pero vacilante. El machete dejaba una marca al ser arrastrado, porque así se acostumbraba. Se llevaba flojo y bajo y era larguísimo.

Desapareció el agente Tape en la oscuridad del naranjal ante el respeto de los presentes. Pasó una hora, algunos se impacientaron y comenzaron a decir que el lobizón no aparecería debido a la presencia del guardián del orden. Pero otros decían que el lobizonismo era una fatalidad y fatalmente sucede aunque estén presentes los jefes y la plana mayor.

Vista de la “Nueva” cárcel de la ciudad, habilitada en 1910

¿Cómo no iba a aparecer si solamente sería testigo un agente? Finalmente algunos razonaron que, dando por seguro los jefes saben más que el resto, y el jefe había mandado un hombre valiente y de confianza, era porque seguro estaba su presencia no sería impedimento para la repetición del hecho que a todos alarmaba. El problema no estribaba en si aparecería o no, sino en cual sería la suerte de ese corajudo.

Mientras, Facundo Tape, con miedo y con interna compañía alcohólica, se recostó a un árbol con ramas bajas, que ni encargado de medida para su estatura, y el sueño lo venció. Cuando juntando sus temores decidieron salir a ayudar en lo que pudieran, un poco empujados por el más joven y osado y otro poco por la confianza que la claridad del alba les infundía, encontraron al agente recién despertado por la cálida humedad que le regaló un perrazo amigo de ese árbol y a quién los recién llegados alcanzaron a verle la cola. A él se dirigía el agente diciéndole: ¡No se me acerque Don Giácomo porque lo quemo!

Y a los asustados testigos: “Allá va el lobizón, manso como un cordero”. Todos se persignaron. ¡No, si no hay fantasma que resista la ley! Terminó orgulloso y fue a dar su “misión cumplida”.

Bueno, de lo que sucedió en ese almacén, que también hacía las veces de alojamiento en épocas anteriores, es que quiero contarle.

Allí solía parar, un porteño algo rebuscado en el vestir, para el gusto del patrón. Pero ya sabemos que los habitantes de las grandes ciudades parecen más cuidadosos y detallistas con sus personas, sobre todo si se trasladan y desean causar buena impresión en los visitados; en cambio los de las poblaciones pequeñas, son más espontáneos y no piensan o no pensaban que la ropa o el perfume o el brillo en los zapatos, pudiera jugar a favor del usuario si de lo que se trataba era de colocar mercaderías. Estoy hablando de cuando los tratos se cerraban con un apretón de manos solamente.

Este porteño venía con aires seguros, paso firme y voz sonora a vender lo suyo a comercios de aquí y de los alrededores, representando a una casa fuerte en la Capital y que buscaba extenderse a las provincias en sus transacciones comerciales.

Pero su seguridad era fachada para impresionar. La verdad era que no lo seducían los incómodos viajes de ese tiempo a estas zonas y menos todavía los alojamientos que debía utilizar debido a su escasez de recursos. Pero la necesidad obligaba y él no era dado a esperar ayuda milagrosa. Se le había presentado ese trabajo y lo aceptaba.

Comía en el almacén del naranjal y dormía en una piecita trasera que el patrón le alquilaba por dos o tres noches cada tres o cuatro meses.

Eso de la vestimenta también le caía mal a un parroquiano asiduo que lo había tomado entre ojos, sin que el porteño le diera otro motivo.

– Yo, a éste lo voy a hacer hocicar. – Se había prometido.

El viajante captaba lo poco simpático que caía en ese ambiente y la declarada antipatía que el mencionado cliente del almacén le profesaba, pero simulando no darse cuenta saludaba, entraba, salía, siempre con su falsa seguridad.

Cuando la madre supo que debía viajar a Entre Ríos, zona famosa por sus innumerables arroyos, sus montes cerrados y llenos de alimañas, los forajidos que se guarecían en sus espesuras y las exageraciones de toda índole que hacían circular quienes nunca visitaron esta hermosa provincia, quiso que desistiera. Pero él se hizo una cuestión de honor hacer frente a lo que se presentara. ¿Cómo iba a retroceder un porteño ante las mentas de un paisaje exuberante y casi virgen, sin sentirse menoscabado?

¿Cómo la superioridad capitalina podría mantenerse con convicción si en cuanto se hablaba de las provincias retrocedían?

