Antes de construirse el ferrocarril que atraviesa la Provincia y liga varios pueblos; los viajes de un pueblo a otro, sobre todo para las familias, eran muy penosos y llenos de dificultades.
En los tiempos más remotos, los viajes se hacían a caballo o en galeras y hasta en carretas lo hacían las familias. Las carretas eran tiradas por bueyes, muy rústicas y con ejes de madera, que al rozar con la masa, producían un chirrido que se oía a largas distancias. Los carruajes o galeras eran muy escasos, y sólo los tenían la gente pudiente.
El año 1860, más o menos, se establecieron las diligencias que hacían viajes periódicos entre algunas ciudades y villas. Era para aquellos tiempos una obra de gran progreso, que facilitaba las comunicaciones y hacía más tolerables aquellos viajes.
Fue fundador y empresario de estas diligencias, don Bartolomé Pezzano, italiano y vecino de Gualeguaychú. Empezó por establecer la diligencia de Gualeguaychú a Villaguay, y poco tiempo después a Rosario Tala y a Gualeguay; poniendo un coche de Tala a Calá (hoy Rocamora) para los pasajeros y correspondencia, en combinación con otro coche que venía del Uruguay y que regresaba en el día.
Este servicio duró hasta que se estableció la diligencia que hacia los viajes directos en esa línea. La diligencia entre Gualeguaychú a Uruguay se estableció en la misma época, por el “rengo” Pedro Fernández.
Las diligencias eran coches muy grandes, que podían llevar una docena de pasajeros adentro y dos o tres en el pescante; y eran tan reforzados que podían llevar una gran cantidad de equipajes sobre la capota. Estos grandes carromatos eran tirados comúnmente por ocho caballos, llegando hasta doce, cuando los caminos estaban barrosos
Se cambiaban cada tres o cuatro leguas, en postas que los esperaban con los caballos prontos para el- repuesto. Se marchaba al trote largo y a veces al galope, cuando los caminos estaban buenos. Entonces los caballos eran abundantes y baratos. Cada posta tenía un gran número de caballos nuevos y gordos, destinados sólo a estas tareas. Soberbios pingos, podría decirse; que al principio arrancaban con tanta furia que precisaba buenos puños del mayoral.
El cuartero era siempre un muchachón listo y buen jinete, pues ejercía un puesto peligroso; tenía a su cargo el manejo de tres o cuatro caballos delanteros, y en una rodada, corría el peligro de ser arrastrado por éstos y pisoteado por los de atrás.
Los viajes de Uruguay y de Gualeguaychú a Rosario Tala, se hacían en el día, cuando los caminos estaban buenos y el río Gualeguay estaba bajo. Cuando los caminos estaban barrosos y el río crecido, se hacían también en el día, pero había que salir de madrugada, y asimismo se llegaba de noche.
En los viajes a Paraná se dormía aquí, en Rosario Tala, marchando al día siguiente hasta Nogoyá, donde se pasaba la noche para seguir al otro día hasta Paraná.
Las casas de hospedaje eran completamente pobres; las camas eran muy pocas y malas y sólo tenían dos o tres piezas para ese fin. Ahí se acomodaban los pasajeros, cualquier número que fueran; ocupando una pieza, exclusivamente las familias, donde se avenían como era posible.
El pasaje del río Gualeguay, cuando estaba crecido, era peligroso y lleno de dificultades. Cuando el carruaje podía acercarse a la barranca del rio, se bajaban allí los pasajeros, que chapaleando barro llegaban hasta la balsa o la canoa que los conducía a la otra orilla; pasando en otro viaje de la balsa, la diligencia, y cuando esto no era posible, se conducían los pasajeros y los equipajes en un carro del italiano Ángel Piuma hasta el pueblo.
Ya podrán imaginarse lo penoso que seria, sobre todo para las familias con chicos; cuando este pasaje se verificaba en una noche de invierno fría y lluviosa. Entre estos accidentes molestos y peligrosos, se cuenta una caída de la diligencia al río, por haber fallado las amarras de la balsa; ahogándose tres o cuatro caballos que la tiraban y salvado el mayoral milagrosamente.
Entre los pasajeros venían: Acebal, Piaggio y Vignole, vecinos de Victoria, que no corrieron peligro por estar en tierra con los demás pasajeros.
En aquellos tiempos, los campos eran abiertos y los caminos más rectos y amplios; pudiendo desviarse a uno u otro lado cuantas veces se hacía necesario, lo mismo que en los pasos y fajinas de los arroyos, salvando los malos pasos y acortando las distancias.
Las diligencias llevaban dos asientos laterales de todo el largo de la caja, donde se sentaban los pasajeros frente a frente y formando dos hileras. Esto daba lugar a incidentes desagradables, cuando algún malcriado y atrevido se sentaba enfrente de alguna señora o señorita y la rozaba intencionalmente con sus piernas.
