Sucesos del barrio de “Las latas”

Nuevo edificio de la Escuela Normal, habilitado en 1914. Puede verse lo despoblado del lugar.

Después de construida la Escuela Norma! el barrio cambió. De a poco, pero cambió. Las ranchadas se corrieron por lo menos hasta la calle Ereño; antes esa calle fue San Luis y antes no sé.

Como las casas pobres se remiendan con lo que se tiene a mano, el lugar tomó el nombre de Barrio de las Latas. Entre él y la cárcel había un gran naranjal.

A principios de este siglo, más o menos por donde la actual calle Lucilo B. López se juntaba con el naranjal, había un almacén. Primeramente fue de adobe. Luego de ladrillos. Después lo revocaron y le pusieron rejas. Era grande. Bien surtido en bebidas y comestibles. Hacía buen negocio el dueño, pues estaba a un paso del Barrio de las Latas y en el final de la ronda del naranjal, que hacían los agentes de la cárcel noche a noche.

Es sabido que donde el menudeo es más menudo, los precios son mejores para el vendedor, el capital rinde más. Así fue, en ese naranjal, en tiempos de Don Pedro Benítez como alcaide de la cárcel, allá por 1912 o 1913, donde se decía aparecía el lobizón, que sin duda sería Don Giácomo, vecino del barrio y séptimo hijo varón de la familia. Los convecinos estaban asustados y no salían sin buena luz natural.

El almacenero estaba alarmado por la merma de las ventas. Pidió ayuda a Don Benítez, quien, por supuesto no creía en aparecidos, pero los agentes sí.

Don Pedro decidió tranquilizar a todos mandando un hombre a pasearse por el exacto lugar donde el animal surgía. Nadie quería ir, pero las órdenes del jefe son irrechazables.

El señalado fue Facundo Tape, de aspecto fiero debido a un machetazo que le partió la nariz a lo largo. Con desgano, al paso de una tortuga observadora y tranquila, se encaminó al naranjal. Un poco porque le gustaba y un poco para darse coraje, tomó varias copas en el nombrado negocio, conversó, salió a dar una vueltita “para reconocer el lugar”, dijo y entró a tornar otra vez.

Cuando la hora fatal se acercaba no tuvo más remedio que cumplir, pues las expectativas generales se centraban en su persona.

Ya se sabe que las noticias vuelan solas y, aunque cuando entró por la primera caña no había otro parroquiano, los curiosos fueron llegando. Para el tiempo de su segunda entrada, el saloncito estaba lleno. Todos querían conocer al valiente futuro salvador del lugar.

Salió, esta vez con paso más largo pero vacilante. El machete dejaba una marca al ser arrastrado, porque así se acostumbraba. Se llevaba flojo y bajo y era larguísimo.

Desapareció el agente Tape en la oscuridad del naranjal ante el respeto de los presentes. Pasó una hora, algunos se impacientaron y comenzaron a decir que el lobizón no aparecería debido a la presencia del guardián del orden. Pero otros decían que el lobizonismo era una fatalidad y fatalmente sucede aunque estén presentes los jefes y la plana mayor.

Vista de la “Nueva” cárcel de la ciudad, habilitada en 1910

¿Cómo no iba a aparecer si solamente sería testigo un agente? Finalmente algunos razonaron que, dando por seguro los jefes saben más que el resto, y el jefe había mandado un hombre valiente y de confianza, era porque seguro estaba su presencia no sería impedimento para la repetición del hecho que a todos alarmaba. El problema no estribaba en si aparecería o no, sino en cual sería la suerte de ese corajudo.