Todos sus argumentos y terquedades dieron como resultado el asentimiento maternal y una recomendación final: “cuidate, no te metas con quienes no conoces, sé prudente, quédate cada vez, lo estrictamente necesario”.

Asintió. Partió. Cumplió siempre. Pero su buena conducta nada valía para el parroquiano asiduo a la reja del almacén del naranjal. Hablando del naranjal, (permítaseme apartarme un tanto del tema central), asocio con otros naranjales, porque aquí hubo muchos.

Estaba el naranjal del norte, pasando el Bulevar Yrigoyen, que fue parte de la quinta “de unos llamados Vascos”. A ése lo conocimos usted y yo. Sobre todo era famoso por la predilección que le tenían las tribus de gitanos importantes. Acampaban bajo su olorosa sombra redonda y fresca, se veían allí más pintorescos y vivaces, más con su alegría de vivir que en otros sitios. Varios casamientos zíngaros se realizaron en ese naranjal, con los tres días de fiestas reglamentarias, fiestas extensivas a todos los que se acercaran.

Eso me recordaba los cuentos de mi niñez; cuando el hijo o la hija del rey se casaban la fiesta duraba tres días y todo el pueblo participaba. Todavía hoy, un casamiento gitano es algo, para mí, como escapado de un cuento infantil.

Había otro naranjal y mandarinal hacia el oeste, entre el camino al Puente de Hierro, el Arroyo de la China y la prolongación de la calle 9 de Julio. Pertenecía a la quinta de Haedo. Ese también desapareció en sucesivos loteos y de él quedan las anécdotas de corridas a rebencazos o perdigonadas, de cuantos muchachos o no tanto y hasta señoritas, se aventuraban tras el alambrado tentados más por la hazaña en sí que por los dorados frutos y la economía resultante en los gastos de la semana.

Sigamos con el cuento del porteño. Una noche al llegar al almacén encontró a su no buscado enemigo, quien, cuando taconeando se acercó al mostrador para pedir al dueño unos chorizos secos y un pan, que ésa sería su cena, lo hizo a un lado enérgicamente con el hombro izquierdo (la correspondiente mano metida en un bolsillo, la derecha apoyada en el arma que llevaba en la cintura) y le ordenó, más que decirle: – ¡Primero estoy yo ¡Dame otro vino! – Esto al patrón, por su puesto.

El porteño se achicó en silencio, prudentemente, el almacenero atendió al provocador. Luego dio lo suyo al viajante que fue a consumirlo a su pieza, mientras oía las voces insultantes del pendenciero.

Se veía que el almacenero desconfiaba del mal genio demostrado por su cliente, pues en ningún momento trató de calmarlo o directamente de echarlo para que no molestara.

A la noche siguiente, tal vez para darse coraje, el porteño entró al almacén taconeando más fuerte que la vez anterior. El otro lo vio llegar y dijo al patrón de manera que ambos lo escucharan: – Se me hace que este viaje será el último de algunos muñecos forasteros.

El aludido lo miró de reojo y vio que acariciaba el cuchillo. Pidió lo suyo y se retiró temblando, como contó después, porque desde la pieza oía los gritos del otro, las palabrotas, las risotadas y las promesas de acabar con él.

Se encerró. Apagó la lámpara. No pudo comer. Se acostó vestido, solamente sin zapatos. Se echó encima una cobija mora y escuchó atentamente.

Procuraba calmarse pensando sería como otras noches, puro ruido. Pero algo le decía que esa vez era distinta. Consideró la posibilidad de huir, pero no podía hacerlo bajo ningún punto de vista: No había terminado sus ventas, no tenía excusas ni lugar al que llegar antes de tres días. Decidió esperar. Pensó en su madre intensamente y se puso a rezar.

A veces lo dominaba el fervor, a veces el temor y por momentos sólo percibía la voz del matón. Para cambiar de posición en el catre movió la espalda algo endurecida, no sabía si de miedo o de frio y sacó un pie de sobre el otro, pues también lo sentía helado.

Al hacerlo algo se movió con él. Algo suave, húmedo y más frío que el pie. ¡Ese fue el chispazo que lo alertó! No era el pie que estaba frio, sino algo frío sobre el pie. Quedó tenso. Toda su atención pasó de las voces del almacén a lo que sucedía en el extremo del catre.

