Una de las diversiones en que más descollaba la indumentaria y la apostura de los hijos de esta tierra, era la Corrida de la Sortija. Esta fiesta tenía lugar en los aniversarios patrios: como el 9 de julio, 25 de Mayo y el 3 de Febrero.
En vida del Capitán General don Justo José de Urquiza, o sea antes del año 1870, en que aquél fue asesinado; el 3 de Febrero, aniversario de la batalla de Caseros, gran victoria de la libertad, hecho notable, en que se distinguió el pueblo entrerriano bajo la dirección de aquel ilustre Jefe; se solemnizaba con todo entusiasmo y con el mayor sentimiento patrio.
Desde la víspera se hacía sentir el regocijo de tan gran festival, con la afluencia a la Villa de los vecinos de la campaña; sobre todo, de los que podían lucir la riqueza del apero de sus cabalgaduras.
El día de tan glorioso aniversario, al salir el sol, se le saludaba con salvas, con un cañón viejo que había en el Cuartel, con fusiles de chispa y tercerola; tomando parte los vecinos con escopetas, pistolas o trabucos. Este fogueo general, transportaba a un campo de batalla el espíritu de aquellos vecinos, sencillos, pero muy patriotas, que habían pasado la mayor parte de su vida guerreando por la libertad.
Luego venía el Tedéurn, donde siempre había gran concurrencia; figurando las autoridades y lo más distinguido del pueblo, encabezado por el Comandante, y oyendo con toda reverencia el acto religioso, como también, a veces, algún panegírico mal hilvanado por el cura.
De allí se pasaba a la Comandancia, formando una columna precedida por el Comandante y el cura, donde se servían licores y se daba expansión al buen humor entre charlas y risas; sin faltar algún aficionado a la oratoria, que reviviera con desconcertados y pálidos colores, las glorias del día, como algún burdo epigramático que contribuyera a la algarabía con sus chistes, algunos muy crudos, pero también muy sabrosos.
Una vez se empeño la concurrencia en que hablara el cura, que era un vasco de pocos alcances, llamado José María Zuluaga; el cual cediendo a las exigencias de sus enardecidos feligreses, se puso de pie y echando una compasiva mirada sobre aquellos, y levantando la mano, dijo: Señores, ya que me pedís con tanto empeño que hable, voy a decir algunas palabras, aunque no sé por dónde darles, ¡Dele por el culo padre! le gritó don Benedicto Mendieta, viejo famoso por sus travesuras y ocurrencias. Aquel exabrupto fue recibido con grandes aplausos y ruidosa hilaridad, y dio lugar para que el pobre párroco se escabullera de aquel diabólico berenjenal.
Después del recibo oficial en la Comandancia, donde se hiciera desborde de agudas genialidades, propias del criollaje de aquél tiempo; como a las tres de la tarde tenía lugar la corrida de la sortija.
Se realizaba esta interesante fiesta en una de las calles que rodeaban la plaza del pueblo. Se levantaba en el centro de la calle un arco revestido de telas de colores patrios, en cuya cima ondulaban banderas, sobre todo la entrerriana. A cierta altura se atravesaba una piola, de la que pendía una argolla sujetarla con una cinta, la que pasaba por un canuto de caña de castilla y estaba asegurada con un nudo corredizo. Las principales familias y las autoridades, que generalmente dirigían la corrida, se situaban enfrente del arco. Los corredores ocupaban los dos extremos del trayecto marcado; divididos en dos bandos que se alternaban en la corrida
Era realmente una exposición de grandeza ecuestre. Los caballos eran lo mejor de las grandes tropillas de los establecimientos, por sus formas y su pelo, como por su ligereza, nerviosidad y lindo andar,
Había algunas cabalgaduras que lucían valiosas prendas: como grandes pretales, que cubrían el pecho del caballo; artísticas cabezadas, pontezuelas y grandes copas en el freno; fiadores en el pescuezo del caballo; grandes estribos con sus pasadores; riendas de cadenas o enchapadas con bombitas y vistosas chapas en las cabezadas del basto. Todas estas prendas eran de plata pura y maciza; algunas llevaban incrustaciones de ingeniosos dijes de oro.
