La Francesa Seguidora (Explicación a “La mujer sin cabeza”)

La Salamanca a principios del siglo pasado

¿Usted cree en aparecidos? Yo tampoco. Hoy nadie cree nada. Ni en desparecidos, que sería más fácil, porque usted los ha visto, los conoció y de pronto no están más. Pero ni en eso se cree en estos tiempos.

Si uno se pone a pensar ve que los incrédulos no están tan desencaminados, pues de pronto, por casualidad uno levanta una tapa y ahí, donde menos lo esperaba, encuentra al que había dejado de ver; o casi sin querer abre alguna puerta, más por hacer algo que por necesidad de aire y ¿qué ve del otro lado? Ese que ni recordaba ya.

Entonces el que tiene esos encuentros se dice “no se habían esfumado, estaban en otro lado nomás” y deja de creer. También sucede que uno, no yo que no tengo tiempo ni vocación de agricultora, sino uno cualquiera, gusta escarbar la tierra, cultivar su ramito para el cementerio, recoger la lechuguita fresca para el asado dominguero, amontonar perejil en la macetita más soleada y, por supuesto, si tiene un metro cuadrado sin baldosas decide plantar un árbol.

Entonces toma la pala y suda con alegría pensando en la fresca y florida sombra que le deparará placer en ese mismo sitio, donde se ve mateando y leyendo un diario mientras escucha la radio, porque ese soñador, no lo olvidemos, es un hombre de hoy, múltiple, casi completo, exprimidor al máximo de sus minutos de ocio. No puede simplemente disfrutar del árbol mientras deja vagar el espíritu. Si no hace (o cree hacer) tres o cuatro cosas a la vez se siente mal, desperdiciando tiempo, se angustia porque lo siente correr y él no obtuvo ganancia de esa carrera.

De pronto la pala deja al descubierto algo ni sospechado ni pensado jamás, ni mucho menos, soñado: allí, justo donde debe apoyar e! joven ejemplar que a su lado espera con las raíces envueltas en arpillera húmeda, está aquél que tanto tiempo hacía no encontraba. Por supuesto, no puede averiguarle cómo llegó hasta allí, ni quien lo ayudó a meterse en lugar tan estrecho; pero viendo que todos los que no se habían mudado, están donde estaremos todos (“polvo eres…”), se hace incrédulo también.

Por eso no me extraña que no crea en aparecidos. Yo tampoco creo, ya se lo dije. Pero antes era distinto. Uno veía algo y decía: vi tal cosa. No como ahora que se pone a razonar sobre si lo visto no será una ilusión óptica o sentimental, o si no habrá un olvidado trauma de la niñez capaz de provocar esas visiones. En fin, duda tanto de lo visto que decide no contarlo por si acaso no lo vió. En épocas así los aparecidos no se ven, pueden surgir en cualquier momento y lugar con toda la seguridad que da la duda. Nadie atentará contra ellos.

El puente Tropezón en 1929

Le pregunté si creía porque leyendo el librito del Doctor Troncoso Roselli “Evocaciones a la Distancia”, que memora su niñez entre 1904 y 1909, supe que aquí, en Concepción del Uruguay, según le contaba un viejo, amigo de su familia, en la época de su juventud aparecía una mujer sin cabeza, más o menos desde Onésimo Leguizamón y las calles paralelas y cercanas a las vías, del lado de acá, aunque en ese tiempo tal vez las vías no estuvieran aún; por dichas calles, en dirección al puerto, durante varias cuadras era común verla. En cualquiera de las esquinas podía surgir y ¡qué susto! Intrigada comencé a averiguar sobre el asunto, porque me pareció interesante saber quién era y cómo era que creían esas cosas.

Hablando con gente de edad, ancianos, cada vez mas viejos, unos me mandaban a otros que sabían más, que recordaban mejor, que habían vivido en alguna cuadra vecina al suceso, llegué hasta las afueras de la histórica, más cerca de Caseros que de ella. Me interné en un camino secundario, luego en uno terciario y por fin en un caminito que terminaba en un rancho bajo pequeña arboleda, gallinero pequeño también, perro guardián, pozo con roldana chirriante y baldes hechos con latas de aceite y alambre. Allí todavía lúcido, fuerte para su edad, cuidado por una tataranieta cuya familia vive cerca, encontré a Don Rudecindo Tomba.

No le llamó la atención mi presencia, a sus años sabe que todo puede pasar. Lo alegró si, oir los nombres de quienes me enviaron, pues hacía mucho no los veía ni tenía noticias de ellos. Los recuerdos le venían en tropel y contaba cosas de uno y otros, encantado de tener auditorio nuevo y tan interesado.