No cabía duda. Algo se movía. Algo vivo se deslizaba ahí, se acomodaba, lo rozaba, se enroscaba junto a su petrificada extremidad inferior y, con cada vuelta, la certeza y el espanto se clavaban más hondo, más hondo, hasta paralizarlo entero. Pero algo había que hacer.

Con un supremo esfuerzo de voluntad y temor se sentó moviendo solamente la articulación fémurocoxal y apoyándose en los codos y el talón del pie que no participaba del horror. Recordó que a los animales los asusta el fuego y buscó sin apuro, al tanteo en el bolsillo del pantalón, la cajita de cerillas conque de vez en cuando encendía un cigarro a un cliente importante, o la lámpara de esa misma habitación cada noche. Tomó una y la raspó contra la pared que corría a lo largo del catre separada de éste por pocos centí metros.

En esa misma pared y más cercana a los pies que a la cabecera, había una pequeña ventana que se abría a un patio. La otra pared paralela era común con el almacén. La de la cabecera seguía la línea del mismo por la parte que daba al oeste, y la cuarta pared de esa piecita que parecía iba seria última que habitara, daba al este, hacia donde se abría su única puerta, también sobre el mismo patio.

La lucecita en la mano temblorosa apenas le permitía ver el bulto de los pies y la frazada. La acercó cuanto pudo y con gran sigilo tiró apenas la cobija hacia arriba para descubrir el misterio. Se le quemaron los dedos y debió encender otra, oro con el corazón saltando de miedo a moverse y precipitar la reacción del adivinado reptil, ora paralizado de terror por lo insólito de su situación. Esta vez, más seguro del punto que debía mirar, la luz le pareció más brillante, pero un elemento extraño a ese cuadro y ya remotamente olvidado, estalló a sus oídos.

Asomándose por la ventanita, el parroquiano pendenciero le gritó:

– ¡A ver si sabés defenderte, porteño de mierda! Aquí voy con mi cuchillo para hacerte saltar las tripas de un tajo. ¡Fanfarrón!

El porteño lo escuchó sin más miedo que el que ya sentía. Hoy era su última noche. Ese era su último momento. Se encomendó a Dios. Si no moría de una manera sería de otra, pero de ahí, estaba seguro, no saldría con vida.

Fascinado por la espiral que junto a sus pies elevaba una cabecita triangular de ojos hipnóticos y expresión inteligente, no reparó en que esta cerilla también se consumía y recién la largó cuando sintió arder sus dedos. Simultáneamente se abrió la puerta a manos del provocador, con un golpe seco.

– ¡Ya veo dónde estás! Le gritó. – ¡Jodido! ¡De miedo no has dejado ni el catre! ¡ Aprontate porque soy peor que los gatos para moverme en la oscuridad! ¡No me podrás esquivar!

Y empuñando el cuchillo se precipitó hacia donde el pobre viajante esperaba, ya casi muerto, el puntazo de gracia.

– ¡Ay! ¡Traición! ¿Qué ha sido? Vociferó el matón.

El otro sintió el veloz desenvolverse de ese hielo vivo y sobrecogedor que fue a clavar sus colmillos emponzoñados en el muslo del asesino que pasaba justo al borde del catre. Se paró de un salto y corrió al otro extremo de la pieza.

Por la puerta abierta entraron la luz de una lámpara sostenida por el almacenero y tres menos cobardes que él, decididos a intervenir impidiendo, si podían, la muerte de un inocente.

La escena, por insospechada, los sorprendió grandemente. Junto  al catre, caído con el cuchillo aún en la mano, quejándose lastimeramente y desgarrándose la ropa para ver como se le hinchaba la pierna, el, hasta un segundo antes, terror del lugar; deslizándose sin ruido a su agujero en el piso de tierra, la parte final de ese látigo que generalmente no se ve, pero que es con el que castiga una justicia superior, según reza el refrán.

Enfrente, dando gracias a Dios, asombrado por no estar muerto, el porteño se miraba una media agujereada mientras los demás lo miraban con admiración.

Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Fuente: Mallea, Lorenza y Calivari, Coty, “Las Mallas del Viaje”, Ediciones “El Mirador”, 1982

Barrio del Cerrito

Vista aérea de la ciudad

Es posible que cuando Don Tomás de Rocamora llegara a estas regiones como fundador de pueblos ya se encontraran afincados en los lugares llamados San Felipe y El Cerrito, cercanos al arroyo de La China, los indios que componían una tribu conocida como por “la toldería”, que subsistió hasta mediados del siglo XIX, más o menos 1858, según tradiciones familiares.