Mientras, Facundo Tape, con miedo y con interna compañía alcohólica, se recostó a un árbol con ramas bajas, que ni encargado de medida para su estatura, y el sueño lo venció. Cuando juntando sus temores decidieron salir a ayudar en lo que pudieran, un poco empujados por el más joven y osado y otro poco por la confianza que la claridad del alba les infundía, encontraron al agente recién despertado por la cálida humedad que le regaló un perrazo amigo de ese árbol y a quién los recién llegados alcanzaron a verle la cola. A él se dirigía el agente diciéndole: ¡No se me acerque Don Giácomo porque lo quemo!

Y a los asustados testigos: “Allá va el lobizón, manso como un cordero”. Todos se persignaron. ¡No, si no hay fantasma que resista la ley! Terminó orgulloso y fue a dar su “misión cumplida”.

Bueno, de lo que sucedió en ese almacén, que también hacía las veces de alojamiento en épocas anteriores, es que quiero contarle.

Allí solía parar, un porteño algo rebuscado en el vestir, para el gusto del patrón. Pero ya sabemos que los habitantes de las grandes ciudades parecen más cuidadosos y detallistas con sus personas, sobre todo si se trasladan y desean causar buena impresión en los visitados; en cambio los de las poblaciones pequeñas, son más espontáneos y no piensan o no pensaban que la ropa o el perfume o el brillo en los zapatos, pudiera jugar a favor del usuario si de lo que se trataba era de colocar mercaderías. Estoy hablando de cuando los tratos se cerraban con un apretón de manos solamente.

Este porteño venía con aires seguros, paso firme y voz sonora a vender lo suyo a comercios de aquí y de los alrededores, representando a una casa fuerte en la Capital y que buscaba extenderse a las provincias en sus transacciones comerciales.

Pero su seguridad era fachada para impresionar. La verdad era que no lo seducían los incómodos viajes de ese tiempo a estas zonas y menos todavía los alojamientos que debía utilizar debido a su escasez de recursos. Pero la necesidad obligaba y él no era dado a esperar ayuda milagrosa. Se le había presentado ese trabajo y lo aceptaba.

Comía en el almacén del naranjal y dormía en una piecita trasera que el patrón le alquilaba por dos o tres noches cada tres o cuatro meses.

Eso de la vestimenta también le caía mal a un parroquiano asiduo que lo había tomado entre ojos, sin que el porteño le diera otro motivo.

– Yo, a éste lo voy a hacer hocicar. – Se había prometido.

El viajante captaba lo poco simpático que caía en ese ambiente y la declarada antipatía que el mencionado cliente del almacén le profesaba, pero simulando no darse cuenta saludaba, entraba, salía, siempre con su falsa seguridad.

Cuando la madre supo que debía viajar a Entre Ríos, zona famosa por sus innumerables arroyos, sus montes cerrados y llenos de alimañas, los forajidos que se guarecían en sus espesuras y las exageraciones de toda índole que hacían circular quienes nunca visitaron esta hermosa provincia, quiso que desistiera. Pero él se hizo una cuestión de honor hacer frente a lo que se presentara. ¿Cómo iba a retroceder un porteño ante las mentas de un paisaje exuberante y casi virgen, sin sentirse menoscabado?

¿Cómo la superioridad capitalina podría mantenerse con convicción si en cuanto se hablaba de las provincias retrocedían?

Todos sus argumentos y terquedades dieron como resultado el asentimiento maternal y una recomendación final: “cuidate, no te metas con quienes no conoces, sé prudente, quédate cada vez, lo estrictamente necesario”.

Asintió. Partió. Cumplió siempre. Pero su buena conducta nada valía para el parroquiano asiduo a la reja del almacén del naranjal. Hablando del naranjal, (permítaseme apartarme un tanto del tema central), asocio con otros naranjales, porque aquí hubo muchos.

Estaba el naranjal del norte, pasando el Bulevar Yrigoyen, que fue parte de la quinta “de unos llamados Vascos”. A ése lo conocimos usted y yo. Sobre todo era famoso por la predilección que le tenían las tribus de gitanos importantes. Acampaban bajo su olorosa sombra redonda y fresca, se veían allí más pintorescos y vivaces, más con su alegría de vivir que en otros sitios. Varios casamientos zíngaros se realizaron en ese naranjal, con los tres días de fiestas reglamentarias, fiestas extensivas a todos los que se acercaran.