Los jinetes se presentaban vestidos con la elegancia de aquellos tiempos. Algunos llevaban pantalón, chaqueta y bota fuerte, otros iban con chiripá, generalmente de paño, ponchillo y bota de potro, hechas con toda prolijidad. Los más emprendados, llevaban grandes espuelas de plata y los demás espuelas de fierro.
El rebenque era de uso común, habiendo algunos con el cabo de plata maciza y otros con virolas simplemente. También era común el uso del tirador o culero; habiendo algunos muy lujosos, cubiertos de botones de plata y prendidos con un juego de patacones, con una chapa de una onza de oro en el centro.
El pueblo en general, ocupaba las aceras de la pista, y cuando todo estaba pronto se empezaba la corrida. El Trompa de órdenes que estaba con el que dirigía la fiesta, tocaba atención y el director daba la señal para la partida a uno de los bandos; rompiendo el N° 1 a todo escape y estirando el brazo hacia la argolla, para ensartarla con un puntero adornado de cintas, que llevaba.
Al partir el corredor, el trompa tocaba a la carga, hasta pasar el arco. Cuando el corredor llegaba al extremo opuesto sin ensartar la argolla; salía el N° 1 del otro bando, acompañado con el mismo toque de corneta. En ese orden seguía la corrida, hasta que algún corredor tenía la suerte de ensartar la argolla; en cuyo caso el corneta tocaba diana, hasta que el afortunado llegaba donde estaba la Comisión y recibía el anillo de oro de manos de una niña, encargada de esa tarea. Cuando el afortunado poseedor del anillo tenía novia a .quien regalarlo, marchaba adonde ésta estaba, acompañado por numerosos corredores y a toda carrera; haciendo rayar los pingos frente al sitial de aquélla, echando pie a tierra y ofreciéndole el regalo, entre aplausos y bajo el rubor y emociones de la favorecida.
Cumplido este acto simpático y caballeresco; se reanudaba la corrida en el mismo orden.
Raros eran los accidentes lamentables; los paisanos eran como nacidos en el lomo del caballo y preveían los tropiezos, evitándolos con tiempo. Los caballos que, de suyo eran briosos; en aquel gran movimiento y continuo correr, se embravecían y querían escaparse de entre las piernas de los jinetes; con lo que sólo daban ocasión para que aquéllos de mostraran su habilidad y el pleno dominio que ejercían sobre ellos.
El paisano se sentaba con toda desenvoltura en el caballo: el cuerpo derecho, la cabeza erguida, las piernas tendidas y apoyadas en los estribos, y los brazos sueltos y en acción. Era ésta una posición elegante y que ponía al jinete en condiciones de atender con oportunidad a cualquier emergencia, por más difícil y peligrosa que fuera.
Este torneo, exclusivamente nuestro, duraba hasta la entrada del sol. Al terminar, no faltaba algún, entusiasta, que arrancando una bandera del arco, se lanzara por las calles, perseguido, para quitársela por los demás; con toda la ligereza de sus caballos y atropellando todo lo que les impedía el paso.
Era este episodio el terror de las familias, que huían metiéndose en las casas o cercados, para escapar ellas y sus chicos de aquel infernal torbellino. Este final peligrosísimo en, el poblado, fue prohibido en los últimos tiempos.
Con estas expansiones de alegría y con algunos bailes en la noche y los infaltables fuegos artificiales; poníase término a las fiestas con que se solemnizaban nuestras glorias patrias.
Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Texto extraído de: Monzón, Julián, “Recuerdos del pasado. Vida y costumbres de Entre Ríos en los tiempos viejos”, 1929