La Joven me invitó a matear y el viejo se alegró otra vez cuando respondí, “encantada si es amargo”. Así, entre mate y mate, le pregunté y me contó lo de la mujer sin cabeza.

Sucedió que por esas calles, en ese tiempo, vivía un francés muy trabajador, económico, de poco hablar, llegado a estas tierras alrededor de los treinta años, allá entre 1875 y 1880. El puerto no estaba donde está ahora, sino en el otro extremo del Riacho Itapé, en lo que se llamó Puerto Viejo y ahora es Balneario Municipal. Muchas veces tomaba el francés el camino del puerto de ahora, pero no para llegar al río, sino para detenerse en una casa donde era bien recibido y mejor atendido por la dueña. Pierre tenía una pena, una tristeza en la mirada honda, un secreto recóndito que lo hacía interesante a los ojos femeninos; lo presentían necesitado de ternura, hambriento de cuidados maternales. Era medido en sus gastos, metódico en sus costumbres.

Ese camino lo hacia los sábados solamente. A veces otros hombres también lo hacían, pero Don Rudecindo no sabía si, igualmente iban de visita o si caminaban para estirar las piernas. Cierta vez uno apareció corriendo de vuelta a su casa, apenas diez minutos después de haber salido. Los ojos saltados de asombro, sin aire por la corrida y por el susto. Cuando pudo hablar dijo: se me apareció una mujer sin cabeza. Todos le creyeron y lo repitieron. Unas noches después el mismo hombre salió con un amigo pero no vieron nada. Sin embargo otro que era de ese grupo, relató casi lo mismo unos días después. Y luego otros más. Las personas entendidas comenzaron a comparar fechas, horas, días de la semana de la aparición.

Llegaron a la conclusión que sucedía los miércoles y jueves después de las nueve de la noche y hasta las tres de la madrugada.

Vista desde el sector sur-este de la ciudad

No me supo decir a ciencia cierta si el francés era talabartero o si trabajaba en una talabartería, pero algo de eso había, pues le quedó el recuerdo de ese oficio enredado con la figura de Pierre. Una mañana, en el taller donde éste y otros hacían sus labores, un compañero relataba lo sucedido entre las exclamaciones de asombro de todos y el silencio indiferente del extranjero. Entonces, como para obligarlo a hablar, el que deba las noticias le dice:

– ¿Y Pierre, no has visto todavía a la mujer sin cabeza?

~ ¿Hay un cirgco?

– Es un fantasma.

– ¿Quién puede creerg eso?

– La han visto en el trayecto a la casa de La Lola, que tú conoces.

– Nunca he visto nada.

– Debes cambiar de día, es decir, de noche.

~ ¿Paga qué?

– Para verla. ¿O tienes miedo?

Eso no le gustó. Era hombre de pocas palabras pero de expresiones faciales muy legibles.

– Tergminá el tema. Dijo al compañero. Pero el otro era terco.

– Te juego un peso de plata que no te animas a pasar por allí el miércoles a la noche.

– Aceptado.

– ¿Sabes?, – dijo el otro, – parece que esconde algo en la mano izquierda, pues no le podemos ver donde la tiene, siempre hay un pliegue de la falda que se la tapa. (En aquel tiempo las mujeres vestías de largo y con faldas amplias). Pierre sonrió, tal vez pensando en el peso que ganaría tan fácilmente.

El iba los sábados a hacer sus visitas y como hablaba poco con los vecinos y casi nada con los compañeros de taller, ni los escuchaba, apenas, por estar sumergido continuamente en sus pensamientos, no sabía que la aparición databa de los tiempos de su llegada a ésta o sea varios meses. Menos aún sabía que tenía hora y días precisos. Tal vez si hubiera conocido esos detalles hubiera podido pensar, pero no los conocía. Entonces entró un cliente y sonriendo dijo a los presentes.

– ¿Sabían que la mujer sin cabeza es francesa? Pierre se pone de pie de un salto y con una lezna enfrenta al recién llegado.

– Me buscas. ¡Me encontragás!

Todos se precipitan a contenerlo y desarmarlo sin entender la reacción.

– Pero no hubo alusión. Dice tartamudeando el atacado.

– Repetí lo que se comenta. Como lleva una flor de lis pendiente de una cadena que se sostiene en el cuello…

– i\/váyase! – Vocifera Pierre. Todavía contenido por dos hombrotes.

– ¿Por qué se enoja este hombre? ¿Se creerá el único francés del mundo? ~ Pregunta el cliente.