Eso me recordaba los cuentos de mi niñez; cuando el hijo o la hija del rey se casaban la fiesta duraba tres días y todo el pueblo participaba. Todavía hoy, un casamiento gitano es algo, para mí, como escapado de un cuento infantil.

Había otro naranjal y mandarinal hacia el oeste, entre el camino al Puente de Hierro, el Arroyo de la China y la prolongación de la calle 9 de Julio. Pertenecía a la quinta de Haedo. Ese también desapareció en sucesivos loteos y de él quedan las anécdotas de corridas a rebencazos o perdigonadas, de cuantos muchachos o no tanto y hasta señoritas, se aventuraban tras el alambrado tentados más por la hazaña en sí que por los dorados frutos y la economía resultante en los gastos de la semana.

Sigamos con el cuento del porteño. Una noche al llegar al almacén encontró a su no buscado enemigo, quien, cuando taconeando se acercó al mostrador para pedir al dueño unos chorizos secos y un pan, que ésa sería su cena, lo hizo a un lado enérgicamente con el hombro izquierdo (la correspondiente mano metida en un bolsillo, la derecha apoyada en el arma que llevaba en la cintura) y le ordenó, más que decirle: – ¡Primero estoy yo ¡Dame otro vino! – Esto al patrón, por su puesto.

El porteño se achicó en silencio, prudentemente, el almacenero atendió al provocador. Luego dio lo suyo al viajante que fue a consumirlo a su pieza, mientras oía las voces insultantes del pendenciero.

Se veía que el almacenero desconfiaba del mal genio demostrado por su cliente, pues en ningún momento trató de calmarlo o directamente de echarlo para que no molestara.

A la noche siguiente, tal vez para darse coraje, el porteño entró al almacén taconeando más fuerte que la vez anterior. El otro lo vio llegar y dijo al patrón de manera que ambos lo escucharan: – Se me hace que este viaje será el último de algunos muñecos forasteros.

El aludido lo miró de reojo y vio que acariciaba el cuchillo. Pidió lo suyo y se retiró temblando, como contó después, porque desde la pieza oía los gritos del otro, las palabrotas, las risotadas y las promesas de acabar con él.

Se encerró. Apagó la lámpara. No pudo comer. Se acostó vestido, solamente sin zapatos. Se echó encima una cobija mora y escuchó atentamente.

Procuraba calmarse pensando sería como otras noches, puro ruido. Pero algo le decía que esa vez era distinta. Consideró la posibilidad de huir, pero no podía hacerlo bajo ningún punto de vista: No había terminado sus ventas, no tenía excusas ni lugar al que llegar antes de tres días. Decidió esperar. Pensó en su madre intensamente y se puso a rezar.

A veces lo dominaba el fervor, a veces el temor y por momentos sólo percibía la voz del matón. Para cambiar de posición en el catre movió la espalda algo endurecida, no sabía si de miedo o de frio y sacó un pie de sobre el otro, pues también lo sentía helado.

Al hacerlo algo se movió con él. Algo suave, húmedo y más frío que el pie. ¡Ese fue el chispazo que lo alertó! No era el pie que estaba frio, sino algo frío sobre el pie. Quedó tenso. Toda su atención pasó de las voces del almacén a lo que sucedía en el extremo del catre.

No cabía duda. Algo se movía. Algo vivo se deslizaba ahí, se acomodaba, lo rozaba, se enroscaba junto a su petrificada extremidad inferior y, con cada vuelta, la certeza y el espanto se clavaban más hondo, más hondo, hasta paralizarlo entero. Pero algo había que hacer.