Las mujeres que conocían estos casos, se sentaban frente a los de su familia o de otra señora o chico. Todos iban provistos de fiambres u otros comestibles, que consumían en las paradas que hacían en las postas. Sin embargo, en el trayecto había siempre alguna especie de fondín donde se daba de comer.
En la línea del Uruguay a Tala, en la posta de Gená, estaba la casa de Baucero, donde se servía un ligero pero confortable almuerzo. Entre el Tala y Nogoyá, se hacía lo mismo en la posta de Medrano.
Y en la línea de Nogoyá a Paraná se comía en la posta del “Locro”, llamada así, porque nunca faltó este gran plato de nuestro menú criollo. El dueño de esta posta, que era un paisano simpaticón, de apellido Ferreyra; nos presentaba siempre una mesa muy sencilla pero limpia, y nos servía a más del locro, alguna otra “cosita”, como el decía cuando le preguntaban si había algo más.
En las diligencias iban a veces enfermos, que se lamentaban de aquel bárbaro zarandeo, o mujeres con niños de pecho o más grandecitos, que se cansaban de aquel encierro y nos brindaban un concierto de lloriqueos durante todo el viaje. Pues el pecho de las madres o las raciones de pan a los grandecitos; no eran bastante para acallar aquella música desconcertante y chillona.
Otras veces, entraba algún ebrio que le daba por echarlas de gracioso, lanzando cada grosería y palabrotas verdes; que obligaba a ladear la cara a las pobres mujeres, que les había tocado en suerte ir en aquella “hornada”.
He visto una vez a uno de estos alcoholizados, engullirse un tarro de sardinas y un trozo de salchichón, con una botella de vino carlón. Cuyas substancias heterogéneas; con el movimiento de la galera, se convulsionaron y obligaron al causante de aquel desorden, a lanzarlas por la ventanilla
Don Manuel Grimaux me cuenta, que siendo muy joven, hizo un viaje a Gualeguay en diligencia, llevando enfrente a don Juan Jenaro Maciel, que fue vecino y comerciante en este pueblo. y que en una las grandes sacudidas del coche, su cara chocó con la de aquél, tan bruscamente, que, si no le rompió la nariz, se la hizo sangrar copiosamente; y que éste se enfureció y lo amenazó con los puños cerrados, largándole cuanta injuria registra nuestra jerga criolla.
Muchos otros episodios y malos ratos, se han pasado en estos históricos viajes; particularmente a las señoras, a quienes el pundonor las retenía y obligaba a molestas abstenciones. Largo sería enumerar tan variados casos; y los voy a pasar por alto, para no alargar este relato y porque los lectores se darán buena cuenta de todas esas peripecias.
Los primeros mayorales de estas líneas fueron: Santiago Zunino, Juan Bonetti y Mattelín, italianos los tres. Este último estaba reputado como un Hércules; pues contaban que volteó un potro de una trompada, dejándolo pico menos que muerto.
Si entonces se hubiera conocido el gran deporte del boxeo; Mattelín habría ganado el campeonato mundial. En los últimos tiempos, fue mayoral de la diligencia de Uruguay a Rosario Tala, Berto Pegnasco, hombre honrado y puntual en el desempeño de sus deberes; nunca faltó a sus obligaciones; todo lo atendía y realizaba en seguida por difícil y peligroso que fuera.
Entonces las diligencias eran un medio para el transporte de dinero y otros caudales. Yo fui receptor de rentas en este Departamento, en los años 1876 a 1881; y muchas veces confié a Berto la conducción a la Contaduría, de los dineros recaudados, sin que faltara un solo centavo. Era moneda metálica: plata y oro, que algunas veces guardaba Berto, en un formidable culero que tenía; con unos bolsillos muy grandes.
Tal era la locomoción en aquellos tiernpos: lerda, rústica e incómoda. ¡Qué diferencia con los medios de transporte que hoy tenemos!
Antes, sólo teníamos una que otra galera, monumental por lo grande y pesada, y carretas, que marchaban al paso del buey. Hoy nos incitan a viajar los ferrocarriles y los automóviles, que no hay estanciero ni colono que no los tengan. Los aeroplanos que se centuplican diariamente, también volarán pronto con pasajeros; rompiendo las nubes y tragando por minuto las grandes distancias.
Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Texto extraído de: Monzón, Julián, “Recuerdos del pasado. Vida y costumbres de Entre Ríos en los tiempos viejos”, 1929
Buenas tardes, soy de Crespo y necesito saber que trazado o ruta tenia la diligencia o camino real desde Concepción del Uruguay a Paraná, puntualmente por que siempre se hablo de una posta que existía llamada de los Burgos, supuestamente a 5 km de Crespo. esto es verdad?
Le dejo mi saludo cordial y felicitarlo por la nota.