Una de las primeras familias afincadas en el lugar fue la de Don Antonio Ruiz y Doña Francisca Zerpa, naturales de España, que levantaron la quinta San Antonio en 1833, conocida luego como “quinta de los Ruices”.

Ya en el siglo XX, el Ejército Argentino adquirió los terrenos y en la casa funcionó la Escuela Nº 50 anexa a las fuerzas armadas. También en esos terrenos funcionan la panadería del Batallón de Ingenieros de Combate 121 y la Capilla de San Ignacio de Loyola.

En esa misma casa había nacido la Señorita Angélica Miró, descendiente del fundador, que dedicó su vida a la enseñanza de primeras letras y religiosas, instalando en la mencionada la primera escuelita llamada del Cerrito. Esa inquietud espiritual de volcarse al prójimo era herencia de familia; ya su bisabuelo, Don Antonio Ruiz, desde que se instaló tuvo buenas relaciones con los indios a quienes instruyó en las letras y la fe y a quienes para las procesiones de ciertas festividades de la Iglesia prestaba la imagen de su santo (que aún conserva la Señora Asunción Mancione de Castagné, descendiente de Don Antonio Ruiz) y tres Cristos de bronce (que se han perdido) para que fueran encabezándola.

Cuando los indios se trasladaron a otra zona se instaló allí el Saladero San Felipe, que dio su nombre al lugar, y más tarde el conocido saladero de López. Todo esto a fines del siglo XIX. El almacén que surtía a la barriada pertenecía a Don Felipe Ghiorzo, italiano que hospedó a Giuseppe Garibaldi después del combate de La Paz.

Hasta hace pocos años la familia conservaba el reloj de oro y el chaleco de pana verde que dejara, no sabían si olvidado o en agradecimiento, el héroe. A fines del siglo pasado Don Felipe Ghiorzo trasladó su almacén al otro extremo del barrio, al conocido hasta hoy como El Cerrito, pues desde la instalación del saladero la costa se llamó San Felipe. Los Ghiorzo se instalaron en un rancho que todavía se conserva en perfectas condiciones y que se hizo famoso en la barriada porque en 1906 el Doctor Blanchet, llamado para atender una parturienta que se moría realizó una cesárea y la salvó. La mujer tuvo, después, ocho hijos más. Cuando esto ya los Ghiorzo habitaban una casa de material que fue la primera del barrio, en la esquina sureste de Montoneras y Almafuerte.

Talabartería “Telechea” (Foto: Natacha Matzkin)

En las primeras décadas de este siglo, el barrio del Cerrito (llamado así porque la cuchilla más grande de la zona estaba allí) se componía de un conjunto de quintas (de los Presas, Joray, Goñi, Poggio), algunas pocas casas de adobe, el almacén y la comisaría en la parte más alta, con paredes de ladrillos sin cocer, techo de paja, cerco de tunas, un pozo de agua, un ombú y dos aguaribay. En esta humilde casa funcionó la primera escuelita cerrera oficial. Más acá, dando el frente al actual Bulevar Montoneras, que en ese tiempo no existía y era una calle angosta llamada Bulevar Interior del Oeste y más tarde calle 4 del Oeste al sur, se establecieron tres industrias que daban medios de vida a los habitantes del lugar: una curtiembre, de Simón Telechea, en la vereda que mira al este entre Almafuerte y Sarmiento, una jabonería, de Francisco Telechea, en la intersección del Bulevar y Ereño, miraba al noreste y la casa del encargado, pintada de amarillo se veía desde muchísimos puntos de la ciudad; esa casa fue demolida para que la calle Ereño pudiera continuar; la jabonería pasó a ser después propiedad de Suilar y se llamó La Concepción; Don Antonio Telechea trabajaba los cueros que curtía su hermano en la talabartería situada cerca de la actual casa comercial de ese nombre. Otra cosa digna de mencionar es que en San Felipe los Goñi tenían un barco que acarreaba sal para los saladeros allí instalados. El barco encalló y tuvo su fin en la costa opuesta. Como se ve era barrio de gente emprendedora.

Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Texto extraído de: Mallea, Lorenza y Calivari, Coty, “Las Mallas del Viaje”, 1982