Con un supremo esfuerzo de voluntad y temor se sentó moviendo solamente la articulación fémurocoxal y apoyándose en los codos y el talón del pie que no participaba del horror. Recordó que a los animales los asusta el fuego y buscó sin apuro, al tanteo en el bolsillo del pantalón, la cajita de cerillas conque de vez en cuando encendía un cigarro a un cliente importante, o la lámpara de esa misma habitación cada noche. Tomó una y la raspó contra la pared que corría a lo largo del catre separada de éste por pocos centí metros.

En esa misma pared y más cercana a los pies que a la cabecera, había una pequeña ventana que se abría a un patio. La otra pared paralela era común con el almacén. La de la cabecera seguía la línea del mismo por la parte que daba al oeste, y la cuarta pared de esa piecita que parecía iba seria última que habitara, daba al este, hacia donde se abría su única puerta, también sobre el mismo patio.

La lucecita en la mano temblorosa apenas le permitía ver el bulto de los pies y la frazada. La acercó cuanto pudo y con gran sigilo tiró apenas la cobija hacia arriba para descubrir el misterio. Se le quemaron los dedos y debió encender otra, oro con el corazón saltando de miedo a moverse y precipitar la reacción del adivinado reptil, ora paralizado de terror por lo insólito de su situación. Esta vez, más seguro del punto que debía mirar, la luz le pareció más brillante, pero un elemento extraño a ese cuadro y ya remotamente olvidado, estalló a sus oídos.

Asomándose por la ventanita, el parroquiano pendenciero le gritó:

– ¡A ver si sabés defenderte, porteño de mierda! Aquí voy con mi cuchillo para hacerte saltar las tripas de un tajo. ¡Fanfarrón!

El porteño lo escuchó sin más miedo que el que ya sentía. Hoy era su última noche. Ese era su último momento. Se encomendó a Dios. Si no moría de una manera sería de otra, pero de ahí, estaba seguro, no saldría con vida.

Fascinado por la espiral que junto a sus pies elevaba una cabecita triangular de ojos hipnóticos y expresión inteligente, no reparó en que esta cerilla también se consumía y recién la largó cuando sintió arder sus dedos. Simultáneamente se abrió la puerta a manos del provocador, con un golpe seco.

– ¡Ya veo dónde estás! Le gritó. – ¡Jodido! ¡De miedo no has dejado ni el catre! ¡ Aprontate porque soy peor que los gatos para moverme en la oscuridad! ¡No me podrás esquivar!

Y empuñando el cuchillo se precipitó hacia donde el pobre viajante esperaba, ya casi muerto, el puntazo de gracia.

– ¡Ay! ¡Traición! ¿Qué ha sido? Vociferó el matón.

El otro sintió el veloz desenvolverse de ese hielo vivo y sobrecogedor que fue a clavar sus colmillos emponzoñados en el muslo del asesino que pasaba justo al borde del catre. Se paró de un salto y corrió al otro extremo de la pieza.

Por la puerta abierta entraron la luz de una lámpara sostenida por el almacenero y tres menos cobardes que él, decididos a intervenir impidiendo, si podían, la muerte de un inocente.

La escena, por insospechada, los sorprendió grandemente. Junto  al catre, caído con el cuchillo aún en la mano, quejándose lastimeramente y desgarrándose la ropa para ver como se le hinchaba la pierna, el, hasta un segundo antes, terror del lugar; deslizándose sin ruido a su agujero en el piso de tierra, la parte final de ese látigo que generalmente no se ve, pero que es con el que castiga una justicia superior, según reza el refrán.

Enfrente, dando gracias a Dios, asombrado por no estar muerto, el porteño se miraba una media agujereada mientras los demás lo miraban con admiración.

Edición: Civetta, María Virginia y Ratto, Carlos Ignacio. Fuente: Mallea, Lorenza y Calivari, Coty, “Las Mallas del Viaje”, Ediciones “El Mirador”, 1982

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