Poco después de producido, en 1871, el primer caso de fiebre amarilla en la ciudad de Buenos Aires, la epidemia se generalizó con caracteres alarmantes, provocando diariamente numerosos decesos. No obstante que el Gobierno nacional que estaba a cargo del presidente Domingo F. Sarmiento adoptó las enérgicas medidas que las circunstancias reclamaban, la epidemia no sólo diezmó a la población porteña, murieron 13.500 personas, sino que se extendió a otros puntos del país, por lo que el pánico se hizo general, aún en aquellas poblaciones donde el flagelo todavía no había llegado.
En Concepción del Uruguay, dado el frecuente tráfico fluvial con Buenos Aires, se implementaron diversas medidas precautorias, al mismo tiempo que se llevó a cabo una campaña de solidaridad hacia el pueblo hermano.
Medidas Preventivas
La magnitud de una tragedia tan próxima y el peligro cierto de una extensión de la epidemia, motivaron la adopción de algunas medidas de prevención por parte de las autoridades de nuestra ciudad. Ellas fueron la consecuencia lógica de procurar atenuar el riesgo inminente, máxime si se tiene en cuenta que su Jefe Político era el doctor en medicina Vicente H. Montero, cuyo nombre llevó por mucho tiempo una de las principales calles de la ciudad.
A, efectos de fiscalizar el estricto cumplimiento de elementales normas de higiene, la ciudad fue dividida en cuatro secciones, cuyos límites coincidían con los de la división imperante en cuarteles. Se designaron cuatro comisiones de vecinos, una por cada sección, para que practicasen visitas domiciliarias, a efectos de obligar a los propietarios e inquilinos a mantener la limpieza de sus viviendas, y a acatar las instrucciones de carácter preventivo que las autoridades fuesen difundiendo a través de bandos y periódicos. Para facilitar la tarea de las comisiones, cada una de ellas auxiliada por un empleado de la policía, el que se encargó de hacer cumplir las órdenes que aquéllas impartían.
Asimismo, todo propietario o inquilino debía tener libre de basura las veredas y el sector de la calle que abarcaba el frente de su terreno. Aquella debía amontonarse lado de la vereda, de donde era levantada por carros destinados a ese exclusivo objeto. Las transgresiones a estas disposiciones fueron penadas con multas que oscilaban entre los dos y veinte pesos fuertes.
La pavorosa realidad de lo que estaba ocurriendo en Buenos Aires exigió la adopción de drásticas medidas, con el fin de atenuar sus consecuencias, Ello derivó en la clausura temporaria del puerto de Concepción del Uruguay. Por supuesto que tal determinación originó diversos perjuicios, tanto en el orden del comercial como en el tránsito de personas. Pero como lo que estaba en juego era la salud hasta la vida de los pobladores, fue necesario dejar de lado cualquier otro tipo de consideración.
La Prédica Periodística
El periódico “La Democracia”, que por ese entonces se editaba en esta ciudad, bregó incansablemente por prevenir a la población e instar a las autoridades a adoptar las medidas conducentes a evitar mayores males.
Durante los largos meses en que el problema subsistió, el periódico Uruguayense machacó en todas sus ediciones sobre este tema que acaparaba la atención de todos.
Y mientras por una parte ofrecía las noticias sobre las cambiantes alternativas de la enfermedad en Buenos Aires, por la otra se refería concretamente a la situación sanitaria de Concepción del Uruguay, en particular a los recaudos adoptados.
Así, por ejemplo, a mediados de marzo de 1871, mientras en Buenos Aires recrudecía la epidemia, “La Democracia” continuaba alertando a la población de nuestra ciudad e, incluso, aconsejábale sobre algunos inciertos remedios que constituían lo poco que podía ofrecer la medicina de aquel tiempo.
En otras oportunidades, el periódico reclamó con insistencia la intervención de las autoridades a fin de que gestionaran ante sus similares de la República Oriental, la eliminación de lo que consideraba el foco más infeccioso de la zona: el saladero Santa Isabel, en el Arroyo Negro.
Algunos meses después el periódico ofreció un mensaje optimista: “Por fortuna -expresó en uno de seis artículos- las aguas benéficas de estos días han purificada el aire, lo que importa una promesa positiva de que la salubridad, lejos de alterarse, mejorara”.
Alcanzada por la Fiebre
Lamentablemente, las esperanzas del cronista no se correspondieron con la realidad. No obstante que durante algún tiempo el buen estado sanitario de la población hizo nacer un moderado optimismo, fue inevitable que, a la larga, la epidemia también alcanzara a Concepción del Uruguay. En nuestra ciudad, la enfermedad llegó a su punto culminante entre los meses de agosto y diciembre de 1871.
Para peor, el hospital que se estaba construyendo -ubicado en la actual calle Perú, entre Galarza y Rocamora- no había podido ser terminado, ya que las obras se habían paralizado como consecuencia de las guerras jordanistas.
Justamente en aquel año, una comisión de señoras había comenzado una colecta destinada a solventar los gastos que demandase la terminación del edificio del hospital, pero, en razón de la epidemia, esos recursos debieron ser distribuidos entre las familias indigentes afectadas por la enfermedad.
Según el registro llevado por la Jefatura Política del departamento Uruguay, en el lapso agosto-diciembre fallecieron, víctimas de la fiebre amarilla, 421 personas.
De ese total, 246 fueron hombres y 175 mujeres. Si se repara que el departamento Uruguay tenía hacia 1871 una población de alrededor de 12.000 habitantes, debe calcularse en un 3,5% el índice de mortalidad causada por la epidemia en un lapso de cinco meses.
Algunas víctimas conocidas
Sabido es que la epidemia de fiebre amarilla cobró numerosas vidas, particularmente en la ciudad de Buenos Aires. Y entre ellas hubo algunas personalidades que estuvieron estrechamente ligadas a la historia de Concepción del Uruguay.
Una de ellas fue el general Lucio Mansilla, quien había sido gobernador de Entre Ríos entre 1821 y 1842. Otra fue Domingo Ereño, sacerdote y educador, que desarrolló en nuestra ciudad, junto al ejercicio de su ministerio, la acción del político de pasiones fuertes, con un arraigado sentimiento federalista.
Finalmente, diré que en ese fatídico año 1871, salvó milagrosamente su vida Honorio Leguizamón, futuro rector del Colegio del Uruguay y, por ese entonces, estudiante de medicina. En su edición del 19 de marzo, “La Democracia” publicó la noticia recibida por vía telegráfica: “El joven Honorio Leguizamón, practicante de medicina, fue atacado por la fiebre. Está mejor, delo cual nos alegramos”.
La epidemia cedió al fin. Pero el año 1871 había marcado a fuego el alma de los argentinos de aquel tiempo, particularmente de los habitantes de aquellos lugares que fueron alcanzados por la epidemia. Como vimos, Concepción del Uruguay fue uno de ellos. Constituyó, sin duda, una de esas terribles vicisitudes que suelen sobrevenir en la historia de los pueblos.
Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Texto extraído del artículo de Urquiza Almandóz, Oscar, ”Cuando la fiebre amarilla llegó a Concepción del Uruguay”, Publicado en Diario La Calle, sección “Locales”, página 13, martes 26 de diciembre de 1995