Los otros le hacen señas para que se retire y tranquilizan al compañero. El miércoles, antes de dejar las tareas, se citaron los apostadores, para las nueve de la noche en la esquina de las hoy Mitre y Carosini, que les quedaba a ambos a medio camino. Desde allí, lentamente, caminaron esperando la aparición, además de tres curiosos que los siguieron a prudente distancia y entre los que iba otro francés llegado hacia unos días, que fuera amigo de Pierre en su patria y a quién éste, sin que el otro entendiera llamó soplón el mismo día del altercado con el cliente, luego de lo cual se negó a hablar más con él. Evidentemente el hombre no quería perder esa amistad, decía haber llegado a Uruguay tras los pasos de Pierre, para continuar una firme amistad de años y ahora quería saber qué sucedía para que lo tratara así. Se veía que la palabra amigo era sagrada para él, aunque dejaba trasuntar una naturaleza dura y hasta cruel. Tenía, como el otro, algo contenido, oculto, pero se lo adivinaba duro.

Dejaron la Mitre y por la Congreso de Tucumán tomaron la hoy Ambrosio Artusi, cuando casi al llegar a 25 de Mayo, a la luz de un farol ven a la mujer como esperando; esbelta, cuerpo joven, falda amplia, clara, busto alto, cadena y joya de oro sobre la negrura de su ajustado talle. Era una bella moda, dice Don Tomba; desde la cintura a la base de los senos se ajustaban con esos corseletes de terciopelo, de color opuesto al vestido; la cintura quedaba chiquita, el talle derechito, el busto y las caderas saltaban a la vista.

– Ahí está. – Dice el compañero del francés. – Sigamos como si no la viéramos. El peluquero Primot dice que pasó delante de ella y cuando miró para atrás no estaba más. Ha de esperar a uno que no encuentra.

Pero el francés no avanzaba, estaba como petrificado mirando la elegante figura.

– i\/amos Pierre! ¿O te gano el peso de plata?

Tal vez lo hubiera pagado y todo quedara en la consiguiente jactancia del otro y el silencio de Pierre. Pero se acercan los curiosos que los seguían y querían ver mejor la aparición, ya que al ser muchos el miedo estaba repartido. Al verlos Pierre endureció el rostro y en silencio siguió hacia la luz. Cuando estaban por enfrentarla, ella, en lugar de esconder su mano izquierda como siempre, giró para mostrar muy bien lo que ahí llevaba: tomada de los cabellos, la cabeza, su propia cabeza, Era un bello rostro que miraba con amor y asombro a Pierre.

– Françoise! Fue su alarido y se tapó los ojos mientras se agachaba hasta sollozar contra la tierra de la calle, como si no tuviera fuerzas para mantenerse erguido.

Alcantarilla de calle Eráusquin, por encima pasan las vías del ferrocarril

Los otros lo rodearon; la luz se apagó; no había farol ahí, era la luz que permitía ver la aparición no más; lo levantaron como pudieron; regresaron espantados. Después, por boca del otro francés, tal vez la conmoción lo hizo hablar, supieron que Pierre había sido el hombre de Françoise. Hombre de temer. Dei bajo fondo. Guapo en serio y a quien jamás vio flaquear nadie. Tenía varios delitos en su haber, pero nunca comprobados, entre ellos el robo en una casa noble de la joya que ella lucía, Pero el último era grave, tan grave que lo llevó a pedir a su amante se declarara culpable, así él buscaba una buena defensa o la ayudaba a escapar. Había una muerte importante de por medio, era difícil tener esperanzas, pero ella hizo todo como el le pidió. Mientras, el se embarcaba para América del Sur y comenzaba una distinta vida de honrado trabajador. A ella la guillotinaron en la madrugada de un jueves y no pudieron sacarle una palabra más que: “Pierre ¿por qué me abandonas? ¿Dónde estás?”. Cuando el sacerdote fue a confesarla obtuvo lo mismo. Todos la creyeron loca. El cura no la pudo absolver de sus pecados, pues ni se arrepintió ni pareció verlo.

– Ya ve, señora, agregó Don Rudecindo Tomba, la francesa buscaba a su hombre, a quien sin duda amaba, para saber por qué la había abandonado o para que la viera y le comenzaran los remordimientos. Sólo ella sabría a que venía.

Unos meses, después, cuando se repuso de la impresión, Pierre se marcho de Uruguay y la mujer sin cabeza no se vio más.

Por eso tuvimos mucho tiempo el dicho: “más seguidora que la francesa”.

Edición: Virginia Civetta y Carlos Ratto. Texto extraído de Lorenza Mallea y Coty Calivari, “Las mallas del viaje”

 

 

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